Oriente Próximo, un año de horror con más guerras en el horizonte
Este lunes hará un año, Shaylee Atari huía de los disparos, en pijama y con su bebé en brazos, por Kfar Aza, su kibutz al lado de Gaza, mientras imaginaba que aquello no le estaba pasando de verdad. Que aquel 7 de octubre de 2023 ella, cineasta de profesión, no protagonizaba una realidad que superaba a la ficción, sino que era otra persona y ella había gritado “¡acción!” desde que el ataque sorpresa de Hamás la despertó y preguntó a su marido, Yahav Winner: “Amor, ¿vamos a morir hoy?” “Te prometo que no”, respondió él. Entonces escucharon los primeros disparos. Ella cogió al bebé, él trató de bloquear la puerta y vieron colarse la luz del amanecer: los milicianos estaban forzando la ventana. “No había tiempo, pero se giró hacia mí y me miró de una forma que decía ‘adiós”. Él se quedó forcejeando con ellos y ella corrió por el kibutz, sin asimilar ―hasta que oyó un impacto en un árbol cercano― que “el zumbido que escuchaba eran balas”. Tras llamar a la puerta de casas donde pensaron que era una terrorista y esconderse en un almacén, acabó escondida con unos vecinos. Atari, de entonces 34 años, y su bebé, de un mes, solo pudieron respirar 27 horas después. “La gente me suele preguntar si fue difícil pasar 27 horas sin comer, ni beber, con miedo. Para mí, el infierno fue pasar 27 horas tarareando nanas a mi bebé para que no llorase, para que no nos descubriesen, mientras iba dándome cuenta de lo que me decían las entrañas: que mi marido estaría muerto y mi vida acababa de cambiar por completo”.
Lo cuenta en Yaffa, junto a Tel Aviv, en una casa que le ha prestado un amigo para, sobre todo, poder descansar de las miradas de compasión: su marido se convirtió en uno de los casi 1.200 muertos en la jornada más letal en la historia de Israel que se rememora este domingo y ha degenerado en el Oriente Próximo más inseguro, explosivo e impredecible en décadas. El mundo esta pendiente este domingo de algo que ―como en la cabeza de la cineasta mientras huía― parecía hace un año reservado a las películas: la “seria y significativa” represalia israelí al segundo ataque directo de Irán en un año, un movimiento que incendiaría aún más la región y desembocaría en un escenario de consecuencias imprevisibles.
Dos días después de que Atari escapase a la muerte, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, pronunció con gravedad una frase que pasó casi desapercibida y hoy cobra más sentido que nunca: “Vamos a cambiar Oriente Próximo. Este es solo el principio”. Cinco más tarde, el presidente, Isaac Herzog, considerado un moderado y proveniente del laborismo, señalaba que la “retórica sobre civiles que no están al tanto ni involucrados es falsa” al hablar de Gaza, donde “toda una nación es responsable”. El ejército israelí ya había lanzado entonces allí 6.000 bombas de 4.000 toneladas (casi el mismo número que EE UU en Afganistán en todo un año) y 15 personas morían cada hora de media.
Ha sido un año de horror. En historias y en cifras. En Gaza: más de 42.000 muertos, sobre todo mujeres y menores; prácticamente toda la población desplazada (varias veces, en la mayoría de casos) y una crisis humanitaria creada por Israel como herramienta bélica de presión. Lo que escandalizó en su momento ha acabado convertido en rutina, como los bombardeos de escuelas que albergan desplazados, la invasión de centros médicos o las órdenes de desplazamiento de población. La última, este sábado.
H. es uno de los soldados israelíes que ha combatido en Gaza. Oculta su nombre, su batallón y los detalles de las conversaciones con sus superiores para poder hablar con libertad lo que hizo y vio, como el uso de civiles palestinos como escudos humanos. No lo llamaban así, sino el “procedimiento del mosquito”, pero todos entendían en qué consistía: coger dos arrestados y llevarlos, esposados y con los ojos vendados, a registrar hogares. Les hacen entrar primero, para que mueran ellos (y no los soldados) si les esperan una emboscada o explosivos trampa.
H. cuenta que obligó a un adolescente a abrir puertas y ventanas durante horas. Que solo le quitaban las vendas de los ojos para abrir las puertas y se le veía aterrorizado. Y que su superior los liberó tras los registros. “Ahí entendí que me habían mentido con que eran terroristas, Si lo fuesen, no les habríamos dejado en libertad”, señala.
