La ofensiva israelí pone a prueba los equilibrios del frágil Líbano

Los vecinos de Keserwan, un bello distrito montañoso de Líbano en el que abundan las iglesias y las residencias veraniegas para huir del calor de Beirut, llevaban décadas acostumbrados a ver los bombardeos israelíes en los telediarios, como una realidad ajena, pese a suceder en su país. En los 34 días de guerra de 2006 entre Israel y Hezbolá, el objetivo más cercano fue un puente próximo al famoso casino; y estos días lo estaba siendo Dahiye, el feudo del partido-milicia Hezbolá al sur de Beirut, a solo 20 kilómetros. Hasta este miércoles, cuando la explosión sonó mucho más cerca. Por primera vez, Israel disparó un misil contra una vivienda en Maaysra, una isla chií entre las localidades cristianas de Keserwan.

Tan cerca están que basta con seguir las curvas de la carretera para pasar de la mezquita chií de Maaysra a la cristiana Yahshush, donde Jean Souaid (60 años y “muy maronita”, se define) y su esposa, Lena Zouein, un año menor, observan preocupados la cercanía del conflicto y la llegada de desplazados chiíes a la escuela-refugio. “Claro que tengo miedo. Y a acabar teniéndome que ir yo también. La escuela está al lado de mi casa. ¿Quién sabe quién va a venir y me garantiza que Israel no la va a acabar bombardeando? […] ¿O que nadie va a meter armas de contrabando a medianoche? Si fuesen uno o dos… pero cuando [los desplazados chiíes] vienen en estos números, tengo miedo. ¿Por qué tenemos que entrar en esta guerra?”.

― Ellos argumentan que para ayudar a Gaza.

― ¿Y qué tengo que ver yo con Gaza? Si [el líder de Hezbolá, Hasan] Nasralá quiere salvar a su pueblo, es hora de que se rinda.

Jean Souaid y Lena Zouein, en el pueblo de Yahshush, en Líbano, este jueves. Antonio Pita

“Los cristianos, hagamos lo que hagamos, acabamos pagando un precio”, tercia otro vecino, Dany Zouein, de 48 años. “Si aceptamos a los desplazados, ponemos el pueblo en peligro. Y si no, nos van a decir que somos radicales o racistas. Desde luego, quienes vengan tienen que quitar los eslóganes políticos. Eso está claro”.

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Es justo lo que ha propiciado un incidente en Trípoli, la ciudad suní más grande del país, cuya grabación ha corrido como la pólvora en las redes sociales y muestra la precariedad de los equilibrios identitarios. En el vídeo se escucha a un vecino hablar en tono firme a un chií recién llegado: “Tienes una foto de Nasralá en el coche y llevas una pistola, sin esconderla. Vienes aquí desde Dahiye y llevas una pistola. No te voy a tocar, porque [si lo hago] cometería una estupidez e iría a la cárcel. Así que, venga, ¡iros tú y tu arma fuera de Trípoli!”.

A Jean, el marido de Lena, tampoco le gusta el panorama. Dice que él “y el 90%” de Yahshush (2.500 habitantes en verano, menos de la mitad fuera de temporada) no alquilarían su casa a un desplazado chií, salvo que lo conociesen muy bien de primera mano. “Ni aunque me pagasen mil dólares (895 euros) mensuales, ni aunque sea una familia con mujer e hijos. No sé quiénes son y no me quiero quedar sin casa”, subraya. “El Ayuntamiento tendrá que hacer registros en los coches, para asegurarse de que no hay un rifle entre los colchones o un arma automática escondida en el maletero”.

― ¿Y por qué el Ayuntamiento, y no el Estado?

― Porque no hay Estado. El Estado está con ellos. Si hay un problema, tendremos que tomar la solución en nuestras propias manos. El Ayuntamiento, el pueblo…

“No hay Estado” es una frase en boca de muchos libaneses, sean de la confesión religiosa que sean. Un reflejo de la debilidad de las instituciones y de la ausencia de acuerdo sobre qué forma tendría el interés nacional compartido. Líbano arrastra un sistema de reparto del poder entre las tres principales confesiones (suníes, cristianos y chiíes) que acaba paralizando la toma de decisiones, generando repartos de prebendas entre las élites y empujando a la mayoría a pensar y votar, ante todo, como los suyos.

Desplazados por los bombardeos israelíes, en la carretera de Beirut y Trípoli, este miércoles.
Desplazados por los bombardeos israelíes, en la carretera de Beirut y Trípoli, este miércoles.Tamara Saade

A esto se suma el poder de Hezbolá, muy por encima de su presencia parlamentaria, gracias a decenas de miles de combatientes que podrían vencer al propio ejército y lo convierten en una suerte de Estado dentro del Estado. Sin su luz verde, las decisiones de peso solo pueden acabar en la papelera. Como el puesto de presidente, que ocupa un cristiano y lleva año y medio vacante por falta de acuerdo sobre el sucesor. O el primer ministro, el suní Nayib Mikati, que sigue acumulando meses en la interinidad. Las Fuerzas Armadas carecen de la capacidad y de la voluntad de combatir a las de Israel, aunque vulneren a diario el espacio aéreo nacional. También si acabasen penetrando por tierra. Sería, como en 2006, un asunto entre Israel y Hezbolá, más sus respectivos aliados.

