Las dificultades de los más de 200.000 ucranios en España que huyen de la guerra: “Allí me sentía importante, ahora no soy nadie”

Tener una buena posición quiere decir mucho y perderla es una tragedia. La diferencia quizá entre trabajar como contable para una multinacional cervecera y ver 30 años de expediente laboral ninguneados hasta juntar 12 horas a la semana de limpiadora. Ese alguien se puede llamar Liudmila Naumenko, aunque hay miles como ella. Tiene 52 años y es natural de Kramatorsk, en el este de Ucrania. En abril de 2022, algo más de un mes después del inicio de la invasión rusa, huyó a “lo desconocido”. Así lo recuerda ella. No sabía qué le depararía el destino y eso le hizo llorar en su camino a España. Las lágrimas regresan en el relato. Dice algo que, a veces, se escapa al retrato de los que huyen de la violencia, pero que muchos comparten: “Allí me sentía importante, pero ahora no soy nadie”. Es una herida profunda a la identidad. Aun así, sigue buscándose la vida porque regresar no es una opción. “No puedo pensar en ello”, afirma, “mi ciudad está a 15 kilómetros del frente”.

Según los datos oficiales, 207.155 ciudadanos ucranios (60% mujeres) viven en España bajo la protección temporal europea aprobada tras el comienzo de la agresión rusa. La sociedad española se volcó en su acogida: se reunió ayuda por encima incluso de la capacidad de gestión; muchos la transportaron con sus vehículos hasta Ucrania, a más de 3.000 kilómetros. Algunos regresaron con familias enteras de huidos; otros desplazados siguieron su camino hasta territorio español. La mayoría eligió Madrid, Barcelona, el Levante y la Costa del Sol, bien por casualidad, oportunidad o por el encuentro de compatriotas.

Naumenko llegó a Málaga. De pelo lacio y ojos claros, habla desde el centro cívico de la asociación de ucranios Maydan Málaga, en el popular barrio de Cruz del Humilladero. Hizo lo que había que hacer: obtuvo la protección temporal para poder residir, tener servicios básicos y trabajar; comenzó a recibir clases de español y buscó empleo. La lengua se resiste, pero su frustración viene por el trabajo. Recuerda aún a aquel funcionario que le tachaba del currículum su experiencia como auditora para que optara a puestos de limpieza. Y así fue, pero con resultado ingrato. “He llegado a estar dos meses sin cobrar”, explica, “hasta que dije que iba a ir a un abogado y me acabaron pagando”.

Es traumático para ella. Ha recibido ayuda psicológica de organizaciones como Málaga Acoge, que la asiste para que pueda compartir piso, uno de los mayores desafíos a causa de los precios desorbitados ―los refugiados cuentan en una primera fase con una ayuda para alquiler de 440 euros, por 460 de manutención―. Pero su gesto es triste. Le duele, dice, que algunos piensen que vino a quitarles el trabajo. “Siento incertidumbre porque no sé qué pasará”, reconoce emocionada.

Puertas abiertas

El periplo de estos refugiados tiene poco parangón. Han llegado a Europa más de seis millones de personas, según los registros de la ONU. Pero he aquí una paradoja: víctimas de una ofensiva de otra época, huyen de un país con desarrollo, moderno en muchos sentidos; con un tejido social, tecnológico y educativo. Muchos cuentan con recursos económicos y quieren regresar de inmediato. Y eso ha condicionado su estancia en España.

El refugiado ucranio Andrii Buinenko, el pasado 21 de septiembre en Málaga. García-Santos

Andrii Buinenko, de 45 años, destroza cualquier prejuicio sobre el refugiado. De cabello cano y conversación pausada, este ingeniero especializado en la construcción de tejados salió de forma ilegal de Ucrania hace muy poco ―la ley marcial prohíbe a varones de entre 18 y 60 años dejar el país, salvo excepciones familiares o de salud―. Llegó a España el 28 de agosto. Casado y con dos hijos, con una buena casa a las afueras de Kiev y un buen empleo, Buinenko perdió primero a su familia, que pudo salir por Moldavia unas horas después de los primeros bombardeos; después, su empleo por la falta de clientela y materiales, y, más tarde, se esfumó su fe en el Gobierno del país.

