Los primeros niños de la guerra se hacen hueco en el sótano de un hospital de Kiev
Una familia rota por la enfermedad y la guerra. Unos en Járkov, bajo las bombas. Otros en Kiev, bajo la amenaza de un ataque inminente desde hace seis días. Karina, de 21 años y embarazada de siete meses, Artyem, de 16, y Nikita, de siete, pasan estos días bajo tierra junto a su abuela Lubov Andreevna, de 68. Viven en un refugio de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania y principal epicentro hasta el momento de los más firmes ataques del Ejército ruso. Mientras, la madre, Elena, de 41 años, permanece en la capital junto al más pequeño de sus cuatro hijos, David, de dos, en un sótano del hospital pediátrico Ohmatdyt.
El padre se reparte el tiempo entre cuidar al pequeño y salir a conseguir comida o medicamentos. Siguen desde la distancia los ataques que están golpeando a su ciudad, desde donde les llegan imágenes devastadoras. Operado del riñón, el niño se queja mientras las enfermeras le curan. La madre le besa, le acaricia y le tapa la cara con una manta para que no pueda observar lo que le hacen. Su llanto inunda todo el pasillo, que comparte junto a otros menores y sus familiares. Apenas hay espacio para que los sanitarios trabajen. Más que un hospital, parece una zona de acampada por la que de vez en cuando pasa alguna señora con una olla de comida amarrada dentro de un hatillo.
Al hospital Ohmatdyt, el más importante para menores del país y que cuenta estos días con unos 200 pacientes, no han llegado más que cuatro niños heridos en Kiev desde que en la madrugada del jueves pasado las autoridades de Rusia pusieron en marcha una operación de ataque e invasión en su país vecino. “Uno murió de camino aquí en la ambulancia después de que el coche en el que iba saliendo de Kiev fuera atacado”, cuenta Pavlo Plavskiy, jefe de cirugía pediátrica. Pero que no haya un número importante de niños víctimas de las bombas no significa que el conflicto no pese como una losa sobre la normalidad del centro médico, como explica Vladímir Zhounir, director de las instalaciones y especialista en UCI. “No es posible normalizar la llegada del personal, los médicos, los pacientes, los suministros, los equipos, la comida, el agua…”.
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
A una de las entradas del hospital llega una ambulancia cargada con garrafas de agua. Por otra puerta, los propios familiares de los pacientes ayudan a sacar grandes botellas vacías que, cargadas en una furgoneta, al rato regresan llenas. Una organización ha depositado en la recepción un cargamento de comida para tratar de hacer frente a la escasez que los responsables del centro afirman que sufren ya.
El panorama más desolador se observa, sin embargo, en la unidad de oncología, que ha sido también desmontada y los menores trasladados casi a tiempo completo a otro sótano por si el edificio llega a ser bombardeado. El nuevo emplazamiento es más seguro porque está bajo tierra, pero no ofrece las condiciones mínimas que el tratamiento de cáncer exige. No hay aislamiento ni separación entre unos y otros, pese a que algunos lucen mascarilla. En medio de la penumbra, los gemidos y las quejas cortan el silencio. Algunos niños juegan entre ellos compartiendo sofá o colchoneta en el suelo, otros fijan su atención en la pantalla del teléfono móvil. Las madres y los padres se reúnen en corrillos sin perderlos de vista.
Aquí lleva tres meses Arseniy, de nueve años, que sufre tumores cancerígenos en la espina dorsal. Su padre, Eugeniy, de 35, lamenta que estos días no puedan cumplirse las condiciones mínimas que se exigen para pacientes inmunodeprimidos, como “reducir al máximo el contacto con otras personas”. El ir y venir de los pequeños entre las zonas en las que reciben como Arseniy la quimioterapia y los refugios suponen un peligro para ellos. Los sanitarios saben que es así, pero afirman que no hay otra opción.
Nastia, de nueve años, tuvo un primer episodio de cáncer a los cuatro años, pero en 2021 tuvo una recaída y lleva ingresada desde el pasado 13 de septiembre, cuenta su madre, Natasha, de 41. La niña, como sus compañeros, no es ajena al principal asunto que abordan los mayores que les rodean. Al ser fotografiada saca una hoja de papel en la que se lee parad la guerra escrito en inglés.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites