Los activistas contra la pena de muerte piden a Biden que amplíe su clemencia antes de que Trump cumpla su promesa de ejecutar “con vigor“
Las organizaciones contra la pena de muerte en Estados Unidos recibieron el lunes pasado un regalo presidencial sin precedentes a tiempo para celebrar la Navidad. En una de sus últimas decisiones como inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden anunció que conmutaba la pena capital a 37 de los 40 presos condenados por delitos federales. Esos 37 hombres, sobre los que pesan asesinatos cometidos entre 1993 y 2019, pasan a cumplir cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional (LWOPP son sus siglas en inglés). Es decir: seguirán muriendo entre rejas, pero no ejecutados por las autoridades, como hacía prever la llegada al Despacho Oval, de Donald Trump. Durante su campaña, Trump prometió agilizar la aplicación de la pena de muerte y ampliarla a los traficantes de drogas y de personas y a los delitos de abuso de menores.
El movimiento abolicionista sigue presionando para que la clemencia alcance a los tres reos cuyas penas no conmutó Biden, en virtud de la gravedad de sus crímenes. Se trata de Robert D. Bowers, de 52 años, que en 2018 asesinó a 11 miembros en una sinagoga en Pittsburgh; Dzhokhar Trarnaev, de 31, uno de los dos hermanos responsables de un atentado en el Maratón de Boston de 2013 (tres muertos); y Dylan Roof, de 30, supremacista blanco que acabó en 2015 con la vida de nueve personas en una iglesia afroamericana en Carolina del Sur. La reverenda Sharon Risher, cuya madre y dos primos murieron a manos de Roof, lamenta que la pena de este no haya sido conmutada. “Necesito que el presidente entienda que cuando se pone a un asesino en el corredor de la muerte, también se arroja a las familias de sus víctimas a un limbo, con la falsa promesa de que debemos esperar hasta que haya una ejecución antes de que podamos comenzar a sanar”.
Además de esos tres casos, el objetivo es ahora lograr que Biden haga algo por “los de los cuatro condenados en el corredor de la muerte militar”, explicó este miércoles en una entrevista por correo electrónico Abe Bonowitz, codirector del grupo abolicionista Death Penalty Action y una de las voces más destacadas del movimiento. “Nos oponemos a la pena capital en todos los supuestos, porque es una política pública fallida desde cualquier punto de vista”, añadió. Además de los condenados por delitos federales, se calcula que hay al menos 2.180 reos esperando su ejecución en los 27 de los 50 Estados en los que la pena de muerte es legal.
Bonowitz, que llevaba meses trabajando para forzar la clemencia de Biden en previsión de la victoria electoral de Trump, exige al presidente saliente que no dé a su sucesor, alguien que “idolatra a los dictadores y disfruta con esa clase de poder”, “la capacidad de ejecutar a nadie”. El martes, este dijo que perseguirá su aplicación “con vigor”. Al final de su primera presidencia, hizo uso de ese poder, cuando ordenó el ajusticiamiento de 13 internos de la prisión de Terre Haute (Indiana), que alberga el corredor de la muerte federal. Desde 1976, solo con otro presidente, George Bush hijo (2001-2009), se produjeron ejecuciones en ese lugar: tres en total.
La pena de muerte es uno de los puntos que trata el voluminoso documento Project 2025. Escrito por unos 400 expertos conservadores, en él se detalla una posible bitácora para la segunda presidencia de Trump, quien, durante la campaña, trató de desvincularse de esas ideas, pese a las abundantes evidencias de su conexión ideológica y orgánica con el proyecto. En la página 554, se recoge el mandato de “hacer todo lo posible para ejecutar los 44 presos que actualmente se encuentran en el corredor de la muerte federal”.
Varias personas implicadas en el movimiento abolicionista consultadas esta semana también lamentaron la decisión de Biden de conmutar las penas por cadenas perpetuas sin posibilidad de revisión. Esos activistas se refieren a la LWOPP como una “sentencia a morir por encarcelamiento”, algo que, en el castellano popular cuenta con su propia y gráfica expresión: pudrirse en la cárcel. Se calcula que hay unas 5.000 personas en esa situación en las prisiones de Estados Unidos, cuyo sistema penal prima el castigo sobre la rehabilitación.
