Los pueblos cristianos aplauden el despliegue del ejército de Líbano en el sur para controlar a Hezbolá
Casi dos meses separan dos momentos importantes en la localidad libanesa de Qlayaa, a escasos cuatro kilómetros de Israel y donde “el 100%” de los alrededor de 2.900 habitantes tienen la misma religión (maronita), el mismo santo patrón (San Jorge) y la misma iglesia, la única y llamada, obviamente, San Jorge. Su cura, Pierre Al Rahi, participó en ambos. El primero tuvo lugar el 4 de octubre. Israel acababa de convertir 11 meses de guerra de baja intensidad con Hezbolá en guerra abierta e iba emitiendo órdenes de evacuación en el sur de Líbano, donde mezquitas e iglesias se entrecruzan entre las montañas del paisaje. El portavoz militar israelí incluyó entonces a Qlayaa, un pueblo con un nada secreto pasado de colaboración con Israel durante los 18 años de ocupación (1982-2000) y donde la palabra enemigo suele apuntar a Hezbolá. El padre Al Rahi convocó a los vecinos que quedaban (la mitad había escapado de los bombardeos en la zona), contactó a la misión de cascos azules que vigila la zona y lanzó un pulso: “¡No nos vamos!”. “Si lo hiciésemos”, explica hoy, “los de Hezbolá ocuparían nuestras casas vacías, lanzarían cohetes desde allí e Israel acabaría respondiendo y dañándolas. Se trata de proteger a nuestro pueblo. Aunque no tengamos armas, como otros”. Convenció al ejército israelí que, pocas horas más tarde, anuló la orden.
El martes, un alto el fuego puso fin a dos meses y medio de extenuante conflicto en los que el pueblo quedó como una suerte de isla sin atacar entre localidades chiíes hoy devastadas y todavía con presencia de tropas israelíes. Fueron siete semanas sin bombardeos dentro, pero sin acceso a un hospital, tirando de las reservas de alimentos y de combustible para alimentar el generador eléctrico que habían preparado. También de almacenes familiares, en una zona agrícola repleta de olivares y árboles frutales. Hoy, Qlayaa forma parte de la franja de un mapa a la que el ejército israelí prohíbe acceder y sobre la que impone un toque de queda desde la tarde hasta el alba. Unos jóvenes vigilan, con escaso disimulo, que no entre ningún extraño. Es decir, nadie de Hezbolá o, más bien, ningún chií con pinta sospechosa.
El acuerdo de alto el fuego establece que las tropas israelíes en el sur de Líbano (donde penetraron unos pocos kilómetros, hasta quedarse cerca de Qlayaa) se irán retirando de forma progresiva en los próximos dos meses. Su lugar lo ocuparán unos 10.000 soldados libaneses, en un despliegue reforzado con una tarea complicada: encargarse de que Hezbolá no tenga milicianos, ni armas, ni talleres para construirlas, ni se reagrupe en la zona.
Donde siguen los israelíes no han tomado aún posición. Pero sí han comenzado a desplegarse en el resto de zonas. Trasiego de blindados y vehículos todoterreno, camiones trasladando soldados, puestos de control a la entrada de localidades chiíes con barreras metálicas… Su presencia, antes casi anecdótica, se nota nada más atravesar el río Litani, donde Hezbolá ha venido ejerciendo de autoridad por encima de un Estado ausente e impotente. Por eso este viernes, en su primer discurso desde el fin de la tregua, Naim Qasem, el nuevo líder de Hezbolá tras el asesinato de Hasan Nasralá, se ha esforzado en prometer “coordinación de alto nivel entre la resistencia y el ejército libanés para aplicar los términos del acuerdo” y en pedir que “nadie apueste por problemas o un conflicto” entre ambos.
