Luis Abinader, un presidente ansioso
Luis Abinader es un ejecutivo ansioso. No le agrada contener emociones ni guardar ideas. Desde que le da forma de planes, se muere por anunciarlas. En ocasiones no ha resistido la provocación y, empujado por el entusiasmo, las hace públicas. De esos arrebatos le ha costado recogerse, pero no ha podido domar sus bríos.
Su activismo es intenso. No bien gana la reelección, anuncia reformas del Estado apenas delineadas. Recorre los primeros tres meses de su segundo mandato y ya tiene en ruta congresual las reformas constitucional y fiscal, y, en construcción, la laboral y la del Ministerio Público que siguen a la implementación de la reforma a la Policía Nacional, actualmente en curso. La nación no ha tenido tiempo para digerirlas y ya las somete como proyectos de leyes. No conforme, anticipa la intención de promover nuevas.
Luis Abinader no pierde tiempo y a su ímpetu reformador se le suma un agresivo rol en la agenda internacional. Ha asumido un forzoso protagonismo regional en las crisis haitiana y venezolana hasta el punto de que en los aludidos contextos es el presidente de primera referencia en Centroamérica y el Caribe por parte del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Es anfitrión de la Cumbre de las Américas, el más relevante cónclave hemisférico, a celebrarse en Punta Cana en octubre de 2025, además de otros no menos importantes.
Al presidente parece aterrarle el tedio y perder la expectación de la nación. La adrenalina del poder lo mantiene excited. Necesita sentir sus neurotransmisores inundados de cortisol.No discrimina agendas: asiste a un acto de inauguración privado con la misma solicitud con la que preside una reunión de seguridad nacional. Llegar de un viaje internacional después de cinco o siete horas de vuelo y tener pautados despachos para ese día es «gaje del oficio». «Ese hombre es de goma, no se cansa», comenta como queja un cercano colaborador de su despacho.
Presumo que además de su inquieta impronta emocional al presidente lo constriñe el trauma de su primer gobierno, en el que tuvo que administrar la crisis sanitaria del COVID-19, reto que le absorbió atenciones y le obligó a relegar reformas institucionales. Con esa carga a cuestas, no quiere distracciones, sobre todo en un momento político poco usual en el que el oficialismo tiene control absoluto de las cámaras legislativas.
No obstante, al presidente le apremia la fluidez del tiempo. Lo ansía saber que ya entra al umbral de su primer lustro con grandes adeudos acumulados. Esa circunstancia lo puede urgir a muchas cosas, pero no a festinar reformas tan esperadas. Debiéramos decirle al presidente que sus propuestas fueron rápidas y que quedaron por debajo de las expectativas. Tomó el camino fácil, simple y redituable; pensó más en los años que le quedan que en el futuro.
Lo que se creía que era una reforma constitucional de gran calado terminó en una modificación dispersa y menuda. Los textos tocados fueron necesarios, pero no suficientes. Pensábamos que llegaba la oportunidad para hacer cambios orgánicos que pudieran afectar las bases de la institucionalidad; que temas tabúes como la conformación unicameral del Poder Legislativo, el referendo revocatorio o la creación de un Ministerio de Justicia, por citar ejemplos, iban a ser parte de las reflexiones nacionales que precederían a un proyecto robusto y consensuado de reforma. De hecho, la propia procuradora general de la República ha sido abanderada de la creación de un Ministerio de Justicia que asuma tareas que trascienden al rol del Ministerio Público. Sobre el particular, Mirian Germán Brito ha dicho que «los esfuerzos institucionales que se requieren para controlar jerárquicamente la gestión del sistema penitenciario y fiscalizar la provisión de los servicios forenses, ameritan el establecimiento de un órgano distinto de la Procuraduría General de la República y ese es el Ministerio de Justicia». Es más, cuando el presidente le pide a Germán Brito permanecer en el cargo después del 16 de agosto se sospechaba que lo hacía para delinear con ella el nuevo estatuto constitucional del Ministerio Público, pero no. La reforma solo tocó el procedimiento de selección del procurador y su exclusión del Consejo Nacional de la Magistratura.
Lo propio puede decirse de la reforma fiscal. Se pensaba que el Gobierno abandonaría el modelo de reformas anteriores, ese que deja intacta la estructura tributaria y ajusta o incrementa las cargas sobre todo en el consumo, la transferencia, las rentas y el patrimonio. Lo propuesto no ha roto con esa tradición, que persigue incrementar la recaudación solo con el aumento de las tasas para mitigar el déficit de las finanzas públicas. Desde años se está abogando por una comprensión sistémica de la reforma que afirme la equidad contributiva, simplifique la base impositiva, elimine las distorsiones, fortalezca la fiscalización, amplíe la base de contribuyentes, desaliente la informalidad y la evasión y establezca controles que aseguren la calidad del gasto público. La propuesta ha sido agresiva en lo de siempre (tributario) y tímida en lo que se ha reclamado desde décadas (política fiscal) para darle un alcance permanente e integral.
Un buen consejo al presidente es no tocar tantas cosas a la vez y ordenar en su mente las principales atenciones que, en términos de reformas, lo ocuparán mayormente, porque vale más unas cuantas bien hechas que muchas simplemente tocadas. Todos reconocemos que Abinader es un ejecutivo de entrega, y ni hablar de sus horas de trabajo, pero al final no cuentan las muchas leyes promulgadas ni los decretos rubricados, sino cuánto mejoramos en desarrollo humano al amparo de su gestión. El presidente debe saber que no puede hacerlo todo y que nos basta con que haga lo necesario, pero con sentido de trascendencia y permanencia. Necesitamos de él más concentración que ocupación.
Un buen consejo al presidente es no tocar tantas cosas a la vez y ordenar en su mente las principales atenciones que, en términos de reformas, lo ocuparán mayormente, porque vale más unas cuantas bien hechas que muchas simplemente tocadas.