Los condenados a la pena capital que defienden su inocencia prefieren que sus penas no se conmuten por cadena perpetua sin libertad condicional. Al menos, el largo y tortuoso proceso que separa a un condenado a muerte de su ejecución contempla años, casi siempre décadas, de revisiones de sus casos en las diferentes instancias judiciales hasta llegar al Tribunal Supremo.
200 indultos
La penúltima demostración de por qué son importantes esas segundas oportunidades llegó en junio pasado, cuando Estados Unidos batió una sombría marca con el indulto a Larry Roberts. Roberts estaba en el corredor de la muerte por el asesinato a cuchilladas en 1983 de otro preso y de un guardia de una prisión de California, crímenes, que, al fin quedó demostrado, nunca cometió. Su perdón lo convirtió en el condenado a muerte número 200 al que las autoridades han exonerado desde que el Tribunal Supremo reinstauró la pena capital con una polémica sentencia de 1972. Desde entonces, se calcula que al menos 1.605 personas han sido ejecutadas en el país, toda una rareza en Occidente.
En el lote de 37 indultados por Biden, hay muertes relacionadas con el tráfico de drogas, nueve condenados por matar a otros presos, un marine acusado de acabar con la vida de un compañero de filas y asesinos que cometieron sus delitos en territorio propiedad del Gobierno federal. También hay, indica Bonowitz, “varios [reos] con creíbles reivindicaciones de inocencia, incluida la de Billie Allen”. Amnistía internacional (AI) recolectó 100.000 firmas para la conmutación de la pena por un crimen que niega haber cometido. “Su caso”, según AI, “plantea serias preocupaciones sobre prejuicios raciales [en la composición del jurado], su corta edad en ese momento [tenía 18 años] y la falta de pruebas que lo vinculan con el delito”. Allen está acusado de haber participado junto a Norris Holder, otro preso cuya pena ha sido conmutada, en un atraco a un banco de San Luis (Misuri) durante el que un guarda murió a balazos. Holder lo planeó para conseguir dinero para comprar una prótesis para su pierna, que perdió en un accidente de tren.
La decisión de esta semana, fruto de la presión de organizaciones en defensa de los derechos civiles y de diversos líderes y congregaciones religiosas, con el papa Francisco a la cabeza, señala también la evolución con respecto a la pena capital de Biden, que en enero pone fin a más de medio siglo de carrera política en Washington. Durante una buena parte de su trayectoria, fue un acérrimo “defensor de la pena de muerte”, y firmó una ley que aumentaba los supuestos a los que aplicarla. En un vídeo de 1994 que ha resurgido estos días, se lo puede ver en el Senado definirse como tal y defender con una energía de otra época la mano dura contra el crimen. En 2020, hizo campaña con la promesa de acabar con la pena capital durante su presidencia. No la cumplió, pero sí ordenó al Departamento de Justicia una moratoria en las ejecuciones en el ámbito federal.
En 2024, los Estados ejecutaron a 25 presos, uno más que en 2023. Se trata del décimo año consecutivo en el que el número baja de los 30, y son cifras que están muy lejos de la época dorada de la pena capital en Estados Unidos, que coincidieron con el cambio de siglo: el récord se batió en 1999, con 98 ejecuciones. Bonowitz señala, sin embargo, una tendencia “preocupante”: “Hemos visto Estados que han reanudado la práctica con prisioneros que agotaron todas sus apelaciones”. Es el caso de Indiana, que mató este mes por primera vez en 15 años. También se han ensayado nuevos métodos, como la asfixia por nitrógeno, un invento de Alabama, y se han resucitado otros, como el pelotón de fusilamiento, para sortear las dificultades de las autoridades para aprovisionarse de los fármacos necesarios para la inyección letal. La silla eléctrica, cuya popularidad decayó en los noventa por motivos humanitarios, sigue siendo una opción en siete Estados.
“Aún queda mucho por hacer, incluso cuando la opinión pública sobre este tema está en su punto más bajo”, advierte Bonowitz. Según la encuestadora Gallup, el apoyo a la pena capital es, con un 53%, el más bajo en cinco décadas. Ese reparto proporcional se invierte entre los ciudadanos entre 18 y 43 años, franja en la que más de la mitad se opone a ella. El apoyo a la pena de muerte alcanzó su tope en 1994, cuando el 80% de los estadounidenses se expresaban a favor de su aplicación.