“Desde el infierno”, dice en el local de Cruz del Humilladero, “he entrado, si no en el paraíso, en un sitio con libertad”. En este nuevo sitio no está su familia, asentada en el Reino Unido, ni su situación acomodada. Comparte piso con un español y un sueco. Un contraste con aquella vida de antes. “No hay conflicto interior”, apunta, “tengo un objetivo que lograr”. Su determinación es encomiable. También, como admite, sus ahorros son superiores a los de otros. La meta de Buinenko pasa por aprender español, ―ya está en ello con cursos online― y empezar a mover sus contactos para trabajar. Una vez conseguido, traería a su familia. Mientras, seguirá hablando con sus dos hijos a diario para que, como cuenta, no le olviden.

Alta laboral

Según la radiografía que hace el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, de los ucranios con protección temporal y en edad de trabajar en España, el 17% tiene alta laboral, una cifra en apariencia baja, pero récord en estos dos años y medio. Por sectores se llevan la palma la hostelería, con más mujeres empleadas, y la construcción, con más hombres, seguidos del comercio y el apartado de comunicaciones.

Este esquema coincide con el aprendido en las oficinas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Cuenta al teléfono Raquel Santos, directora de Programas, que fueron empresas constructoras y de servicios, entre ellos, de limpieza, las que llamaron casi en masa en aquellas primeras semanas de invasión. “Era muy pronto”, apostilla, “los que habían llegado no tenían aún el idioma español”. Y esta parte ha sido difícil. “Les ha costado más que a otros refugiados”, continúa Santos, “quizá por el bloqueo y la negación”. Es decir, por el shock de la guerra y la sensación de que la estancia sería, a priori, temporal. No fue así.

Sofía, de 27 años y natural de Mariupol, prefiere conversar en su lengua. Llegó a Málaga en noviembre de 2023. En la mochila traía aquellos meses de asedio brutal de las tropas rusas hasta la capitulación de su ciudad. Allí resisten aún su madre y su abuela, y por eso, prefiere preservar su identidad real y toma prestado el nombre de Sofía. Espigada y de cabello largo, mantiene un gesto risueño pese a la dureza de su historia. Su tiempo, además, es muy limitado porque tiene una bebé de mes y medio, concebida en España. No quiere hablar mucho de ello. “No hay padre, solo yo”, afirma en una terraza del centro de Málaga.

Cuesta digerir el presente de Sofía tras un pasado en un sótano de Mariupol; con una huida a través de puntos de filtración rusos, sobornos y malos tratos, y con un periplo que le hizo viajar por Bielorrusia y Letonia hasta saltar a República Checa, donde aguardaba su hermana. Finalmente, esta licenciada en Derecho eligió España. “Tenía conocidos, me gustaba su clima y la sanidad”, explica. Aprende español con ayuda de la Cruz Roja, pero es consciente de que irá despacio. “Quiero trabajar, aunque con los pies en la tierra”, afirma. Estaría dispuesta a limpiar, pero admite que no sobra el tajo. Aún cuenta con ahorros y la ayuda de su hermana, un alivio para soportar la “incertidumbre”.

―¿Necesitaría ayuda psicológica?

―No creo, tuve una depresión y salí de ella sola.

Santos, de CEAR, asegura que los refugiados ucranios requieren ayuda psicológica, pero no la demandan. “Ha sido un colectivo muy cerrado”, prosigue. CEAR, no obstante, ha proporcionado este tipo de atención.

Polina Kovalenka, de 23 años, también de Mariupol, es de las que recibió ayuda psicológica. Sus palabras revelan frustración. “Mi plan era bueno”, relata, “lo hice todo bien, pero no funcionó y no tengo culpa”. Fue la guerra. Su español fluye, casi igual que su inglés. Es licenciada en Sociología y tiene una energía especial. De esas jóvenes que se van comiendo el mundo sin fronteras. Hace un año que llegó a España, pero de su país salió con su familia ya en abril de 2022. Primera parada, Estonia. Ni aquel destino ni el actual responden a mucho más que evitar la violencia. “Tras 40 días sin agua, comida o poder lavarte”, recuerda Kovalenka, “cuando te marchas, simplemente te quedas tranquilo”. A su espalda, una vivienda destruida.

