Tony Blair impuso la libertad de movimiento de ciudadanos de la UE en contra de sus ministros
Al menos dos de los ministros más poderosos del Gobierno de Tony Blair defendieron un retraso en la puesta en marcha del principio de libertad de movimientos de ciudadanos de la UE, consagrado en el Tratado de Maastricht de 1992, que fue regulado y desarrollado en una directiva comunitaria de 2004. En mayo de aquel año, 10 países de Europa del Este se incorporaron a la UE, y muchos de sus habitantes emigraron hacia países europeos con mayores posibilidades de trabajo.
La ley británica obliga al Gobierno a enviar cada 20 años a los Archivos Nacionales los documentos mantenidos hasta entonces como confidenciales. De ese modo, salvo excepciones, mucha información sale a la luz cada fin de año. Este martes se han podido conocer interioridades de los años de gobierno de Blair (de 1997 a 2007), y entender de este modo algo mejor el germen de la convulsa década del Brexit.
El Gobierno del Nuevo Laborismo abrió sus puertas a los recién incorporados comunitarios, a pesar de las recomendaciones de Jack Straw, el entonces ministro de Asuntos Exteriores, y de John Prescott, viceprimer ministro. Ambos pidieron a Blair que reconsiderara la posibilidad de aguantar unos meses antes de autorizar la entrada de nuevos inmigrantes. La directiva de la UE permitía a sus entonces 15 socios imponer restricciones, en forma de cuotas o exigencia de permiso de trabajo, durante los siete años posteriores a la incorporación de los nuevos miembros comunitarios. Países como Francia o Alemania se acogieron a esta posibilidad de limitar la libertad de movimiento.
“Si no pensamos esto ahora”, escribió Straw al primer ministro, “el Gobierno puede acabar viéndose obligado a suspender más adelante el derecho a trabajar [en el Reino Unido] de los nuevos ciudadanos comunitarios, en las circunstancias menos favorables (…). Podemos acabar haciendo frente a una situación difícil si esto sale mal”, advirtió el ministro.
El Ministerio británico del Interior calculaba entonces que la cifra de nuevos inmigrantes no superaría los 13.000 anuales. En 2005, un año después de la decisión, la cifra de llegadas superó las 96.000.
Si los ministros opuestos a la apertura argumentaban que un aumento masivo de la inmigración supondría mayor presión en la sanidad, la educación o los servicios públicos del Reino Unido, otro sector del Gobierno laborista, como el encabezado por el entonces ministro del Interior, David Blunkett, defendía la necesidad de incorporar “la flexibilidad y productividad de la mano de obra inmigrante” a la economía británica, para que siguiera creciendo.
Muchos analistas ven en aquel momento el germen de la reacción antiinmigración que dio alas a políticos populistas como Nigel Farage, y acabó impulsando el referéndum del Brexit y la salida del Reino Unido de la UE. En 2014, dos años antes de la consulta, el número anual de comunitarios que entraban en territorio británico era de 142.000.
“Si hubiéramos impuesto las restricciones, visto desde la distancia, quizá las cosas hubieran cambiado, en lo que al referéndum de 2016 se refiere. No sé si habría servido para cambiar el resultado, eso es imposible de decir”, ha asegurado Straw al diario Financial Times.
Blair, Bush y la guerra de Irak
Los documentos publicados muestran también la tormentosa relación forjada entre Washington y Londres en torno a la llamada Guerra contra el Terror que el Gobierno estadounidense del republicano George W. Bush desencadenó después de los atentados del 11-S de 2001, con invasiones militares en Afganistán e Irak.
En el transcurso de una conversación confidencial entre el entonces vicesecretario de Estado de EE UU, Richard Armitage, y el embajador del Reino Unido en Washington por aquella época, David Manning, el primero confiesa que hubo que inyectar al presidente Bush ciertas “dosis de realismo” después de que reclamara que las tropas estadounidenses “patearan algunos culos” a los insurgentes, en la que se conoció como la batalla de Faluya. La muerte de cuatro contratistas militares estadounidenses, cuyos cuerpos acabaron descuartizados y colgados públicamente, desencadenó enfrentamientos sangrientos en aquella ciudad, cuando ya había transcurrido un año del derrocamiento y la muerte de Sadam Husein.
Armitage transmite en esa conversación a su interlocutor la petición de que Blair, que tenía previsto visitar Washington el 16 de abril, ayudara a convencer al presidente estadounidense de la necesidad de tratar la cuestión de Faluya “como parte de un proceso político cuidadosamente calibrado”.
El entonces asesor en Política Exterior de Tony Blair, Nigel Sheinwald, remitió al primer ministro un documento interno, que ahora se ha hecho público, en el que describe el “chapucero modo de manejar” la situación de Faluya por parte de Washington, con “tácticas militares desproporcionadas y un tratamiento apocalíptico por parte de los medios”.
En otro de los documentos que circuló en esas fechas por los despachos del número 10 de Downing Street se recomendaba que “se mantuviera públicamente el apoyo [del Gobierno británico] a los objetivos militares, pero que se transmitieran de modo privado a Bush algunos ‘mensajes difíciles’ en los que se reclamara una estrategia más medida y moderada por parte del ejército de EE UU, con la correspondiente supervisión política”.