Lecciones desde Rumania
Han tenido que pasar ocho años desde que la alargada sombra de Rusia se proyectara por primera vez, de forma notoria, en unas elecciones occidentales. Ocho años desde que, en 2016, Donald Trump accediera a la presidencia de EE UU impulsado por una fontanería digital que distribuyó discursos de odio y bulos en publicaciones que llegaron hasta los móviles del último rincón de la América profunda gracias a los anuncios microsegmentados de Facebook. Putin no andaba lejos. La imponente maquinaria rusa de desinformación, por su parte, regó la campaña estadounidense de publicaciones procedentes de cuentas falsas. Un ejemplo: desde San Petersburgo, un grupo de trols creó el grupo de Facebook “Corazón de Texas” con el que consiguieron que varias decenas de ciudadanos de Houston, al otro lado del mundo, acudieran a una manifestación en el centro de la ciudad en protesta por la excesiva islamización de la urbe.
Han tenido que pasar ocho años de procesos electorales en Occidente en los que hemos visto repetirse un patrón similar: el uso creciente y cada vez más sofisticado de la desinformación y las campañas de odio en favor de candidatos ultras o antisistema junto a episodios de injerencia rusa, en mayor o menor escala, en los procesos electorales europeos. Macron sabe algo de esto. En 2017, Putin ordenó que piratearan los correos electrónicos de su equipo de campaña, llenó las redes de proclamas en favor de Marine Le Pen, lanzó desde Twitter revelaciones sobre una supuesta homosexualidad del candidato y alimentó el bulo de un caso de corrupción que no existía. Una de las primeras medidas del nuevo presidente francés fue retirar la acreditación de prensa a las cadenas RT y Sputnik, correas de transmisión valiosas de la desinformación rusa.
Han tenido que pasar ocho años de moderación de contenido político por parte de las redes sociales para confirmar una vez más que, como nos dice el caso de TikTok en Rumania, las normas que las plataformas dicen seguir en campaña electoral siempre se quedan cortas. En la era de las redes sociales los periodos electorales no existen, la campaña es continua y discurre con narrativas y protagonistas que escapan del radar de las propias redes sociales y de los reguladores oficiales. De nada sirve supervisar en campaña las publicaciones de los candidatos y de los partidos políticos cuando son otros actores, influencers, perfiles anónimos o cuentas no oficiales los que, antes, durante y después, ocupan el espacio de las redes en busca de una comunidad de seguidores para una determinada opción ideológica. Es un trabajo de largo aliento y muy productivo gracias a la efervescencia viral de TikTok, como atestiguan en España un neofranquismo de redes o el éxito de Alvise Pérez.
Las plataformas parecen desbordadas ante un aluvión de publicaciones que se salen del marco al mezclar política, humor, mentiras, música o entretenimiento. Los poderes públicos, con normativas obsoletas, suelen optar por quedarse al margen. No ha sido así en el caso de Rumania, cuyos magistrados del Tribunal Constitucional han tirado del freno de mano ante la envergadura de la operación en TikTok en favor del candidato prorruso, Calin Georgescu. Para los jueces rumanos, la campaña presidencial había dejado de jugarse en igualdad de condiciones. Es exactamente lo que sucede, sin consecuencias, en los numerosos países donde unos partidos respetan las reglas del juego democrático y las fuerzas ultras conquistan el poder amparadas en la opacidad y el desconocimiento generalizado de las técnicas del fango digital. El mensaje de los magistrados rumanos es tan firme como alentador: no puede haber dos terrenos de juego para la política con distintas normas. Es posible, por tanto, combatir con la ley en la mano esta amenaza para las democracias del mundo.