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Elon Musk, presidente no electo y agente del caos

Elon Musk, presidente no electo y agente del caos

El viernes fue un día como otro cualquiera en la cuenta de X de Elon Musk, propietario de la red social antes conocida como Twitter. Con la ayuda de un algoritmo siempre listo para favorecer al dueño, sus casi 210 millones de seguidores ―a quienes ahora da la bienvenida la frase “El pueblo votó por una reforma del Gobierno a gran escala”― lo vieron pelearse con la extrema derecha racista por los visados con los que las empresas de Silicon Valley reclutan al empleo cualificado extranjero; recibieron una variada ración de mensajes de promoción de sus empresas, Tesla, SpaceX, Starlink y la propia X; escucharon la voz de alarma de un padre de 12 hijos sobre la caída de natalidad mundial y sus promesas de colonizar Marte; y vieron cómo este amplificaba el argumento de un negacionista de la covid con 327 seguidores que defendía el derecho estadounidense a comprar “armas”, “para evitar acabar encerrados en campos de concentración por un virus con un 99,9% de índice de supervivencia”.

Incluso en esta era de la hipernormalización del caos ―un tiempo en el que lo descabellado resulta de lo más cotidiano, y viceversa―, cuesta encajar que tras esa ráfaga de mensajes, esté no ya el hombre más rico del mundo, sino una de las personas más influyentes del planeta, así como un actor con un súbito poder político en Estados Unidos. Es el tipo que susurra a Donald Trump; un empresario con un gran ascendiente sobre la nueva Administración de la primera potencia mundial pese a que nadie votó por él en las urnas. Alguien cuyos críticos han empezado a llamar “Presidente Musk” para ver si así consiguen enfrentar a dos egos tan grandes que parecen condenados a estamparse el uno contra el otro antes o después.

De momento, la relación aguanta. El presidente electo se refirió a esos comentarios el domingo pasado en Phoenix (Arizona), durante uno de sus clásicos discursos largos e inconexos, en el que negó que temiera que Musk, que no se despega de él y prácticamente vive en Mar-a-Lago, residencia en Palm Beach de Trump, le vaya a quitar el puesto. Fue sorprendente en alguien que disfruta tanto poniéndose por encima de los demás que aportara una razón puramente práctica para desacreditar esos temores: Musk no lo hará, porque no puede. La ley lo impide. “No nació en Estados Unidos”, recordó Trump.

El ascenso en los círculos de influencia del nuevo inquilino de la Casa Blanca del dueño de X, que vino al mundo en Pretoria (Sudáfrica) hace 53 años, no pudo ser una sorpresa para los votantes del candidato republicano. Sabían que al reelegirlo estaban también aupando a Musk, que donó al menos 260 millones a la campaña de Trump. No solo creyeron en la capacidad de este de mejorar sus vidas a base de bajar los precios, recortar impuestos, expulsar a los migrantes irregulares y, en fin, devolver su grandeza a Estados Unidos (Make America Great Again, MAGA), también confiaron en la destreza de aquel para los negocios. Después de todo, su fortuna no deja de batir récords: este sábado alcanzaba los 450.000 millones de dólares (430.000 millones de euros) y doblaba a la del segundo en la lista, Jeff Bezos, presidente de Amazon.

Tal vez esos votantes no fueran conscientes de que entre las estrategias de éxito empresarial de Musk se cuenta el manejo del caos como un arma redentora, un manual que empezó a aplicar en Washington la semana pasada, cuando le bastó una serie de tuits para tumbar un acuerdo de ley alcanzado entre demócratas y republicanos que iba a evitar temporalmente la interrupción de la financiación del Gobierno. O quizá, como parte del descontento contra las élites que comparten, esos simpatizantes de Trump buscaban precisamente eso: alguien que haga saltar todo por los aires para comprobar cuánto queda en pie tras el cataclismo.

El lector de la biografía autorizada que publicó el año pasado Walter Isaacson ve a Musk hacer algo parecido a lo que hizo con Washington la semana pasada a golpe de tuit. En uno de los pasajes más reveladores del libro, el empresario echa, tras comprar Twitter en 2022 por 44.000 millones de dólares, al 75% de la plantilla (el caos) y después vuelve a contratar solo a aquellos que le convienen (la purificación). En otra parte del libro, el protagonista le cuenta al escritor que, al conocer a Trump en 2016, pensó que era “una especie de estafador”. Qué sucedió después para que haya cambiado tan radicalmente su opinión sobre el presidente electo es una pregunta que Isaacson no responde.

