El berrinche de Trump por el Canal de Panamá
La manía de Donald J. Trump con el Canal de Panamá viene de atrás. Precede en lustros a sus recientes arrebatos contra el “alto costo” que pagan los barcos que lo transitan o al señalamiento de que los chinos lo controlan.
En 2011, el empresario buscó por primera vez la nominación presidencial participando en las primarias del partido Republicano. Era uno más dentro de la decena de precandidatos en una competencia que ganó Mitt Romney, el senador de Utah que trató de frenar la reelección de Barak Obama.
La candidatura de Trump, que según las encuestas de la época estaba en el fondo de la intención de voto, alzó vuelo cuando se amarró del bulo que lo catapultó: acusó a Obama de no haber nacido en Estados Unidos. En marzo de ese año, en una entrevista en la cadena ABC, aseguró que no era americano de nacimiento y, por ende, no podía ser candidato y mucho menos presidente. Ese mismo mes denunció, esta vez en CNN, que devolver la administración del canal a Panamá había sido una estupidez ya que Estados Unidos “no había recibido nada a cambio”, que había sido un pésimo negocio y que los americanos fueron estafados.
Sus temerarias acusaciones, la de un presidente nacido en África y la de un país minúsculo sacándole provecho a la potencia americana, cautivaron a tal punto al voto más extremo de la derecha republicana que Trump ascendió al tercer puesto en las encuestas. Ya para mayo, sin embargo, su candidatura se desplomaba. El presidente Obama, quien había guardado silencio antes semejantes falsedades, cargadas de tintes racistas, al ver que el bulo empezaba a calar en el electorado decidió publicar una copia de su certificado de nacimiento.
Aquellas primeras teorías conspirativas diseminadas en 2011, que sirvieron para lanzar su carrera política, evidentemente cayeron en terreno fértil. Ese año Trump visitó Panamá. El país era tan atractivo que inauguró el primero de sus hoteles en el extranjero. “Creo que el hotel es verdaderamente magnífico”, dijo Trump durante la apertura del edificio de 70 plantas en la capital del país que justo había acusado de sacar ventaja del suyo. Muy en su estilo, se vanaglorió de que las reservas estaban ya por las nubes. “Todos quieren estar aquí y realmente va a ser un éxito tremendo.”
La extinción de la “Zona del Canal”, el traspaso de la administración de la vía interoceánica y el cierre de las bases militares que operaban en el istmo panameño, no solo constituyeron un acto de justicia y el fin de uno de los capítulos más oscuros del imperialismo americano, sino que representaron uno de los triunfos más sonados de la diplomacia moderna y del derecho internacional.
Así, se zanjó una controversia centenaria y se forjó una alianza para garantizar un canal abierto al comercio mundial. El Tratado Concerniente a la Neutralidad y Funcionamiento del Canal de Panamá es el instrumento jurídico vigente entre ambas naciones. A él se han adherido más de 40 países, incluyendo las potencias europeas, Rusia, Japón y Latinoamérica. Mediante el mismo, se declaró la neutralidad del Canal para que, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, éste permanezca abierto al tránsito pacifico de las naves de todas las naciones en términos de entera igualdad, “de modo que no haya contra ninguna nación discriminación concerniente a las condiciones o costes del tránsito”.
Las exigencias de rebajas en el peaje a favor de los Estados Unidos hechas por el presidente electo contradicen frontalmente el tratado con el que su país se comprometió con la comunidad internacional y que fue ratificado con el voto favorable de dos terceras partes del Senado de aquel entonces.
Panamá apenas había terminado de tomar control total del canal cuando inició un ambicioso programa de modernización y ampliación del mismo. La megaobra concluida en 2016 por Panamá es, en términos prácticos, un segundo canal, aumentando significativamente el número y tamaño de los navíos que pasan por él. 13.000 naves cruzan anualmente la vía acuática, de todas las banderas del mundo, conectando 1.920 puertos.
Y sí, el 74% de la carga que atraviesa el istmo de Panamá tiene como origen o destino los Estados Unidos. En un muy distante segundo lugar le siguen las naves que zarpan o vuelven a China, luego las de Japón, Corea del Sur y Chile. Un canal gerenciado por trabajadores y pilotos panameños, en tierras panameñas, para cuyo abastecimiento se han dispuesto gigantescas reservas naturales que garantizan los 200 millones de litros de agua dulce que consume cada tránsito.
Hablando de plata, es cierto que Estados Unidos financió la construcción del Canal, y que su ingenio logró vencer los enormes desafíos de partir en dos el istmo, y que la obra acarreó la trágica muerte de miles de personas, no los “58.000 americanos” como dice el presidente electo, sino unos 6.000, que en su inmensa mayoría fueron afroantillanos importados para la obra, no estadounidenses. También es cierto, sin embargo, que durante los 85 años que operó el canal bajo el control estadounidense su inversión la recuperó con creces, pagando una mísera anualidad a Panamá, y ni hablar de las ventajas militares que su dominio le confirió en su camino a convertirse en la gran potencia militar del siglo XX.
¿Qué busca el próximo líder de Estados Unidos con esta rabieta? Imposible saberlo con certeza. Panamá cumplirá 25 años en control del canal, enfrentando los desafíos del cambio climático de la misma forma que lo hizo con el proyecto de ampliación, con tarifas que garanticen su adecuado mantenimiento, una operación eficiente, la preservación de las fuentes de agua y una justa retribución a sus dueños, los panameños, a pesar de las rabietas del nuevo mandatario. Es que así lo acordaron ambos países, cuando todavía la cordura tenía alguna cabida entre naciones amigas.