“Si sobrevivimos, diré a mi hija que fue fuerte bajo las bombas desde que nació”: un año de guerra en Gaza a través de los ojos de Amira

El único momento en el que Amira ha sido feliz en el último año fue también el que pasó más miedo. El 5 de marzo de 2024, su hija Tuqa nació en un hospital del norte de Gaza abarrotado de heridos en el que no había camas, médicos ni medios materiales suficientes para atender a todos los pacientes que llegaban tras un bombardeo israelí en una zona cercana. “Solo sentí dolor y angustia. Por suerte, fue un parto natural y no por cesárea, que exige anestesia y una recuperación más larga. En menos de cuatro horas me marché con mi bebé porque necesitaban la cama”, explica por teléfono a este diario desde un campo de desplazados a las afueras de Nuseirat, en el centro de Gaza.

Unas 50.000 gazatíes estaban embarazadas cuando comenzaron los bombardeos israelíes el 7 de octubre de 2023, según la ONU. La gestación, el parto y los primeros meses de vida de los pequeños se han convertido para estas madres en un pulso diario contra la muerte, el hambre, el frío y las enfermedades. El año que ellas y sus bebés acaban de vivir refleja crudamente los efectos colaterales y a menudo invisibles de esta guerra.

No puedo hacer absolutamente nada para mejorar la vida de mi hija, que está creciendo en medio de las bombas, la escasez y la destrucción

Amira, madre gazatí

Amira, que no quiere dar su nombre completo ni que su imagen sea publicada, tenía 24 años y estaba embarazada de cinco meses cuando estalló la guerra, tras los ataques perpetrados por el movimiento islamista Hamás en Israel, en los que fallecieron unas 1.200 personas y más de 200 fueron llevadas por la fuerza a Gaza como rehenes. Trabajaba como enfermera en el hospital Al Aqsa, en el centro de la Franja, se acababa de casar y era todo lo feliz que se podía ser en una Gaza sometida a un bloqueo israelí que desde 2007 aísla y empobrece a sus habitantes. Esta joven no ha conocido una Gaza abierta al mundo y jamás ha puesto un pie fuera de este territorio de 365 kilómetros cuadrados.

Una mujer palestina lava a su hijo en una tienda de campaña en Deir al Balah, en la franja de Gaza, el pasado 8 de julio.Majdi Fathi (NurPhoto/Getty Images)

En noviembre de 2023, tuvo que abandonar su casa en el campo de refugiados de Al Bureij porque los bombardeos israelíes se acercaban. Desde entonces, se ha cobijado en tres escuelas de UNRWA, la Agencia de la ONU para los refugiados palestinos, y en dos campos de desplazados, todos en el centro de la Franja. Desde uno de ellos, en una roída tienda de campaña en la que ya entra el agua cuando llueve y en la que vive con su marido, su hija y otros seis familiares, contesta a las preguntas de este diario. “¿Me ayudará en algo que este reportaje salga publicado?”, pregunta en varias ocasiones. Sus respuestas llegan de manera intermitente, dependiendo de si ha podido cargar su teléfono en los paneles solares de unos vecinos.

“Hemos pasado mucho calor en verano y ahora ya estamos pasando frío. La tienda la conseguimos gracias a la ayuda humanitaria y no tenemos otro sitio al que ir. Paso mucho miedo al escuchar el sonido de los bombardeos. No estoy bien. ¿Cómo voy a estar bien si mi hija o yo podemos morir alcanzadas por un misil en cualquier momento?”, se pregunta.

Paralizada por el miedo

Amira trabajó como enfermera en el hospital Al Aqsa hasta el día en que dio a luz. “Dos semanas antes de salir de cuentas debido al estrés, pero afortunadamente la niña tenía un peso correcto”, apunta, explicando que uno de sus grandes temores era un parto prematuro y tener que dejar a su hija en una incubadora en un territorio en el que no hay electricidad desde el 7 de octubre de 2023. Cada día vencía el miedo y recorría ocho kilómetros para llegar a su puesto de trabajo en el hospital. Caminaba una parte y después intentaba que algún vehículo la acercara. “Me necesitaban en el hospital. Y yo quería seguir recibiendo mi salario, porque mi marido no trabaja”, explica.

“En un momento paré de trabajar 10 días porque había muchos bombardeos en la zona, pero una noche soñé que un enfermo necesitaba mi ayuda para no morir. Entendí que debía volver a trabajar y, aunque ya estaba muy embarazada, regresé”.

Amira describe su agotamiento físico y mental en la recta final del embarazo, cuando ya no podía alimentarse correctamente, tomar vitaminas ni hacer sus revisiones ginecológicas, debido a la guerra. A eso se sumó la noticia de que su casa había quedado muy destruida en un bombardeo, la muerte de familiares, vecinos y colegas de trabajo y lo que cada día veía en el hospital.

“Una noche bombardearon un lugar cercano a la escuela donde nos refugiábamos. La gente atrapada suplicaba a gritos ayuda, pero yo no salí. Estaba paralizada por el miedo de que me pasara algo y perdiera a mi hija. Es un recuerdo que me persigue, uno de los peores momentos de esta guerra”, dice.