También habla de la quema gratuita de las viviendas vacías de gazatíes, de la que se jactan en redes sociales los propios soldados israelíes. “Nos decían que quemásemos cada casa en la que había un signo de Hamás, como una bandera. Y Hamás era el principal poder en Gaza, así que en la mayoría había alguna, o una foto de [Ismail] Haniye [el líder de Hamás, asesinado por Israel en julio]. Incluso si había una foto de Yasir Arafat o una bandera de Al Fatah, el comandante nos hablaba de quemarla”. ¿Cuántas? “Muchas. 20 o así […] Además, como el fuego va hacia arriba, en los edificios de varias plantas, teníamos que empezar por arriba y luego ir bajando plantas”. Lo hacían dos soldados en su pelotón, con aceite o combustible que entraban en la casa, formando una pira con sofás y colchones.
“No eran soldados fanáticos ideológicos, que querían hacer daño. Simplemente les divertía. Cuando pasas mucho tiempo en Gaza dejas de pensar en que hay gente que vivirá allá en el futuro […] A partir de un momento, lo que sientes sobre todo es apatía”, asegura.
Lo que cuenta, en realidad, está en internet en código abierto. Es una de las particularidades de este año. Israel impide entrar libremente a Gaza a la prensa internacional. Solo lo permite ―empotrados con las tropas― constantemente a los medios israelíes y a algunos extranjeros, privilegiando a los más cercanos ideológicamente. Sin embargo, no faltan imágenes. Las proporcionan los periodistas palestinos sobre el terreno (nunca tantos habían muerto en un conflicto, 130) y los propios militares israelíes y gazatíes, tanto milicianos como civiles, con sus móviles.
Abriendo una caja fuerte para robar el dinero, burlándose de la ropa interior femenina, quemando casas, abriendo fuego por doquier gratuitamente, dedicando a familiares explosiones controladas de casas o de una universidad, aplastando coches en serie por diversión…. Los soldados israelíes cuelgan las fotos y vídeos sin darse cuenta de que aquello que aplauden los suyos (como una suerte de venganza redentora colectiva por la masacre del 7 de octubre) puede acabar como prueba en la demanda de genocidio en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. El propio ejército israelí llegó a difundir a los medios una vista aérea de dos jóvenes paseando tranquilamente antes de morir en un ataque aéreo, como prueba de que portaban lanzagranadas. Acabó reconociendo que eran bicicletas.
Tampoco hoy Israel es más seguro. Su población sigue aglutinada en torno a la idea que los problemas que no ha resuelto la violencia es porque no se ha aplicado suficiente. El país apoya mayoritariamente la huida adelante sin fin de Netanyahu, que ha recuperado su cetro en los sondeos gracias a los asesinatos de líderes de Hamás y Hezbolá.
Aunque la vida sigue con relativa normalidad, Israel vive una situación anómala y difícil, con 67.000 evacuados del norte fuera de sus casas desde hace un año, más de 100 rehenes en Gaza, 200 cohetes diarios de Hezbolá, misiles sobrevolando Tel Aviv y los reservistas llamados a filas hasta dos y tres veces en pos de la “victoria absoluta” y del “nuevo orden” en Oriente Próximo que promete Netanyahu. Un atentado en Yaffa acaba de dejar siete muertos.
El conflicto más largo
Nunca, ni siquiera en las tres guerras entre Israel y los países árabes, había durado tanto un conflicto. Ni tantos aliados de Irán habían acabado implicándose. Los hutíes de Yemen han obstaculizado el tráfico marítimo y lanzado drones y misiles contra ciudades como Tel Aviv y Eilat. Las milicias en Irak acaban de matar a dos soldados en los Altos del Golán.
En Beirut, la intención de Netanyahu de rediseñar Oriente Próximo tiene a la libanesa Goussun, de 41 años, sentada en la acera bajo su casa en Al Manara, una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Vive en una zona a priori nada objetivo de Israel, pero le llegó por WhatsApp el rumor de que iban a bombardear el edificio contiguo y aún no se atreve a volver con sus dos gatos y la familia de desplazados del sur que acoge. “Nunca sabes si el mensaje es verdadero o falso… Tampoco tengo formar de verificarlo. No me siento segura ya en ningún lado. Mira lo que pasó en Cola [el primer bombardeo israelí de la ofensiva en el centro de Beirut]. Me ha entrado el miedo. Ya no es una cosa contenida a Dahiye [el suburbio del sur de la capital libanesa feudo de Hezbolá]”.
