Los jóvenes de China buscan en Tokio todos los debates prohibidos en Pekín
Tercera planta de un estrecho edificio de color crema en un barrio universitario de Tokio. Los zapatos se apilan en la puerta. La estancia enmoquetada recuerda vagamente a una academia. Se ha llenado de gente: estudiantes, artistas, profesores, abogados. Son unas tres decenas, sentados como en una clase. La mayoría muy jóvenes. Todos chinos. También lo es quien imparte la charla telemática desde Estados Unidos: Li Sipan, una conocida periodista y activista del movimiento feminista en China. Su rostro llena la pantalla al fondo de la sala. La conferencia se titula El movimiento de los derechos de las mujeres, el Estado y los medios.
Es sábado, tres de la tarde, finales de octubre. Li recorre varias décadas de lucha feminista en la República Popular. Menciona chispazos de avances, golpes y retrocesos. Aporta datos: los ingresos medios de las mujeres en China son el 67,3% de los de hombres en las ciudades; se hunden hasta el 56% en el entorno rural. Citas: “El movimiento en sí se construye a través de la comunicación y la práctica, y el discurso en los medios da forma al proceso”. Hechos históricos: la Conferencia Mundial de Mujeres celebrada en Pekín en 1995 fue un episodio clave que introdujo el concepto de ONG en China. Habla también de personas condenadas, como Huang Xueqin, periodista y activista del movimiento Me Too en China, arrestada en 2021 y condenada en junio a cinco años de prisión por incitar a la subversión contra el poder del Estado. Su foto irradia vida en la imagen que proyecta a la audiencia: media melena, camisa blanca, media sonrisa, sujeta con ambas manos la cámara, no debe de tener más de 30 años. Entre otras cosas, se le acusó de haber organizado reuniones similares a esta: gente corriente tejiendo una red de contactos e ideas.
En China cualquier disidencia civil que pueda suponer una amenaza al control del Partido Comunista es perseguida. En Japón, en cambio, un creciente aluvión de chinos emigrados ha comenzado a juntarse en busca de espacios donde discutir en libertad temas habitualmente prohibidos en su país de origen.
Muchos de ellos han llegado en los últimos años al calor de un fenómeno conocido como “run” en China: el nombre deriva del carácter 润 (pronunciado rùn), que significa “beneficio”, pero suena como “correr” en inglés. Estos juegos de palabras son habituales en las hipervigiladas redes sociales chinas para discutir temas sensibles. Se popularizó durante lo más duro de la pandemia; un nombre en clave para hablar de emigrar.
Entre quienes han abandonado el país no hay un patrón único: están los millonarios que se han establecido en Singapur y también quienes se aventuran rumbo a Estados Unidos a través del peligroso paso del Darién. Japón es uno de los destinos más populares. Los chinos son, con diferencia, la nacionalidad a la que más visados otorgan las autoridades de Tokio. En 2023, alcanzaron los 822.000 residentes en el archipiélago, un máximo histórico. Llegan grandes inversores que han catapultado los precios de la vivienda. Y muchos jóvenes de clase media con argumentos que mezclan los encierros de la covid, la presión económica, la asfixia política.
Son gente como esta mujer que pide ser identificada como Sven, 31 años, mechones de pelo teñidos de rojo; ha alzado la mano en el turno de intervenciones y animado a las otras asistentes a participar, porque la mayoría de las preguntas las han hecho hombres. “Las mujeres tienen que hablar y dar un paso adelante”. La sala estalla en aplausos. Sven trabajaba en marketing en Shanghái. Los durísimos confinamientos en la megalópolis financiera le hicieron valorar largarse de China. Llegó a Tokio en julio. Estudia japonés en una academia de lenguas. Y se ha metido de lleno en este movimiento de emigrados y feminismo.
A la charla ha acudido junto a otra mujer que responde al nombre de Annie, 32 años. Su caso es algo distinto. También china, lleva una década en Tokio. Trabaja en una agencia de viajes. Ahora pretende regresar a la universidad, para ampliar sus estudios sobre el feminismo y el Me Too en China. Cuenta cómo comenzó a frecuentar a compatriotas gracias a un club de lectura llamado Ella y su historia al que acudió en abril en One Way Street, una librería con el nombre de un volumen de Walter Benjamin ubicada en el elegante distrito de Ginza.
La tienda la abrió el año pasado un intelectual chino llamado Xu Zhiyuan, que ya contaba con librerías en la República Popular. La pandemia le dejó atrapado en Tokio, y, en parte, abrió el local influido por la experiencia de personajes históricos como Liang Qichao, uno de los grandes pensadores de la China moderna, que se exilió en Japón tras un intento fallido de derrocar el régimen imperial a finales del siglo XIX. Allí entró en contacto con nuevas ideas: esa es la mezcla a la que aspira Xu, según contaba en un reciente reportaje en The New Yorker. En un año, añadía el texto, la librería ya había organizado más de un centenar de eventos sobre todo tipo de temas.