En Gaza ha habido en el último año una media de 5.500 nacimientos al mes. Desde octubre de 2023 también han muerto al menos 11.000 niños, sobre un total de más de 41.000 víctimas mortales, según cifras del ministerio de Salud gazatí, controlado por Hamás.

Creo que es imposible expresar con palabras lo que es estar en una sala de parto y escuchar bombas de fondo.

Flor Francisconi, MSF

Flor Francisconi, matrona de Médicos Sin Fronteras (MSF), que acaba de pasar varias semanas en la Franja, explica que las mujeres se juegan la vida para acudir a un centro de salud y llegan a dar a luz agotadas por las circunstancias y por el miedo. “La verdad, creo que es imposible expresar con palabras lo que es estar en una sala de parto y escuchar bombas de fondo”, explica, en unos mensajes de audio enviados a este diario por la ONG.

Una patata, una manzana, una zanahoria

Franja Gaza
Una mujer gazatí huye con sus tres hijos hacia el sur de la Franja, el 21 de marzo de 2024.Ramadan Abed (REUTERS)

Cuando Amira dio a luz, empezó la segunda parte de este viaje: una lactancia complicada por el estrés y la inexperiencia, la dificultad para comprar pañales, ropa y leche en polvo y el miedo a perder la vida solo por acudir a un centro médico a poner una vacuna a la niña.

“A los días de nacer tuvimos que volver al hospital porque tuvo ictericia y después ha sufrido problemas en la piel y alguna alergia debido a la falta de higiene y a la situación que vivimos. Hemos logrado ponerle todas las vacunas menos una y ha visto a un pediatra dos veces, pero el problema es llegar hasta los médicos. Si hay una urgencia un día no sé cómo haremos”, explica.

Según Unicef, al menos un 90% de los niños de menos de dos años y un 95% de las mujeres embarazadas que amamantan a sus bebés sufren una grave penuria de alimentos en Gaza, es decir, comen poco y mal. Las últimas cifras de la Clasificación Integrada de las Fases (CIF, en español, IPC, en inglés), una especie de termómetro del hambre en el que participan varias organizaciones de la ONU, muestran que el 96% de toda la población de Gaza enfrenta altos niveles de inseguridad alimentaria.

“Amigos y parientes nos prestaron ropa y Tuqa duerme en una cuna vieja. No puedo hacer absolutamente nada para mejorar la vida de mi hija, que está creciendo en medio de las bombas, la escasez y la destrucción”, lamenta, desesperada. “Si sobrevivimos, le diré que fue fuerte bajo las bombas desde el día que nació”, agrega.

A veces compro un plátano, una manzana, una patata, una zanahoria o un tomate. Solo uno. Con los ahorros que me quedan. Se los damos siempre a ella y el resto comemos comida enlatada

Amira, madre gazatí

Mercè Rocaspana, responsable médica de la unidad de emergencia de MSF-España, admite que las organizaciones humanitarias tienden a poner el foco en la emergencia, “en las víctimas directas del conflicto, y las embarazadas, los bebés y los enfermos crónicos se quedan a veces en un segundo plano”. “Pero la salud materno-infantil debe de ser una prioridad en Gaza”, insiste.

Amira pasa los días intentando crear una ficticia sensación de bienestar para su hija y recorre los mercados y las distribuciones de ayuda humanitaria buscando leche en polvo con cereales y alguna fruta y verdura, porque la pequeña ya ha comenzado a ingerir alimentos sólidos. “A veces compro un plátano, una manzana, una patata, una zanahoria o un tomate. Solo uno. Con los ahorros que me quedan. Se los damos siempre a ella y el resto comemos comida enlatada”, explica.

Según la ONU, por lo menos 50.000 niños de la Franja necesitan tratamiento para tratar una desnutrición aguda que puede tener, por ejemplo, efectos permanentes en su desarrollo cognitivo. La situación humanitaria en el norte es especialmente grave porque es poca la ayuda humanitaria que logra llegar hasta allí. “La desnutrición infantil era prácticamente inexistente en Gaza hace un año y la gente está perdida, no sabe cómo paliarla y menos en este contexto”, explica Rocaspana.

En este año, ONG como MSF han intentado seguir ofreciendo en Gaza controles prenatales y postnatales, información sobre salud sexual y reproductiva y apoyo en la lactancia, que adquiere una importancia mayor para evitar la desnutrición de los recién nacidos, que es más difícil de identificar y de tratar que la de los niños que tienen más de seis meses. “En Gaza, antes de la guerra, la lactancia materna exclusiva durante los primeros seis meses de vida no registraba unos niveles altos, pero se podía obtener leche en polvo y agua de calidad para hacer un biberón. Ahora, el agua está en mal estado y los riesgos son enormes”, explica Rocaspana, de MSF, explicando que la ONG está intentando hacer entrar en Gaza una leche líquida especial para recién nacidos.

Amira está exhausta y explica que no logra proyectarse en el futuro porque, aunque la guerra se detuviera hoy, será muy difícil reconstruir sus vidas y sus casas en Gaza. “No sé, en realidad, si algún día podré volver a ser quién era”, se despide.

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