Polina Kovalenka, en un parque de Málaga.
Polina Kovalenka, en un parque de Málaga. García-Santos

Después de varios voluntariados europeos, que le llevaron en su primer paso por España al municipio palentino de Frómista, esta joven, dicharachera, regresó para probar en Málaga, aunque ya con pocos recursos. Una voluntaria de Maydan Málaga la acogió en su vivienda y ahí permanece, con algunos trabajos de camarera y de baby-sitter, frustrada aún por su nivel de español ―es muy bueno― y porque a veces la menosprecian por ello. A sus 23 años responde con una madurez pasmosa a la pregunta sobre un posible regreso a Ucrania. “Es más complicado ser una extraña en mi país que fuera”. Es decir, con Mariupol ocupada y destruida, no quisiera verse en otra ciudad con el estigma de ser ciudadana del Este.

Homologación

Aunque el mercado laboral español ha premiado los perfiles menos cualificados, también hay ingenieros, licenciados y técnicos con contrato. Serhii, de 47 años, médico neurólogo, querría ser uno de ellos. Evita su nombre real porque tiene muchos pacientes aún en su ciudad natal, Kremenchuk, y no querría que le identificaran. Cuenta que salió de su país de forma legal porque sus papeles recogían las dos enfermedades que tiene desde niño y que le impedirían ser alistado. Pero la ley se ha endurecido y cree que ahora no podría regresar y volver a salir. El problema de Serhii es el de miles de compatriotas con título: su homologación.

Lo cuenta en una salita de la asociación ucrania Djerelo, en el distrito de Poblenou de Barcelona. Solícito, con pasión y un español cuidado, trae dos hojas de cuaderno con apuntes de su periplo y cosas que quiere leer. Hace casi dos años, el 31 de octubre de 2022, Serhii envió los papeles de su titulación a la Administración española, pero aún sigue esperando el sello. Abre los ojos como platos iluminados para contar, con emoción y casi secretismo, que ya tiene dos ofertas y que solo le queda un pasito, esa homologación.

Serhii, nombre ficticio, el pasado 25 de septiembre en un centro para ucranios en Barcelona.
Serhii, nombre ficticio, el pasado 25 de septiembre en un centro para ucranios en Barcelona. Gianluca Battista

Es la ilusión de nuevo por recuperar una vida que se le escapó. “Perdí mi trabajo, a mi perro, que murió, mi casa, amigos y clientes”, cuenta. Pero él ya conocía la Costa Brava de vacaciones y tuvo claro que España era su lugar. Llegó con su mujer e hija de 10 años ―otro hijo, de 20, permanece en Kremenchuk―, primero a casa de unos amigos, luego a un hotel y, por fin, a un piso de alquiler en Playa de Aro. Si hay una cosa que le emociona de todo esto es recordar a Inés, una profesora de español que tanto le ayudó. Quiere quedarse porque en cuanto pueda ejercer, lo hará tirando de todos sus amigos acaudalados, como él mismo admite.

Mientras se despide, busca en el diccionario de su móvil la palabra que, según él, deben usar sus compatriotas para describirle. La encuentra: traidor. “Para mi familia no lo soy”, puntualiza.

La solicitud del trámite de homologación ha sido parte de la ayuda a la inserción laboral que han recibido estos refugiados: traducción de papeles y envío al Ministerio de Universidades. Pero va muy lento. A preguntas de EL PAÍS, el departamento que dirige la ministra Diana Morant asegura que desde 2022 hasta este mes de septiembre se han resuelto 269 homologaciones de títulos universitarios, la mayoría en el campo de la medicina, más 613 equivalencias en el capítulo de grado, máster o doctorado. El ministerio no aporta la cifra total de solicitudes.

En esos más de 800 procesos finalizados no está Anna Baranova, oncóloga de 32 años. Elegante, amable con las fotografías, su estado quizá se pueda resumir así: “Es frustrante porque quiero ayudar y trabajar, pero me falta un documento”. En su haber está su puesto en el Instituto Nacional de Oncología y Radiología de Járkov, donde nació, y las clases que impartía en la Universidad de la misma ciudad, junto a la frontera rusa.

La médica ucrania Anna Baranova, el pasado 25 de septiembre en Barcelona.
La médica ucrania Anna Baranova, el pasado 25 de septiembre en Barcelona. Kike Rincón

Mientras pasea junto a la estación de Sants, en Barcelona, recuerda aquellos primeros meses en la ciudad, alojada en casas de residentes de la Clínica Planas, donde estuvo en prácticas. Ahora alquila con sus ahorros una habitación en la capital catalana. Hay una mezcla en ella de muchas cosas. Hay modestia: tenía su casa y trabajo, pero ha llegado y estudia, ahora en la Universidad Autónoma, para ampliar su formación. Es agradecida y detiene su relato cada poco para que conste que está contenta con el trato recibido; pero también es exigente y tuerce el gesto cuando habla, en un buen español, de que simplemente quiere ejercer de lo suyo. “Quiero ver cómo mi tratamiento ayuda, ver la sonrisa de la gente”, afirma.

