Putin cumple 25 años al mando de Rusia con la guerra en Ucrania y el autoritarismo interno en el punto álgido

La era de Putin cumple este martes un cuarto de siglo. 25 años desde aquel 31 de diciembre de 1999 en el que un exhausto Borís Yeltsin dimitió y entregó la presidencia interina, todos los recursos del Estado y el apoyo de sus oligarcas a un peso pesado del espionaje ruso, Vladímir Vladímirovich Putin (72 años). Un régimen alzado con el apoyo pasivo de un pueblo que solo quería tranquilidad tras los turbulentos años noventa, pero en el que hoy reina el terror a ser detenido. Una nación a la que prometió paz, pero a la que hoy regresan cientos de miles de gruz 200 (etiqueta de fallecido) o gruz 300 (herido) de su guerra en Ucrania, la más dura en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

Putin era una figura desconocida cuando Yeltsin lo nombró meses antes primer ministro. Fue en agosto de 1999. La ofensiva que emprendió un mes después contra Chechenia disparó su popularidad. El motivo de la guerra fueron una serie de explosiones en edificios residenciales que pararon cuando la policía local de Riazán descubrió otro sótano con explosivos que, a la postre, eran del Servicio Federal de Seguridad (FSB). Nikolái Patrúshev, jefe de la inteligencia rusa entonces y estrecho asesor de Putin hasta hoy, dijo que “era un entrenamiento”. El incidente nunca pudo ser investigado por el Parlamento.

“Nos recuerdo libres / pero alguien bebió el veneno / y el aullido de los lobos hambrientos / se convirtió en el silencio de los corderos”, canta la banda Nogu Svelo!, hoy en el exilio. El endurecimiento del putinismo fue un proceso gradual con un pacto tácito entre el Kremlin y los rusos: si no te entrometes en política, tendrás una vida más o menos tranquila.

Esta transformación contó durante muchos años con la complicidad de Occidente. El primer decreto que firmó Putin al llegar al poder impedía juzgar a Borís Yeltsin y su entorno, al que se aplicaba el sobrenombre de La Familia.

El siguiente paso fue censurar un chiste. El Kremlin presionó hasta retirar los guiñoles rusos (Kuklí) del canal NTV, del opositor Vladímir Gusinski. Putin era caracterizado como El Pequeño Zaches, un duende malvado que por arte de magia le parecía un joven hermoso al pueblo. Gusinski acabó en el exilio y NTV, en manos de Gazprom, el gigante gasista del Kremlin.

Un cuarto de siglo después, la represión interna del régimen ha superado la mano dura de cualquier líder soviético posterior a Stalin. El medio independiente Proekt ha identificado al menos 11.442 personas juzgadas bajo casos penales y 116.000 bajo procedimientos administrativos por exponer sus opiniones o participar en manifestaciones en la penúltima legislatura de Putin (2018-2023). De estos, 5.613 ciudadanos fueron juzgados por “extremismo” o “desacreditar a las autoridades” frente a los 3.234 casos similares registrados en la URSS de 1962 a 1985 con autócratas como Leonid Brezhnev y Yuri Andrópov.

“Nuestra anterior generación de políticos destruyó su propio país con la esperanza de que Rusia se convirtiese en parte del llamado mundo civilizado”, afirmó Putin hace un par de semanas. Pero la élite del putinismo la conforman antiguos miembros del buró de Yeltsin.

Putin dirigió el FSB en 1998; Serguéi Kiriyenko, hoy responsable de los entresijos de la Administración, era primer ministro cuando estalló la dramática crisis del rublo de 1998; el exministro de Defensa Serguéi Shoigú aupó a Putin en sus primeras elecciones gracias a su popularidad como ministro de Emergencias; y el arquitecto de la diplomacia exterior rusa en el siglo XXI, Serguéi Lavrov, fue el representante permanente de Rusia ante la ONU en los noventa.

Los momentos clave

El director del think tank Riddle, Antón Barbashin, enfatiza por teléfono el 24 de septiembre de 2011 como un hito muy importante en la era de Putin. Fue el día que el presidente Dmitri Medvédev anunció la nominación de nuevo de Putin tras haber rotado ambos una legislatura para sortear el límite constitucional de dos mandatos.

“Aquello determinó 2014 —la anexión ilegal de Crimea y la guerra de Donbás— y 2022 —la invasión definitiva de Ucrania—”, afirma Barbashin. “Putin se convenció de que tenía que regresar [al poder] y vimos el fortalecimiento del autoritarismo”, sostiene.

