Los jóvenes avivan la llama de la revolución en Túnez
El militante de derechos humanos Hamza Nasri, de 27 años, intenta digerir estos días una de las lecciones más duras para un activista. El jueves salió del centro de detención de Buchucha, en Túnez capital, tras pasar detenido tres noches, entre el 18 y el 21 de enero. La mañana del viernes 22 de enero se encontraba ya en su pequeño despacho de la Liga Tunecina por la Defensa de los Derechos del Hombre, situado en un viejo edificio. Podría decirse que Nasri es uno más de los 1.200 jóvenes, la mayoría entre 15 y 25 años, que han sido detenidos desde el 14 de enero, después de que se desataran decenas de enfrentamientos nocturnos en todo el país entre la policía y los jóvenes. Pero Hamza Nasri no es uno más. Se siente un privilegiado, porque ha logrado salir de la cárcel antes que muchos de sus compañeros de celda.
Algunos de esos jóvenes saquearon comercios y apedrearon a la policía. Muchos otros solo protestaron y pidieron “dignidad”. “A mí me detuvieron porque intenté socorrer a un compañero detenido en una manifestación”, relata Nasri. “No fui agredido por la policía. Pero de pronto, en plena pandemia, me metieron en una celda cinco veces más grande que este despacho, donde éramos 84 personas, sin ninguna mascarilla. Dormíamos como en latas de sardina, sin colchones ni mantas. La mayoría de los detenidos eran chavales de los barrios más desfavorecidos. Pude hablar con ellos durante esos tres días. Y muchos no conocen siquiera el nombre del jefe de Gobierno ni el de ningún ministro. Les dije que tenían derecho a un abogado y me decían que eso solo sirve para gente como yo, no para ellos”.
La realidad, según Nasri, parece haber dado la razón a sus compañeros de celda. “Yo pude salir al cabo de tres noches gracias a todas las llamadas que mi asociación ha hecho al ministerio del Interior. Pero ellos siguen encarcelados. Y muchos de ellos tenían aún menos motivos que yo para estar presos. He conocido ahí a un chaval de 15 años al que lo detuvieron por atravesar una calle. Dos menores me contaron que la policía les amenazó con violarlos. Les llegaron incluso a bajar los pantalones. Han detenido a muchos menores para meterles miedo y que delaten así a los supuestos líderes de las revueltas. Pero no había líderes. Ese centro de detención de Buchucha era famoso por su crueldad durante la dictadura. Y nada ha cambiado en diez años”.
“Uno de los detenidos”, continúa Nasri, “que tendría unos 30 años y debía estar mal psicológicamente, se intentó suicidar con una soga que se había hecho con una manta. La soga se le rompió y cayó sobre mí. Llamé a la policía y en vez de que le proporcionasen ayuda sanitaria lo mantuvieron toda la noche de pie, esposado contra una puerta, para impedir que se suicidara”.
Nasri se siente culpable por estar en libertad. “Todos esos chavales que aún siguen detenidos son antisistema. Y para ellos el sistema no solo es el Gobierno y las autoridades. También lo somos la oposición, los sindicatos y la sociedad civil, de la que formo parte. Les he dado el número de urgencia de la asociación y mi dirección de Facebook. En la Liga nos turnamos para que haya una persona de guardia estos días las 24 horas. Pero esos jóvenes han perdido la confianza también en nosotros”.
“Yo era el único en esa celda que llevaba zapatos”, continúa Nasri. “Les pregunté que por qué iban casi todos con babuchas y me dijeron que los zapatos se los ponen solo cuando salen de su barrio, cuando tienen que ir a trabajar o para hacer algún trámite en algún local del Estado. Yo les hablaba de sus derechos, de la posibilidad que tienen de denunciar los malos tratos. Y ellos me miraban con incredulidad. Siento que la revolución, la sociedad en general, les ha fallado a esos chicos”.
Los enfrentamientos comenzaron el 14 de enero, la fecha más señalada en la cabeza de los 11,5 millones de tunecinos. El 14 de enero de 2011 fue el día en que el pueblo logró expulsar al dictador Zine el Abidine Ben Alí, que tras 23 años de robo y despotismo huyó en un avión hacia Arabia Saudí en donde murió en 2019, con 83 años.
De nuevo, la humillación
El detonante de la revolución fue el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, quien se inmoló el 17 de diciembre de 2011 cuando varios agentes le quitaron su carrito ambulante y una policía le pegó una bofetada. Finalmente, Bouazizi murió en el hospital el 5 de enero de aquel año. Al sentimiento de humillación y de impotencia ante los abusos del poderoso se le conoce en los países árabes como la hogra (pronúnciese jogra). Y la palabra hogra volvió a inflamar las redes sociales este 14 de enero, cuando un policía municipal golpeó a un pastor en la ciudad de Siliana, a dos horas y media en coche desde Túnez en dirección al noroeste. El pastor solo había pasado con sus ovejas frente al edificio del Ayuntamiento. Este mismo 14 de enero comenzaron las protestas en Siliana. Y después estallaron en el barrio de Ettadhamen, el más desfavorecido de Túnez. De ahí se extendieron al resto del país.