El hartazgo con estas élites y esta estructura confesional parió en 2019 la famosa Revolución. La frustrada revuelta social no cambió el país, pero su novedosa representación política arañó nueve diputados (ninguno de ellos chií) de los 128 del Parlamento en las elecciones de 2022.

Uno de ellos es Nayat Saliba. Hoy critica tanto a Israel como al establishment libanés por no haber impedido “una guerra que causará mayor destrucción en un país que no se la puede permitir” y que está “cansado” tras concatenar en apenas cinco años una pandemia, la explosión en el puerto de Beirut y la brutal crisis económica, aún por terminar. “Sí, Israel es el enemigo. Es una bestia, una máquina de matar. Pero también todos nuestros gobernantes han fracasado muchas veces en evitar esta guerra”, señala Saliba, del partido Taqadum. “Estamos a favor de edificar un Estado y apoyar a las Fuerzas Armadas”.

El peso de Hezbolá

El ministro libanés de Exteriores, Abdalá bu Habib, aseguraba el miércoles que se ha exagerado mucho el peso de Hezbolá en Líbano. “No controla el aeropuerto, no controla las fronteras. Claro que tienen influencia, como otros. También tienen una base popular. Tienen influencia, quizá más que otros, pero no tienen una influencia absoluta en el país. Si quieren nombrar un presidente, no pueden. Tienen que alcanzar un acuerdo de compromiso con otros”, señalaba en una conferencia.

Los últimos días no solo han tensado la coexistencia o, más bien, sacado a la luz tensiones que ya existían. Ha habido también muestras de solidaridad y unidad, ya desde la detonación de la pasada semana de miles de buscas y walkie-talkies que había repartido Hezbolá, atribuida al Mosad. Libaneses de distintas confesiones se acercaron a los hospitales a donar sangre u órganos, o están repartiendo agua y dulces a las familias atascadas en la carretera mientras huyen hacia zonas más seguras. También en Trípoli, la misma ciudad del incidente viral.

Una de estas iniciativas la protagoniza un peculiar personaje con cuerpo de gimnasio: el mecánico Zach Bouery. Cristiano devoto, está arreglando completamente gratis los vehículos de los mismos chiíes cuya presencia en zona cristiana preocupa al matrimonio de Jean y Lena, con quien comparte credo. Bouery ha colgado vídeos en sus redes sociales loando a Jesucristo en medio de Dahiye, ataviado siempre con una camiseta negra dominada por una enorme cruz blanca. El pasado martes, compartió un mensaje en Instagram pidiendo a sus 15.000 seguidores que hiciesen correr la voz de que arreglaría gratis las averías que tengan los vehículos de los desplazados (chiíes, aunque no necesitaba explicitarlo) por los bombardeos israelíes. No cobra ni los recambios, ni el tiempo de trabajo, y cuenta que ha ayudado ya a 20 familias.

Zach Bouery, en la carretera entre Beirut y Trípoli, este miércoles.
Zach Bouery, en la carretera entre Beirut y Trípoli, este miércoles.Tamara Saade

Si su iniciativa ha recibido tanto aplausos como críticas es precisamente por su excepcionalidad: todos saben que cristianos o chiíes combatieron en bandos distintos durante la guerra civil, que han ido cambiando de alianzas políticas y que las falanges maronitas iban con Israel cuando ocupó (1982-2000) el mismo sur del país del que los nuevos “clientes” de Bouery huyen ahora del fuego israelí.

“Hice el vídeo para que la gente vea que los cristianos queremos ayudar a los musulmanes”, explica en medio de la carretera de Beirut a Trípoli, junto a la moto que le permite sortear los inevitables atascos para llegar con rapidez a los coches en apuros. Está en pleno corazón cristiano, a la altura de Souk, coronado por una figura de Jesucristo. Y se nota su popularidad: no pasan dos minutos sin que alguien haga sonar el claxon o reduzca la velocidad y baje la ventanilla para saludarle. “Mucha gente, al ver esta camiseta, piensa que soy racista. Y otros piensan que los cristianos somos como los judíos [israelíes]. Yo quería mostrar que los libaneses somos todos parte de la misma nación”, dice.

También piensa (y actuó así) Isabelle Aoun. El miércoles, como de costumbre, estaba en la panadería que regenta en Zaaitra, el pueblo maronita que colinda con el chií bombardeado el miércoles, Maaysra. Por eso oyó con claridad la explosión, vio “el humo elevarse sobre el cielo” y a las familias chiíes llegar asustadas a la iglesia para refugiarse, conscientes ―por el peso de la historia― de que nunca sería un objetivo. “Venían a la panadería para ir al baño, a por agua… Yo entiendo que cada uno tiene sus miedos, pero me gusta ayudar sin pensar en la religión de cada uno. Y también te digo: no es el momento para ese tipo de problemas”.

Isabelle Aoun, en su panadería en Zaaitra, este jueves.
Isabelle Aoun, en su panadería en Zaaitra, este jueves. Antonio Pita

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