En el primer día de tregua, el miércoles, varios blindados del ejército libanés cruzaron Qlayaa de camino a la base de la cercana Marjayún. Fue entonces cuando se produjo la segunda imagen, la otra cara de la misma moneda que la negativa a abandonar en pueblo mes y medio antes. Los vecinos salieron a festejar el despliegue de los soldados, lanzándoles arroz y pétalos de flores y coreando lemas como: “No queremos ver nada más que al ejército libanés”. Los militares saludaban sorprendidos.
Es la parte de Líbano que siente que la antes llamada “Suiza de Oriente Próximo” ya no lo es porque siempre hay algún grupo lanzando ataques contra Israel desde la zona. De los años setenta, con los combatientes de la Organización para la Liberación de Palestina), hasta ahora, con Hezbolá, al que acusan de preocuparse solo de su patrón, Irán, no del bien nacional. En sus cánticos suelen decir: “Un solo ejército para un solo Estado”. O, en palabras del cura Al Rahi: “Lo que no puede ser es que haya un ejército y, además, un partido con armas por su cuenta”.
Es justo una narrativa opuesta a la de Hezbolá, en la que sus partidarios (y otros que no lo son) ven la única garantía de supervivencia de Líbano, porque el vecino israelí utilizaría cualquier excusa para invadirlo (como ha hecho varias veces en medio siglo) y las potencias occidentales se han encargado de que tenga un ejército incapaz de hacerle frente, sin siquiera fuerza aérea. Uno de sus cánticos es “Estado, ejército, resistencia”. Y, de trasfondo, por supuesto, el olvido y humillación histórica de los chiíes frente a los cristianos, privilegiados por la administración colonial francesa.
La cercana localidad de Marjayún, también de mayoría cristiana, está marcada por la cercanía de la base Miguel de Cervantes, del sector de la misión de la ONU (Unifil) que lidera España. Está presente en la cantidad de gente que habla español o en los nombres de tiendas en la misma lengua, en la carretera por la que suelen pasar los soldados de Unifil y, en tiempos mejores, bajarse y charlar con los locales. En esta guerra, Marjayún ha pagado un precio más alto que Qlayaa. Cuatro de sus vecinos han muerto por bombardeos israelíes, por los que todos culpan aquí a que algún miembro de Hezbolá se coló en una casa vacía.
Es parte de lo que han sufrido estos meses los desplazados de guerra chiíes, tratados a menudo fuera de sus zonas como apestados (negándoles el alquiler al escuchar su nombre, que suele denotar la religión, o directamente expulsándolos), por miedo a que el edificio acabase convertido en objetivo israelí. En las conversaciones sin nombre ni apellidos en las zonas chiíes, sale que los cristianos pagarán algún día haberlos tratado como perros en un momento de necesidad. En las cristianas, se alegran, en cambio, de que Israel haya hecho el trabajo sucio de debilitar al Hezbolá militar, para que el político también pierda poder interno.
Si en la larga carretera que atraviesa Marjayún no recibieron a las tanquetas del ejército libanés con arroz ni pétalos de flores es, en parte, porque no habían dejado de pasar. Pero hoy se ven bastantes más, para alegría de sus vecinos, como Tony. “Nos tranquiliza verlos, nos da confianza”, dice frente a uno de los escasos comercios abiertos, que parecen vanos entre filas enteras de persianas cerradas. “Tengo mucha esperanza de que las Fuerzas Armadas puedan cumplir su misión y salgamos de esta negra situación. Hasta ahora, estaban, pero no vigilaban. En cualquier país, el que protege es el ejército”.
Tony (prefiere no dar su apellido) es de los pocos que permaneció todo el conflicto en Marjayún, así que no le preocupa demasiado la regular salud que está mostrando el alto el fuego en sus primeros días, con una veintena de ataques (alguno se oye de repente de fondo durante la conversación) de Israel, que ha prometido mano dura ante cualquier intento de Hezbolá de reagruparse en el sur. “Esta no es nuestra guerra”, resume. “No es una guerra libanesa. Es una guerra entre Irán e Israel”.