El portavoz del ejército israelí, Daniel Hagari, ha insistido en que la ofensiva no llegará a Beirut, sino que consiste en “incursiones precisas y localizadas” en el sur de Líbano que durarán lo justo para que los evacuados del norte puedan regresar a sus hogares. El objetivo oficial era similar (el oficioso era también colocar en el poder al líder de las Falanges Libanesas, Bashir Gemayel) en 1982, cuando Israel lanzó la operación Paz para la Galilea contra los milicianos de la Organización para la Liberación de Palestina. Con Ariel Sharon como ministro de Defensa, las tropas acabaron cercando Beirut. Solo se retiraron tras una manifestación multitudinaria en Tel Aviv (algo así cogería hoy a todos por sorpresa) en protesta por la complicidad en la masacre que los aliados cristianos de Israel había efectuado en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. Sharon dimitió y la operación que iba a durar poco acabó en 18 años de ocupación del sur del Líbano.
“Os prometí”, dijo hace dos semanas Netanyahu, tras la jornada más letal (558 muertos) en la historia de Líbano desde la guerra civil (1975-1990), por una oleada de bombardeos israelíes, “que cambiaríamos el equilibrio de seguridad” con Hezbolá. “Estamos ganando”, dice un Netanyahu que siente el viento a su favor tras la detonación de miles de buscas y los walkie-talkies y el histórico asesinato de Hasan Nasralá, el líder de Hezbolá, y del grueso del liderazgo militar y el laissez-faire del presidente de EE UU, Joe Biden. Israel ha seguido con su estrategia de descabezar a Hezbolá, con un ataque el viernes que supuestamente mató al previsible nuevo líder de la milicia chií, Hashem Safieddine. Es la gazaización de Líbano. Los muertos en tres semanas de ofensiva superan los 1.400 y los desplazados, 1,2 millones. Unos 200.000 han huido a Siria, igual que decenas de miles de gazatíes pagaron un dineral para poder escapar a Egipto.
El martes, la posibilidad más temida (una guerra entre Israel e Irán) se hizo un poco más posible. Irán lanzó casi 200 misiles contra Israel, en un mensaje también a sus protegidos, que se sentían en la estacada e incluso traicionados. Como en abril (en su primera represalia directa contra Israel, otro hito que ha dejado este año de tantos en Oriente Próximo), el régimen de los ayatolás avisó a intermediarios para que el ataque no fuese un claro casus belli, pero mostró músculo con proyectiles más rápidos y difíciles de interceptar. Iban sobre todo contra objetivos militares y no murió ningún israelí. Teherán tenía además pendiente desde julio la cuenta del asesinato de su invitado, Ismail Haniye.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? “Es, en muchos aspectos, consecuencia de las decisiones políticas del Gobierno israelí, en particular su falta de voluntad de alcanzar un alto el fuego en Gaza que todas las partes —incluido EE UU, su principal apoyo— dicen que está listo para concretarse”, escriben Julien Barnes-Dacey, director del programa de Oriente Próximo y África, y Hugh Lovatt, analista sénior de la región, en el centro de análisis del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. “La actual dinámica de escalada está impulsada por el Gobierno israelí […] sin restar importancia a las acciones desestabilizadoras de Hezbolá y de su patrón iraní, ni minimizar las amenazas a la seguridad que afronta Israel en su frontera norte”.
En este contexto no sorprende que se hayan hecho virales estos días las palabras del ministro de Exteriores de Jordania, Ayman Safadi, después de que Netanyahu pronunciase un belicoso discurso en la Asamblea General de la ONU y aprobase por teléfono desde Nueva York el asesinato de Nasralá. Safadi representa a un país poco sospechoso de extremista: reprime las protestas en favor de Gaza, que considera un riesgo para su estabilidad, es un firme aliado de EE UU y tiene relaciones diplomáticas con Israel desde 1994. Fue, de hecho, el único país árabe que le ayudó a interceptar los misiles iraníes el pasado abril.
“El primer ministro israelí dijo hoy aquí que Israel está rodeado de quienes quieren destruirlo”, dijo Safadi, visiblemente molesto. “Estamos aquí, miembros del comité musulmán-árabe, designado por 57 países árabes y musulmanes, y puedo decirles de manera muy inequívoca que todos estamos dispuestos a garantizar la seguridad de Israel en el contexto de que ponga fin a la ocupación y permita el surgimiento de un Estado palestino […] Netanyahu está creando ese peligro porque simplemente no quiere la solución de dos Estados. Si no la quiere, ¿pueden preguntarle a los representantes israelíes cuál es su objetivo final, aparte de guerras y guerras y guerras?”.