Mahdi Jlassi, presidente del Sindicato Nacional de Periodistas Tunecinos, de 34 años, señala que entre los jóvenes manifestantes hay una mezcla de todo: “Los hay sin formación, hinchas ultras de fútbol, estudiantes de institutos… Y los jóvenes de partidos políticos se han manifestado también. Pero lo han hecho tres o cuatro días después que los otros. Son líderes políticos, pero son una minoría, no tienen la fuerza de los otros. Porque los otros son libres, agresivos y radicales”.
Osama es uno de esos jóvenes que participó en dos protestas de su barrio, Douar Hicher, al lado de Ettadhamen. La inmensa mayoría de los habitantes de esos barrios pasea sin mascarilla, a pesar de que la pandemia está haciendo estragos en el país y existe toque de queda desde las ocho de la tarde.
Osama calza babuchas, como todos sus amigos. “Yo tenía nueve años en 2011. Muchos de aquellos jóvenes que hicieron la revolución son ahora policías. El ministerio del Interior los contrató y nos han estado reprimiendo estos días”.
Cuenta que en su familia hay tres parados; que se pasa el día en el café o buscando trabajo, que en el barrio no hay apenas espacio para practicar deporte ni para divertirse, que el centro de cultura cierra los fines de semana, que los únicos caminos son la droga y la delincuencia. “Nada va a cambiar si no protestamos. Las protestas son legítimas. Estos políticos han traicionado la revolución, son unos corruptos y tienen que irse. Y los primeros que han utilizado la violencia son los policías”.
Los activistas humanitarios critican el hecho de que el Gobierno solo sepa abordar este problema de una forma policial, represiva. El presidente del sindicato de periodistas se pregunta “¿Quién habla en nombre de estos jóvenes marginados? Nadie. Tenían diez años cuando empezó la revolución. Se han educado en las calles, en las gradas de los estadios. Sus canciones no van contra el Gobierno, sino contra el régimen, contra el sistema. Piden esperanza para vivir. No es gran cosa, pero es complicado obtenerla”.
Semi Aydhi es un parado de 27 años del barrio de Ettadhamen. “Hay que disolver todo el Parlamento, hay que cambiar todo el sistema”, propone. “Esos partidos políticos no nos sirven. Casi todos mis amigos han emigrado ya a Europa, aquí no tenemos nada que hacer”.
En España permanecen bloqueados en Melilla 700 tunecinos desde 2019, que el Gobierno español intenta repatriar aunque no termina de conseguir el beneplácito de las autoridades de Túnez.
Mohamed Damid es un hombre de 36 años que lleva 20 años en paro, vive a la entrada del barrio de Ettadhamen y pasa la mayor parte de su vida sentado en un café, como tantos otros parados. “Los medios tunecinos cuando informan sobre las protestas solo hablan de vandalismo”, se queja. “Solo dan la versión del Estado. Pero la realidad es que el Estado solo se acuerda de ellos antes de las elecciones, cada cinco años”. Su amigo Abdel Kader, de 42 años, añade: “El Parlamento solo trata de resolver sus propios problemas, no los de la gente. La solución solo puede venir con la transparencia y el cese de la corrupción”.
Alaa Talbi, presidente de la ONG Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales, de 41 años, aseguraba este viernes que no le han sorprendido en nada estas protestas, que todos los ingredientes estaban ahí: “Los partidos de fútbol se juegan en Túnez a puerta cerrada desde 2018 a causa de la violencia. En los meses anteriores ya ha habido represiones muy duras contra manifestaciones de periodistas o de jóvenes diplomados en paro. El año pasado ya salieron hacia Europa, sobre todo hacia Italia, 12.800 emigrantes irregulares. Entre ellos había dos mil menores no acompañados. Cada año, 100.000 jóvenes abandonan el colegio, en un país donde la enseñanza es obligatoria hasta los 16 años”.
“Nos están diciendo que ellos también existen”
“El resultado de todo esto”, concluye Talbi, “es que tenemos una generación que se está diciendo que ellos existen también. No se inmolan, pero protestan a su manera. Es nuestra culpa si no creen en nada. El discurso oficial hacia estos jóvenes es de desprecio. Aunque el Fondo Monetario Internacional nos prestara todo el dinero del mundo no se arreglaría esta situación. Porque antes hay que acabar con la corrupción y crear proyectos de políticas públicas, que no existen”.
El activista dice que lo que ha hecho el Estado en los últimos años es crear unos espacios “de clase media” dentro de los barrios más marginales. “Son espacios con supermercados, con bancos, con mejores tiendas…. Son como islas de bienestar dentro de lugares pobres. Y son esos espacios los que han sido atacados. Ha ocurrido algo parecido a lo que sucedió en los suburbios de París en los años ochenta cuando los jóvenes atacaban las bibliotecas municipales, porque eran el símbolo de un poder que les discriminaba”.