Intigam Mamédov, experto en Europa del Este e investigador de la Universidad de Northumbria, destaca en otra conversación telefónica el discurso de Putin en la conferencia de seguridad de Múnich de 2007, cuando afirmó que un orden mundial unipolar era inaceptable y acusó a la OTAN de reducir la confianza mutua en su actual expansión hacia el Este.

“Aquella intervención fue muy popular en Rusia, fue percibida como la vuelta de nuestra palabra soberana al escenario internacional”, apunta Intigam.

El experto también señala como hito clave la reforma de la Constitución en 2020: “Se vio la gran confianza en sí mismo [del Kremlin] cuando se enmendó la Ley Fundamental y se restablecieron los mandatos del presidente. De repente quedó claro que para llevar a cabo un acto político tan serio, las autoridades no necesitaban ninguna sofisticación”.

Aquella reforma constitucional despejó el camino para que Putin pueda seguir siendo presidente hasta 2036 si quiere.

Dos frentes

“El régimen de Putin libra una guerra en dos frentes: el externo y el interno. Incluso si termina la fase caliente de la guerra, la supresión de la sociedad civil interna no acabará. El sistema seguirá igual o se volverá aún más duro”, pronostica el periodista Andréi Kolésnikov, declarado agente extranjero por las autoridades rusas.

Una encuesta del centro de sondeos independiente Levada mostraba en 2023 que aproximadamente una quinta parte de los rusos apoyan “agresiva y activamente” a Putin, la guerra y la represión, mientras que aproximadamente una proporción similar se opone. En medio, una enorme masa de gente que se deja llevar por el Kremlin.

“En un intento de explicarse lo terrible e inexplicable, se han convencido con los argumentos del propio Putin y de la propaganda televisiva”, afirma Kolésnikov en un intercambio de correos. “Adoptan una posición fetal: no quiero ni ver ni oír nada. Pero ello lleva aparejado castigos y dudas morales”.

De hecho, la opinión de los rusos es muy voluble: otro sondeo de 2021, previo a la guerra, reflejaba que un 55% del país consideraba que las relaciones con Ucrania eran buenas y solo un 31% pensaba que eran malas.

El Kremlin trata de evitar una nueva movilización forzosa a toda costa porque rompería el pacto social actual: nadie va al frente salvo por dinero o voluntad propia, pero a cambio debe mostrar una lealtad absoluta a las autoridades. Pero la guerra se alarga.

“Tenemos un Gleichschaltung universal: la sumisión forzosa o voluntaria a las reglas formales e informales del régimen. Conformistas pasivos, su indiferencia aprendida es la base del sistema Putin. Pero ahora a veces se les exige que se unan al escuadrón de los conformistas activos”, recalca Kolésnikov, que reclama a Occidente más comprensión hacia los opositores porque es físicamente imposible protestar en Rusia.

“No se deben poner más trabas con medidas que consoliden aún más la mayoría conformista en torno a Putin”, enfatiza Kolésnikov.

Mamédov comparte que el apoyo a Putin “es amplio, pero al mismo tiempo puede ser frágil si se basa en el simple conformismo y la lealtad a quien está en el poder”, y opina que el putinismo no ha logrado consolidarse como ideología. “No ha logrado crear una imagen del futuro. En lugar de actuar para alcanzar algunos objetivos en el futuro —como se hizo con el comunismo, por ejemplo—, el putinismo argumenta las políticas actuales con el pasado, la nostalgia y los traumas históricos”.

El filósofo Zygmunt Bauman escribió sobre la llamada retropía, la ensoñación de un Estado futuro ideal con la nostalgia de un pasado irreal. Toda la retórica del putinismo gira en torno a la gloria imperial pasada y “la defensa de los valores tradicionales” frente al “decadente” Occidente liberal. Putin, que tildó la desaparición de la URSS como “la mayor tragedia del siglo XX”, caracteriza a Rusia como un “Estado-civilización”.

Sin embargo, los cimientos del régimen tiemblan. La politóloga Tatiana Stanovaya afirma en un análisis publicado por el centro Carnegie que el país atraviesa una fase de “putinismo salvaje”, una deriva en la que los enfrentamientos entre las distintas facciones rusas son cada vez más abiertos porque Putin se ha aburrido de mediar en disputas internas y solo piensa en “la guerra y el choque de civilizaciones”.

La experta advierte de que la ley “se ha convertido en papel mojado” en Rusia estos últimos años, y se abre un escenario muy inestable. “Los encarcelamientos, las pruebas comprometedoras y los ataques se convertirán en la principal manera de sobrevivir, muchas veces bajo consignas conservadoras y antioccidentales”, vaticina.

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