Como Serhii, Baranova envió sus papeles para la homologación en octubre de 2022. Ha llamado al ministerio en varias ocasiones y se ha quejado ante el Defensor del Pueblo. Sigue esperando.

La que no pudo aguardar mucho fue Mariana Sorochuk, de 36 años. Un día antes de que Rusia lanzara la invasión, esta licenciada en Derecho y consultora, natural de Novovolinsk, en el oeste de Ucrania, cogió un avión con destino a Barcelona. Contaba con una semana de vacaciones, pero 24 horas después cambió su rumbo. “Tenía trabajo, mi casa, mi coche y un buen salario, y podía salir de viaje”, relata mientras almuerza en el distrito barcelonés del Ensanche. Si hay un hilo invisible que une a los ucranios del extranjero es quizá la desazón por no estar en su tierra atacada. Sorochuk lo describe así: “Me siento culpable por no estar en Ucrania”. No pierde la sonrisa al explicar que ella estudió con una beca y que necesita devolverlo.

Mariana Sorochuk, en el Eixample, Barcelona, el pasado 25 de septiembre.
Mariana Sorochuk, en el Eixample, Barcelona, el pasado 25 de septiembre. Gianluca Battista

Tras esas primeras horas de bombardeos, le embargó el estrés, la sensación de que no podía combatir y que necesitaba hacer algo por los suyos. Empezó a ayudar con su conocimiento, sus habilidades en comunicación, organización, desde la creación de una página en una red social hasta reunir a la gente, tejidos y herramientas para coser aquellas banderas que salieron a las calles de Barcelona para manifestarse.

El camino ha sido duro. Sorochuk ha gastado parte de sus ahorros y ha trabajado gratis hasta ocupar hoy la vicepresidencia de la asociación ucrania Djerelo y su jefatura en la ciudad de Barcelona. Un tiempo este en el que ha estado demasiado ocupada para centrarse en el idioma ―”comparto piso con una catalana que solo me habla en español y eso ahora me ayuda”, relata―, pero que ha dado forma a la siguiente idea: “Creo que ahora mismo, soy más útil para mi país aquí, donde tengo mayor impacto, que en Ucrania”.

Nuevas llegadas

La llegada de ciudadanos ucranios a España continúa hoy. Las cifras están lejos de aquel mes de abril de 2022 en el que 52.000 personas obtuvieron esa protección temporal con el sello de la Unión Europea. Entre mayo y junio de este año, fueron 3.778 las nuevas autorizaciones firmadas ―no todas son de recién llegados; algunos se demoran en solicitarla―. Pero entre los que llevan tiempo, aún se mantiene esa sensación de que todo es temporal. “Yo era feliz en Ucrania”, reconoce Hanna Liventseva, de 56 años. Es geóloga y su historia es de las buenas, porque ya antes de la invasión rusa, ella, con una brillante formación en su campo, estaba en contacto con una trabajadora española del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Habla mucho de ella, de cómo la ha ayudado a que hoy pueda trabajar como geóloga para este organismo en Barcelona, con sus papeles, esta vez sí, bien homologados.

La geóloga Hanna Liventseva, en Barcelona el pasado 25 de septiembre.
La geóloga Hanna Liventseva, en Barcelona el pasado 25 de septiembre. Kike Rincón

Liventseva mantiene un relato tocado de un orgullo comprensible. “Estaba preocupada por no ser la típica refugiada”, narra mientras sorbe un café, a un tiro de piedra de la plaza de España barcelonesa. “Es parte de mi carácter tener un trabajo”, prosigue. Y lo tiene, pero también a dos hijas, de 19 y 33 años, que, si bien viajaron con ella cuando salió del país en marzo de 2022, ya han regresado a Ucrania. Más una vivienda y una casa de campo aguardando en su tierra. Es por esto por lo que hay un poso de anhelo en sus palabras: “Mi corazón está en Ucrania, pero mi cabeza en España”, dice.

Vive en una habitación en un piso compartido en Barcelona, también de forma temporal. Volvería a Ucrania, mantiene. Cuando acaba la conversación, Liventseva envía un mensaje con el móvil para que quede claro: “Los refugiados ucranios son refugiados de guerra, no de la pobreza”.

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