Destruir y reconstruir

“Todas sus empresas han pasado por este tipo de reestructuración traumática”, recordó esta semana en una entrevista telefónica el investigador del Institute for Policy Studies Chuck Collins, experto en desigualdad que predicó con el ejemplo: descendiente de la fortuna de Oscar Mayer, renunció a su herencia para dedicarse al estudio de las argucias de los multimillonarios estadounidenses para secuestrar el poder político. “Musk siempre dice que si echas a gente y la empresa sigue funcionando igual, entonces es que te has quedado corto despidiendo. Cree en hacer recortes profundos y luego reconstruir. Ese es su modelo de liderazgo”.

Y ahora parece listo para aplicarlo a la Administración estadounidense. Trump lo ha puesto, junto al también milmillonario Vivek Ramaswamy, al frente de algo llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). No forma parte del Ejecutivo. No tiene aún atribuciones claras, más allá del vago mandato de ahorrar dinero y adelgazar la Administración. Ni siquiera es una idea demasiado original: esfuerzos parecidos han obtenido escasos resultados desde la era Reagan.

Los planes de reducir el gasto público chocan además con las principales promesas de Trump: del recorte de impuestos a la deportación masiva de inmigrantes irregulares. Durante su primer mandato, la deuda de Estados Unidos sumó ocho billones de dólares, y la primera derrota de Trump 2.0 llegó durante la crisis del cierre de Gobierno de la semana pasada, cuando el presidente electo no pudo lograr que el Congreso votara para suspender el techo de gasto, algo que le habría permitido empezar cuanto antes con esos costosos proyectos.

Aquella crisis en directo sirvió para probar que Musk y Ramaswamy no lo tendrán fácil. La deuda pública estadounidense supera los 36 billones de dólares y las previsiones de la Oficina Presupuestaria del Congreso auguran que supondrá hacia 2054 el 166% del producto interior bruto (este año cierra con un récord del 99%). La pareja ha dicho que aspira a recortar dos billones de dólares en un sistema que gastó 6,7 billones en 2024. De esa mareante cantidad de dinero, 800.000 millones se fueron en partidas militares que muchos representantes republicanos no quieren tocar, porque esos contratos repercuten en la economía de sus distritos. La otra opción, también impopular, es meter tijera a las prestaciones sanitarias o los programas de cupones de alimento.

El amago de cierre del Gobierno permitió también descubrir que Musk tiene línea directa con un buen puñado de políticos republicanos, que no perdieron la oportunidad en sus apariciones televisivas de presumir de estar permanentemente al teléfono con él. Una parte del sueño americano es ganar mucho dinero, y la riqueza no es ajena a un sistema en el que al menos 50 congresistas tienen más de 10 millones de dólares en la cuenta del banco. Pero incluso así, la simbiosis entre esos políticos y el hombre más rico del mundo es “novedosa”, opinó este sábado en un correo electrónico el historiador de la Economía Jonathan Levy.

Levy es autor de Ages of American Capitalism (las eras del capitalismo estadounidense, 2021, sin traducción al español), una reveladora historia alternativa del país que llega hasta nuestros días, una época que empieza en 1980 y que el autor define como “del caos”, porque “el capital abandonó estructuras físicas fijas y se volvió más financiero, intangible, errático e inestable”. “Los estadounidenses han ensalzado a los empresarios y emprendedores durante décadas, incluidos a los de Silicon Valley, pero la intervención de Musk es mucho más descarada”, considera Levy. “Incluso antes de comprarlo, empleó Twitter para construir un apoyo popular propio. Su alianza pública y transparente con Trump tal vez no tenga precedentes en los anales de la política de este país”.

Durante el show en directo desde el Capitolio, el empresario recibió el apoyo de otros reputados agentes del caos, como el representante por Kentucky Rand Paul o Marjorie Taylor Greene (Georgia), que se unieron en una sugerencia de nombrar al dueño de Tesla speaker de la Cámara, broma que lo convertiría en la tercera autoridad del país. “Nada pondría más patas arriba la ciénaga que él”, dijo Paul, en referencia a la metáfora que equipara el sistema político de Washington con un lodazal.

