Ucrania, la precaria salud mental de un pueblo en guerra

La vida de Olena Kozak, de 39 años, cambió para siempre la noche del 30 de mayo. Su marido, su madre y ella se preparaban para dormir cuando el silencio se rompió con el estruendo de una explosión en su barrio de Járkov, en el noreste de Ucrania. Gritos. La búsqueda de un lugar seguro dentro de casa, a falta de tiempo para llegar a un refugio subterráneo. De repente, todo se volvió negro. Un segundo proyectil había impactado en su casa, en la cuarta planta de un edificio de cinco. El cadáver del marido de Kozak fue hallado al día siguiente. El de su madre fue el último de los nueve muertos que los servicios de rescate recuperaron “bajo una montaña de escombros, en plena calle”, relata con la voz entrecortada esta mujer que salió asombrosamente ilesa en lo que a su salud física se refiere. Su estado de ánimo no salió ileso.

El desconsuelo por la muerte de seres queridos, la incertidumbre ante la pérdida del hogar, la preocupación por un familiar en el ejército, el pánico a los bombardeos… Todos son sentimientos que martillean a la población ucrania. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que alrededor de 9,6 millones de personas en este país (en Ucrania vivían 42 millones antes de la invasión rusa de 2022) presenta problemas de salud mental y un 30% de la población —sobre todo soldados— padece estrés postraumático debido al impacto de la invasión rusa hace dos años y medio.

Los ataques a menudo son dirigidos contra objetivos civiles, y las infraestructuras sanitarias se han llevado la peor parte, según la OMS, que ha verificado 2.047 contra edificios, transporte y personal sanitario desde el 24 de febrero de 2022 hasta septiembre de este año. Miles de personas han quedado sin acceso a atención sanitaria, y esta incluye la salud mental en un país donde ya existían carencias, pues solo hay un profesional de esta especialidad por cada 100.000 habitantes, según las últimas estimaciones del Gobierno, de 2017. El ministro de Sanidad, Viktor Liashko, pronosticó que unos 15 millones de ucranios necesitarán apoyo psicológico y hasta cuatro millones requerirán tratamiento médico prescrito.

Dos mujeres recogen escombros y otros restos dejados por el bombardeo ruso que en mayo mató a nueve personas en este barrio de Járkov, el 30 de julio.Lola Hierro

“Mi marido había ido un momento a nuestro dormitorio porque quería recuperar su móvil. Mi madre salió al balcón a ver qué ocurría. Cuando recuperé el conocimiento, la mitad de mi apartamento ya no existía”. Los recuerdos hacen llorar a Kozak, sentada en un banco de un parque del que un día fue su barrio. Cuando fue evacuada de las ruinas de su hogar, entró en pánico, pero desde ese primer instante recibió ayuda. “Sin duda, lo imprescindible han sido los psicólogos, sobre todo cuando celebramos los entierros”. Eso, y los ansiolíticos que le suministraron durante los primeros días en los que tuvo que asimilar la muerte de su madre y su esposo, “las dos personas más valiosas de mi vida”, lamenta. Han pasado casi cinco meses de aquello y ella al menos se siente más serena.

La guerra supone una fuente de acontecimientos angustiosos que afectan al estado emocional, y ello acarrea consecuencias, alerta Jarno Habicht, representante de la OMS en Ucrania: “Desde la falta de sueño y la reducción de la productividad en el trabajo hasta la aparición de trastornos mentales o la exacerbación de los preexistentes”. La OMS estima que el 22% de las personas que “han experimentado una guerra desarrollarán depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático, trastorno bipolar o esquizofrenia”.

Veronika Amrakhova es la psicóloga de un centro de ayuda a desplazados en Járkov gestionado por el Alto Comisionado de Ayuda a los Refugiados (Acnur) y las ONG Prolinska y Right to Protection, a la que pertenece. A su consulta acuden adultos y niños, y el miedo, la depresión y la ansiedad son las tres emociones que esta profesional menciona. “Piden ayuda porque se sienten bajo una gran tensión”, asegura.

Estado de un antiguo club de cazadores destruido parcialmente por un bombardeo en Járkov que dejó nueve muertos el pasado 30 de mayo.
Estado de un antiguo club de cazadores destruido parcialmente por un bombardeo en Járkov que dejó nueve muertos el pasado 30 de mayo.Lola Hierro

El estrés es la tónica habitual de los ucranios porque los bombardeos diarios han convertido las vidas de millones de personas en una lotería que lo que sortea es la muerte. Las sirenas antiaéreas suenan cada día en los altavoces instalados por las calles y a través de la aplicación que todo el mundo lleva instalada en el móvil. En Járkov, cercana al frente, es fácil que el teléfono emita el estridente bocinazo 35 veces en 24 horas.

Con el correr de la guerra, los ucranios se han relajado y ya casi nunca se esconden en los refugios porque de lo contrario no harían otra cosa más que estar agazapados, razona Viktoriia Tiutiunnik, trabajadora de Acnur y también desplazada desde Lugansk. “Nunca podrías ir a trabajar o a estudiar, ni ver a tu familia, ni divertirte… Nos podrán bombardear, pero no nos van a arrebatar nuestras vidas ni nos vamos a dejar vencer por el miedo; para eso tendrán que matarnos”, espeta. Pero ese afán por seguir no es incompatible con el deterioro de la salud mental de quienes viven en estas circunstancias.

