Israel da miedo
Si alguien tuvo alguna duda sobre las capacidades del ejército y del espionaje de Israel, el balance del año que termina las ha disipado. Su Gobierno se enfrentaba a dos tareas ante el devastador ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023: destruir la capacidad ofensiva de la organización terrorista y restaurar la credibilidad de su disuasión. Ambos objetivos han quedado colmados e incluso desbordados en los primeros meses de la ofensiva sobre Gaza y luego remachados por la liquidación de la cúpula de Hezbolá en Líbano, mediante bombardeos selectivos y la sofisticada operación que hizo explosionar los buscas de centenares de sus cuadros militares.
Las dos milicias vecinas de Gaza y Líbano han quedado muy tocadas tras el asesinato de sus líderes, la merma brutal de sus filas y la destrucción de sus arsenales. No habrá lanzamiento de misiles ni ataques terrestres desde ambos territorios durante mucho tiempo, quizás nunca más. Israel ha destruido el sistema antiaéreo de Irán y acaba de asestar un severo golpe a la nueva Siria, que no dispondrá de armamento pesado, blindados, ni flota naval y aérea tras su destrucción en los mismos días en que caía el régimen de El Asad.
Quebrado el arco chií que llegaba hasta la frontera israelí, el frente de la resistencia liderado por Irán se halla en su nadir histórico, al igual que el régimen de los ayatolás. Lo prueba la profunda infiltración de los servicios secretos israelíes en las milicias y en el aparato del Estado, cuya más humillante expresión fue el asesinato en Teherán del líder de Hamás, Ismail Haniya, invitado del Gobierno a la toma de posesión del nuevo presidente, Masud Pezeshkian. Quedan solo los cohetes que lanzan los hutíes desde Yemen, normalmente de fácil intercepción por la Cúpula de Hierro, el mismo sistema antimisiles que ha servido para neutralizar los ataques masivos desde Irán.
El precio pagado por los palestinos supera cualquier límite. La desproporción de la respuesta se explica por el afán de venganza y de castigo colectivo, evidenciados desde el primer día en las declaraciones de las autoridades de Israel. Benjamín Netanyahu ha convertido su imperdonable fallo como responsable de la seguridad de los israelíes, burlada por Hamás en aquella jornada aciaga, en una oportunidad para cambiar “el equilibrio de poder en la región para muchos años”, según sus propias palabras.
Israel se halla en su punto de mayor expansión militar al menos desde 1982, cuando abandonó el Sinaí que arrebató a Egipto en la Guerra de los Seis Días. En Gaza no cesan sus ataques y bombardeos sobre la población civil, con unos niveles de mortandad y unas condiciones sanitarias, de nutrición y de seguridad que abonan los proyectos de transferencia de población y su sustitución por colonos israelíes, tal como se propone la extrema derecha.
Su ejército aún está en el sur del Líbano, que deberá desalojar a finales de enero según la tregua pactada con Hezbolá, aunque se ha reservado la libertad de acción militar ante eventuales vulneraciones del alto el fuego. Y desde la caída del régimen alauí en Siria, ocupa el territorio fronterizo del Golán hasta ahora desmilitarizado, donde ya hay proyectos de colonización. La más insidiosa de las expansiones es la que se ha producido en el último año y medio en Cisjordania por parte de los colonos. Como en Gaza, la ultraderecha teocrática pretende reducir al mínimo la presencia árabe, puesto que identifica este territorio palestino con Judea y Samaria, legadas por Yahvé al pueblo judío, según la Biblia.
El éxito militar e incluso estratégico de Netanyahu está conduciendo a una derrota política y moral. No ha liberado a los rehenes ni conseguido el alto el fuego tal como sus aliados internacionales le reclaman. No se conocen sus planes para Gaza. Su Gobierno iliberal está en campaña contra la independencia judicial y la libertad de expresión. Acosado judicialmente por corrupción en casa y en la escena internacional por crímenes de guerra, limpieza étnica y apartheid, no ha rendido cuentas ni se ha sometido a investigación por sus responsabilidades del 7 de octubre. Y la grave y controvertida acusación de genocidio ha sido adoptada por las más prestigiosas organizaciones humanitarias, como Amnistía Internacional, Médicos Sin Fronteras y Human Rights Watch.
Netanyahu cuenta con la ventaja de la unanimidad bélica y de la derechización de la sociedad israelí, ciega ante el sufrimiento de sus convecinos palestinos. Depende por entero de sus ministros supremacistas y racistas, que le presionan para que siga una guerra tan conveniente para sus propósitos expansionistas como para su propia supervivencia política como primer ministro. El soft power o poder blando que ha hecho brillar a Israel en el pasado se halla del todo eclipsado por la negra y persistente nube de la guerra sin fin. Este Israel de ahora da miedo.