No parece probable que algo así vaya a suceder. Musk, que no cobrará por su trabajo al frente de DOGE, ha dejado claro que no quiere convertirse en un funcionario. Se lo ve cómodo en lo que Collins llama “el movimiento del oligarca definitivo”. Esto es: “el descarado ejercicio del poder de la riqueza para moldear la cultura a su antojo”. “No es la primera vez que sucede, pero sí es inédita la velocidad con la que ha pasado de acumular su fortuna a consolidar su influencia política”.

El cohete Falcon 9, de la misión Polaris Dawn de SpaceX, despega desde el Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Cabo Cañaveral (Florida), el 10 de septiembre. Joe Raedle (Getty Images)

Ese poder le está llevando a acumular más riqueza, que ha duplicado desde las elecciones. El precio de las acciones de Tesla ha subido un 90%, pese a que sus ventas se han estancado, porque Wall Street confía mucho en la la influencia de Musk en Washington para afianzar la implantación de los coches eléctricos y avanzar en la legislación sobre conducción autónoma. Y los analistas dan por descontado que SpaceX, que ya se ha hecho cargo de algunas de las funciones básicas de la NASA, se beneficiará de la proximidad de su dueño a la Casa Blanca.

La gran pregunta, por tanto, no es si Musk sacará beneficio de su asociación con el presidente electo, sino cuánto durará la luna de miel entre ambos, teniendo en cuenta lo poco que a este le han gustado tradicionalmente quienes le hacen sombra. “Es difícil creer que ambos egos puedan compartir el mismo escenario durante mucho tiempo”, dice Levy. Collins recuerda que al menos los intereses empresariales del magnate inmobiliario y el titán de la astronáutica, el automóvil, los medios y las telecomunicaciones, entre otros negocios, no se cruzan, y eso podría contribuir a la paz, aunque no descarta que “se produzcan luchas de gladiadores entre milmillonarios”.

Esa idea remite al influyente ensayo Final de partida (Debate, 2024), de Peter Turchin, que se hizo famoso por pronosticar en 2010 que Europa y Estados Unidos estaban entrando en una época de creciente inestabilidad, cuyo pico fijó en torno a 2020. En él, Turchin describe una sociedad depauperada por la succión de la riqueza de los que más tienen y unas élites superpobladas pelean entre sí por el poder ante unas clases airadas que optan por los disruptores como Trump. Turchin, que no suele temer abrazar el pensamiento apocalíptico, definió recientemente las elecciones del pasado noviembre como “una revolución no sangrienta en la que las élites gobernantes [el Partido Demócrata] fueron desalojadas por las contraélites [Musk y Trump]”.

En ese escenario de enfrentamientos latentes, también se admiten apuestas sobre la duración del idilio entre el ala más dura del trumpismo, predominantemente blanco y puramente nacionalista, y el tándem formado por Ramaswamy, inmigrante indio de primera generación, y Musk, más un libertario iconoclasta que un conservador al uso. La primera escaramuza estalló por Navidad en Internet. El detonante fue el nombramiento del indio Sriram Krishnan como consejero de la Casa Blanca en materia de Inteligencia Artificial, un puesto no especialmente relevante. Ese fichaje llevó a una defensa de ambos milmillonarios de los visados (H-1B) de los que las empresas tecnológicas se sirven para reclutar empleados ―como, en los noventa, el propio Musk― ante los ataques de Laura Loomer y otras personalidades de la extrema derecha racista, que consideran que algo así iría en contra de los intereses de los trabajadores nacionales y de la cruzada antiinmigración Trump.

El asunto derivó en un resbaladizo debate sobre si los valores de la cultura estadounidense favorecen o no la educación de los mejores ingenieros, sobre la libertad de expresión en internet y sobre la influencia de Silicon Valley en el nuevo Gobierno. Obviamente, Musk y su gusto por el humor adolescente no quisieron perderse lo que algunos medios tradicionales de Washington definieron, tal vez proyectando demasiado pronto sus propios deseos, como la “guerra civil” del trumpismo. El dueño de SpaceX llamó el viernes, un día como otro cualquiera en su cuenta de X, “estúpidos despreciables deben ser eliminados de raíz del Partido Republicano” a Loomer y el resto de quienes le llevaban la contraria desde los extremos del movimiento MAGA. Trump, cosa rara en él, permaneció en silencio en mitad del ruido y la furia hasta el sábado por la noche, cuando le dijo al New York Post que “siempre” le han gustado los visados. La declaración sirvió, de paso, para confirmar que su idilio con Elon Musk continúa.

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