Atención a la infancia

Arrecia la lluvia en Járkov. Suenan los truenos al otro lado de la ventana y Valeria, de siete años, se sobresalta. Mira con cautela hacia la calle y abraza a su muñeca Alyssa, el único juguete que conserva. A su lado, en la cama, está su madre, Katerina Avramenko, que la tranquiliza. “Los bombardeos se estaban volviendo muy intensos y los niños pasaban mucho miedo; se escondían debajo de la mesa, incluso”, describe para justificar los temores de Valeria a la tormenta. Avramenko (30 años), su marido y sus dos hijos vivían en un apartamento en Vovchansk, una ciudad en el norte de la provincia donde se libran combates entre soldados rusos y ucranios, hasta que fueron evacuados.

Amrakhova hace hincapié en los niños como Valeria, que están viviendo situaciones de “terror”. Pero no solo eso. Uno de los efectos colaterales del estrés de la guerra es el deterioro de las relaciones familiares. “Trato mucho las relaciones entre padres e hijos porque la guerra provoca problemas de convivencia… Todo el mundo está muy estresado”, lamenta.

Katerina Avramenko y su hija Valeria viven en un centro de acogida para desplazados en Járkov. Ellas dos, el marido de Katerina y su otro hijo residían en Vovchansk hasta que los continuos ataques rusos les obligaron a abandonar su hogar.
Katerina Avramenko y su hija Valeria viven en un centro de acogida para desplazados en Járkov. Ellas dos, el marido de Katerina y su otro hijo residían en Vovchansk hasta que los continuos ataques rusos les obligaron a abandonar su hogar.Lola Hierro

La familia Avramenko reside ahora en una habitación de uno de los centros de acogida para población desplazada por la guerra en Járkov, donde ya se refugian más de 200.000 personas, según Acnur. El espacioso cuarto es de paredes color naranja butano llenas de desconchones que Katerina ha intentado disimular con pequeños peluches colgados con chinchetas. “Cuando estábamos en Vovchansk pasábamos más miedo, pero de alguna manera te acostumbras. Los niños sí lo pasan peor”, reconoce esta madre.

Avramenko también valora la ayuda psicológica que están recibiendo. “Primero no me di cuenta de que las sesiones eran útiles, pero tras ir a varias me siento más aliviada, estoy de mejor humor y puedo hacer más por mi familia y por mí”. También hay actividades separadas para niños y a Valeria le gusta ir porque hacen “dibujitos”. Le gusta pintar animales, especialmente los caballos de Mi pequeño poni.

El estrés permanente no es fácil de tratar. Amrakhova lo aborda con terapia individual y de grupo. “Existen protocolos específicos que buscan ganar control sobre nuestras emociones”, explica, aunque no hay una fórmula mágica. “Lo fundamental es decir que no tengan miedo. Que es normal tener problemas y recibir ayuda. Y que no están solos”. Kozak, sobre todo, valora la disponibilidad de su terapeuta, pues es consciente de cuánto depende aún de ese apoyo. “Sé que puedo llamar a cualquier hora si tengo miedo, pesadillas, un mal rato…”, asegura. Ese pensamiento le tranquiliza.

Convertirse en su propio psicólogo

Que el sistema de salud ucranio está deteriorado es una realidad. Igual que lo es la falta de profesionales en los campos de la psicología y la psiquiatría, incluso desde antes de la guerra. Ante las carencias, el doctor Jarno Habicht apuesta por aumentar la disponibilidad de los servicios, pero también por promover el autocuidado. “La gente en Ucrania demuestra un alto nivel de resiliencia. La mayoría puede hacer frente al estrés por sí misma, pero para ayudarles necesitamos difundir los conocimientos necesarios” dice.

Habicht defiende también que desde 2022 Ucrania ha realizado “progresos significativos”. Entre las medidas puestas en marcha, destaca el Programa Panucraniano de Salud Mental, iniciado por la Primera Dama de Ucrania, Olena Zelenska, que integra la salud mental en diferentes sectores, enseña cultura del autocuidado y facilita ayuda psicológica en línea o a domicilio.

Junto a un letrero en ucranio que pide que se apague la luz al salir, otro marca la salida de emergencia hacia el refugio en caso de bombardeo en un centro para desplazados internos de Járkov, el 2 de agosto de 2024.
Junto a un letrero en ucranio que pide que se apague la luz al salir, otro marca la salida de emergencia hacia el refugio en caso de bombardeo en un centro para desplazados internos de Járkov, el 2 de agosto de 2024.Lola Hierro

Otro recurso es el programa mhGAP, cuyo objetivo es garantizar el acceso a los servicios de salud mental en la atención primaria, formando a los sanitarios. Hasta ahora, 6.540 profesionales han recibido estos conocimientos y Sanidad también ha habilitado un mapa con los centros médicos especializados. Más de 17.000 ucranios recibieron ayuda psicológica gratuitamente desde 2023, según el ministerio.

Kozak ha encontrado en el trabajo otra vía de escape. Es cajera de un supermercado y decidió volver a su puesto porque estando allí se distrae y sus compañeros le reconfortan. También se aferra a la familia que le queda ―su hermano y sus sobrinos, con quienes vive— y a su fe cristiana ortodoxa. Pero pese a toda esa ayuda, su día a día es una batalla contra los pensamientos oscuros que le asaltan cada dos por tres. “Todo me recuerda a mi marido. Hasta hay un cliente del supermercado que se parece a él”, solloza. Se le han vuelto a humedecer los ojos y le cuesta hablar, pero saca fuerzas: “No debo estar triste porque si ellos me vieran, se entristecerían. Debo vivir por ellos”.

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