Las políticas migratorias
La soberanía de un Estado incluye el derecho de regular el ingreso y la permanencia de personas en su territorio, una prerrogativa que no admite excusas para atropellar la dignidad humana. Aun cuando una persona se encuentre en situación irregular, sus derechos fundamentales permanecen intactos. Ninguna circunstancia justifica tratos inhumanos o arbitrarios, extorsión o aprovechamiento de la vulnerabilidad del inmigrante.
El respeto a los derechos humanos no es una opción. Cada ser humano, sin importar su estatus migratorio, merece consideración y respeto. Los programas de deportación deben ser transparentes y garantizar el cumplimiento del debido proceso. Es un acto de justicia compatibilizar las repatriaciones con procedimientos administrativos y judiciales claros y accesibles. Asimismo, es imperativo que las deportaciones no expongan a las personas a situaciones de violencia o persecución en sus países de origen, en consonancia con el principio de no devolución establecido por el derecho internacional.
Si bien la implementación de políticas migratorias rigurosas es legítima, no puede desligarse del respeto a los valores fundamentales. La verdadera fortaleza de un Estado reside en su capacidad para hacer cumplir la ley sin recurrir al abuso o a la deshumanización. Los criterios éticos, velando siempre por la integridad física y moral de quienes son expulsados, rigen en una democracia.
En última instancia, la forma en que una nación trata a los inmigrantes, incluidos aquellos en situación irregular, refleja sus principios como sociedad. Regular la inmigración con firmeza, sí, pero siempre con un profundo respeto por la vida y la dignidad de cada persona. Un Estado que equilibra la seguridad con la justicia no solo protege sus fronteras, sino que reafirma su compromiso con los derechos universales que deben regir al colectivo.