Este sábado, a la una de la tarde, se celebró en el centro de la capital del país una manifestación de apoyo a los detenidos. Acudieron más de mil manifestantes, entre hombres y mujeres, la mayoría jóvenes de izquierda, comprometidos, pertenecientes a distintas asociaciones y calzados con zapatos, no con babuchas. Coreaban: “Trabajo, libertad y dignidad”, el mismo lema que se escuchaba en 2011. Y también: “el pueblo va a derrocar al régimen”. Osama y sus amigos no asistieron.
Tampoco pudo asistir una de las caras más conocidas de la revolución. Se trata de la actriz Rim Hamrouni, de 40 años. Ella fue la primera en plantarse el 14 de enero de 2011 ante la sede del ministerio del Interior, junto al escritor Jalloul Azzouna y la militante Radia Nasraoui, para pedir la liberación de sus dos esposos militantes detenidos. La imagen de ellos tres frente a las verjas de Interior ha pasado a la historia de Túnez. A ellos tres se sumaron después miles de tunecinos hasta que echaron al dictador esa tarde.
Hamrouni se encontraba este sábado en un rodaje. Pero a través del teléfono señaló: “Gracias a las libertades conseguidas por la revolución el pueblo puede protestar ahora contra el Gobierno. A pesar de la regresión que estamos sufriendo, yo sigo confiando en el éxito de la revolución”. Hamrouni dice que las protestas de los jóvenes son legítimas. “La solución”, propone, “es que el Estado escuche al pueblo. Y, sobre todo, a los jóvenes”.
Nostalgia de la dictadura
El jefe del Estado en Túnez es Kais Said, un profesor de Derecho Constitucional y de tendencia conservadora, de 62 años, que arrasó en las únicas elecciones en las que ha participado, las presidenciales de 2019. Lo hizo sin un equipo profesional de asesores, sin el apoyo de los medios de comunicación. Pero contaba con grandes bazas: es austero, no ha militado en ningún partido político, no se le podía acusar de corrupto. Y, sobre todo, centró su mensaje en los jóvenes. Casi un 90% de los menores de 35 años votaron por él.
Aunque las atribuciones del presidente en la Constitución de 2014 están limitadas sobre todo a la política de Seguridad y de Exteriores, Said prometió impulsar una revolución dentro de la revolución y recuperar la confianza de los gobernados. El jurista desató una ilusión que no se veía desde la Primavera Árabe. Pero en un año y pocos meses toda esa esperanza se ha esfumado.
Por la jefatura de Gobierno de Túnez han pasado ya nueve hombres desde 2011. El Parlamento, de 217 diputados, está muy fragmentado y el partido mayoritario, el de los islamistas de Ennahda, solo cuenta con 52 votos.
El actual jefe de Gobierno, el noveno desde la revolución, es Hichem Mechichi, un político de 47 años, sin afiliación política, que ocupa el cargo desde julio. Su antecesor, Elies Fajfaj, otro tecnócrata, dimitió tras ser acusado de corrupción, cuando solo llevaba cinco meses en el cargo y mientras se destacaba, precisamente, por combatir la corrupción.
Mechichi está a la cabeza de un Gobierno formado por una treintena de tecnócratas apoyados por los tres partidos mayoritarios. El pasado 16 de enero Mechichi destituyó a once de sus ministros y nombró a otros once, todos hombres. El Parlamento debe refrendar en los próximos días sus nombramientos.
En los diez años de revolución el país ha ganado en libertades y la sociedad civil ha perdido el miedo a expresarse. Pero el paro se sitúa en el 16% y llega hasta el 36% entre los jóvenes. La deuda exterior roza el 100%, cuando en 2010 se situaba en el 39%. La deuda pública llegaba al 43% del PIB al inicio de la revolución y ahora alcanza el 89%. El dinar tunecino se ha depreciado en un 50% respecto a las principales divisas extranjeras. Los tunecinos han notado la pérdida de poder adquisitivo. El país evita la bancarrota gracias a los créditos del Fondo Monetario Internacional, que a su vez exige recortes en el gasto público.
La pandemia no ha hecho sino agravar la situación en un país donde el turismo aporta el 8% del PIB. Túnez, con solo 11,5 millones de habitantes, supera las 6.000 muertes por Covid-19, muy por encima de las 2.856 muertes que asumía el viernes Argelia (con 42 millones de habitantes) y cerca de las 8.105 de Marruecos (35 millones).
La diputada de 46 años Abir Musi, perteneciente al Partido Desturiano Libre (PDL), nostálgico de la dictadura de Ben Ali, solo obtuvo en las presidenciales de 2019 el 4% de los votos. Pero ahora su partido se sitúa en cabeza de los sondeos, con un 40% de intención de voto, frente al 18% de los islamistas de Ennahda.