Annie se adentró de pronto en este ecosistema impulsado por charlas, quedadas y encuentros en distintos puntos de Tokio. Ven películas, comentan libros y textos académicos, juegan, hacen nuevas amistades, practican inglés. Se congregan a través de grupos en redes sociales. Participan en eventos internacionales, con más de 300 asistentes vinculados a una plataforma llamada Seahorse Planet. Y sus contactos se han ido expandiendo más allá: de Alemania a Estados Unidos.
Lo cuenta Annie ―prefiere no dar más señas: con el nombre real “quizá sea fácil encontrarnos, ya sabes”― un día después de la charla feminista mientras sorbe un café. Viste una sudadera negra. Lleva el pelo cortado de forma sobria, a la altura del cuello. Dice ser un producto de la política del hijo único: sus padres la tuvieron a ella, pero en realidad deseaban un varón. “A mi padre no le gusto”. De pequeña, cuando vivía en Pekín, le pegaba con frecuencia. Fue educada como un niño. Ha dejado huella en su carácter. Conversar con ella es extraño porque es una china que dice cosas muy alejadas de lo que uno suele escuchar en su país: “Xi Jinping es una copia de Mao. Quiere ser el líder chino hasta el final de su vida”. Cuenta que, entre los compatriotas emigrados, ha conocido a muchas artistas: “El ambiente en China no es bueno para crear. El Gobierno controla todo el pensamiento. No puedes salirte de la línea marcada. Sucede igual que con los derechos de la mujer: no puedes decir este tipo de cosas en China”.
El espacio donde ha tenido lugar la charla se llama Foro de las humanidades de Tokio, cuenta con una biblioteca con volúmenes sobre el proceso de transición política en China, y está decorado con fotos de activistas y disidentes encarcelados por las autoridades de Pekín; varios de ellos son abogados de los derechos civiles y políticos contra los que el Gobierno emprendió una dura cruzada en 2015, cuando arrestó, interrogó y encarceló a más de 300 personas.
Li Jinxing, el fundador del local, es amigo de muchos de ellos. Él también ejercía como abogado en China y estaba bajo el radar policial. Vivir allí se volvió peligroso. Ha enmudecido y se le ha hecho un nudo en la garganta al ser preguntado por su nueva vida en Tokio. Se mudó en 2022. Lo hizo, dice, por su mujer y sus dos hijos pequeños. Es muy probable que de seguir en China ahora estaría entre rejas. Las lágrimas le ruedan por las mejillas. La amargura del exilio. Cuando logra recomponerse, dice: “Como abogado, Pekín es mi campo de batalla. Irme de allí, dejar atrás a todos mis amigos, es muy doloroso”. Recuerda a Xu Zhiyong, cuya salud es muy frágil después de una huelga de hambre en prisión; a Gao Zhisheng, de quien no se sabe nada desde que fue detenido en 2017.
Li decidió montar este lugar de encuentro con una intención política. El tipo de reuniones que se cuecen aquí están prohibidas en la República Popular. Entre las charlas que organiza, además de las de feminismo, destaca un ciclo titulado Reconstruyendo China en Tokio, en el que se echa la vista atrás, al pasado siglo, y se habla del citado Liang Qichao y de otros intelectuales chinos refugiados en Tokio entonces, para proyectar su mirada hacia el presente. Las conexiones entre estas dos épocas son reales, defiende Li. “Hay una profunda insatisfacción con la situación en China. Y la gente está pidiendo cambios. Pero hay muy poca posibilidad de hacerlo desde dentro. Así que la gente viene a Tokio”. La diferencia, reconoce, es que los reformadores del pasado eran curtidos revolucionarios, mientras que, quienes llegan ahora a Japón, lo hacen por motivos muy diversos, y muy pocos vienen con ínfulas de revolución. La mayoría tampoco se enfrentan a un peligro específico, sino a una sensación vaga de inseguridad que les empuja a buscar un sitio mejor. “Es más la falta de perspectivas que la situación política”.
El abogado dice que, al llegar a Japón, primero quiso buscar a compatriotas para que sus hijos tuvieran con quien jugar. Enseguida le sorprendió cómo sus conciudadanos, a pesar de estar ya lejos del control del Gobierno, seguían teniendo miedo a discutir públicamente sobre asuntos sociales, económicos, sobre cultura. Arrancó el proyecto en octubre de 2023: “Creo que es muy importante que estas personas tomen conciencia de la vida pública y tengan una plataforma para debatir”, dice. “Es como una pequeña terapia para abrir sus bocas”. Li cree que de cara a un eventual proceso democrático es necesaria la existencia de una sociedad civil. A eso aspira en Tokio: a forjar, encuentro a encuentro, ese tejido para devolverlo a su país.
“¿Cómo podemos ayudar a que la gente en China sepa más sobre los derechos de la mujer?”, preguntaba Annie durante la charla de feminismo. El camino, le respondió la activista, es zigzagueante.