El Asad, el epílogo de lo malo conocido
Presidente por accidente, ha emprendido el mismo indigno camino que siguió el primer presidente depuesto al despuntar la Primavera Árabe, en 2011. Ha abandonado Damasco en la madrugada de este domingo, presumiblemente cargado con los ingentes bienes acaparados por su familia tras medio siglo de dinastía baazista. Pero si Zin el Abidín Ben Alí huyó de Túnez tras unas pocas semanas de revueltas que se saldaron con algo más de tres centenares de muertos, Bachar el Asad, nacido en 1965, solo ha escapado de Siria al cabo de casi 14 años de guerra civil, activa o larvada, que se han cobrado medio millón de muertos, el desarraigo de más de la mitad de la población, y que dejan décadas de ruina para Siria.
Algunos de sus biógrafos apuntan a que, aquejado del síndrome del segundón que releva al primogénito al frente del clan por un vuelco del destino, el doctor Asad, un aparente hombre normal, se esforzó en ser el más sanguinario y despótico para seguir aferrado al poder por miedo a acabar encarcelado, como el egipcio Hosni Mubarak, o tiroteado junto a un desagüe, como el libio Muamar el Gadafi. Ha terminado recibiendo asilo en Moscú por la puerta falsa.
El accidente de tráfico mortal sufrido hace tres décadas por su hermano mayor, Basel, heredero del clan fundado por su padre, Hafez el Asad, le privó de una plácida vida en Londres, donde se formaba como médico oftalmólogo y había conocido a Salma, economista de origen sirio, con la que se casó años más tarde. Se vio obligado a regresar a Damasco para completar la carrera militar y habituarse al manejo de las riendas del poder que su progenitor le legó tras su muerte en el año 2000. En 2021, con oficialmente el 95% de los votos de un país roto tras un decenio de guerra, revalidó un cuarto mandato que ya no completará.
Al comienzo de su presidencia en una república hereditaria emitió señales reformistas y toleró una cierta libertad de asociación y de prensa, en un intento por distinguirse del régimen de mano dura de su padre, que en 1982 aplastó una revuelta islamista en la ciudad de Hama (centro) con más de 20.000 muertes y miles de heridos. Pero pronto los mensajes de cambio de Bachar el Asad se diluyeron en la rutina de la represión interna, mientras intentaba hacerse un nombre como estadista explorando vías diplomáticas con Turquía, e incluso con Israel, al mismo tiempo que apuntalaba alianzas en el mundo islámico chií con Irán y el partido-milicia Hezbolá libanés, y consolidaba la cooperación militar con Rusia. Para promocionar en el exterior una imagen de líder modernizador, en esa época prodigaba las entrevistas con medios internacionales, entre ellos EL PAÍS.
—¿Dónde se ve usted a sí mismo en 10 años?, se le preguntaba en la última que concedió a este diario, a comienzos de 2016, ya en plena guerra.
— “Después de 10 años, quiero haber sido capaz de salvar a Siria”, replicó el mandatario.
En aquel momento, los principales servicios de inteligencia aún dudaban de que El Asad fuera a permanecer mucho más tiempo en el poder. Rusia acababa de desplegarse en Siria en apoyo de su aliado y, en especial, para proteger sus intereses militares en las bases de Tartús y Latakia, en la costa mediterránea. Con la ayuda de Moscú y de Irán, y de los miles de combatientes de Hezbolá, junto con algunos pelotones chiíes iraníes y afganos, el régimen del presidente sirio salió a flote.
En un par de años recuperó el control sobre la llamada Siria útil —las grandes ciudades, los valles agrícolas y los yacimientos de petróleo— y dejó para sus variopintos enemigos el noreste: a los kurdos; el desierto central: a grupos residuales yihadistas; y el norte: a los rebeldes islamistas aliados de Turquía, así como a antiguos miembros de Al Qaeda y otros insurgentes integristas expulsados de sus feudos, y que resistieron sus embates en Idlib (noroeste).
Detonante del conflicto
Desde este último gran reducto de la oposición partió la ofensiva relámpago que le ha echado por tierra su augurio de supervivencia de 2016. De poco le sirvió la represión que ha ejercido mediante una poderosa mujabarat o policía política, que no dudó en torturar a unos menores que habían pintado en marzo de 2011 en una tapia en Deraa (sur) que su hora ya había llegado, tras la caída de Ben Alí y Mubarak. Ese fue precisamente el detonante de la Primavera Árabe en Siria, un estallido que ahora parece concluir con el país útil en manos de unas milicias islamistas que se presentan como las más poderosas. Bombardeos sistemáticos de población civil con barriles explosivos y ataques puntuales con armas químicas han marcado un conflicto cuyas consecuencias perseguirán, sin embargo, para siempre a El Asad y su régimen por crímenes de guerra.
La comunidad internacional —a pesar de los fallidos intentos de buscar una salida política en las negociaciones entre Gobierno y oposición auspiciadas por Naciones Unidas en Ginebra— ha contemplado desde lejos la contienda civil siria. Un conflicto interminable que se convirtió en escenario del choque entre potencias globales y regionales, en una representación a escala de una nueva guerra mundial. En un gesto desesperado, el presidente sirio liberó en 2014 a miles de presos yihadistas y dejó sin vigilancia la frontera con Irak para que el ISIS pudiera constituirse como Estado Islámico territorial en un nuevo califato que se extendía a caballo de ambos países.
La estratagema surtió efecto, y El Asad pasó a ser considerado como un mal menor —lo malo conocido—, frente a una amenaza salafista radical con ramificaciones que golpeaban con atentados en otras partes del mundo y sembraron el terror desde París a Estambul. Desde Damasco, vio complacido cómo las grandes potencias concentraban su potencia de fuego contra el ISIS, mientras las líneas de los rebeldes se desmoronaban, salvo en Idlib y la zona kurda.
La pandemia abrió un paréntesis que pareció estabilizar los frentes hasta este mismo mes. Y aunque la Liga Árabe y otras instancias internacionales habían vuelto a abrir la puerta al mandatario, el mundo ha acabado lavándose las manos y desentendiéndose del destino de Siria. Los mismos servicios de inteligencia, desde el Mosad a la CIA, que predecían su rápida caída hace una década, no han sido capaces de anticipar ahora su fulminante derrota. El Asad no solo ha perdido el poder, también ha arruinado el futuro de un Estado clave en Oriente Próximo. Queda fracturado en manos de enemigos que solo compartían la lucha contra su régimen.