Pobre Líbano, pobres libaneses
Salvo que uno sea muy pro o anti israelí, resulta difícil entender el sangriento juego que Israel y Hezbolá se traen entre manos en Líbano. Su enfrentamiento de cuatro décadas se ha intensificado desde el brutal ataque terrorista de Hamás de hace un año y la voluntad declarada de la milicia libanesa de respaldar a sus aliados palestinos de Gaza. Sin embargo, ni el único Estado democrático de Oriente Próximo ni el poderoso grupo político-militar chií del país vecino están en condiciones de alcanzar su objetivo. Aun así, no parecen importarles los centenares de muertos y la destrucción del muy maltrecho Líbano.
A pesar de su persistente bombardeo sobre el norte de Israel, Hezbolá no ha conseguido reducir la presión militar sobre Gaza, ni forzar al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, a un alto el fuego. A estas alturas está claro que sin el apoyo directo de Irán, su patrocinador, no podrá ir más allá en el choque con Israel. Y esa es una trampa que la República Islámica quiere evitar, como ha señalado el veterano diplomático iraní Javad Zarif (que ahora ejerce de asesor de política exterior del nuevo presidente), aunque no sea tanto por falta de ganas de sus halcones como por la situación interna y el temor a enfrentarse directamente con EE UU.
Por su parte, el Gobierno de Netanyahu ha utilizado los ataques de Hezbolá y el desplazamiento de civiles que han forzado para justificar acabar con esa milicia. La explosión de miles de buscas y walkie-talkies (en una espectacular operación que Israel ha evitado atribuirse y que si hubiera tenido otro origen se hubiera calificado de terrorista) ha dado paso a una ofensiva aérea sin precedentes desde 2006 y algunos esperan una incursión terrestre. Pero como en el caso de Hamás, diezmar a sus militantes y destruir armas e infraestructuras no va a doblegarles.
Unos y otros pelean sobre un Estado frágil, casi fallido. De hecho, esa ausencia del Estado, al que Hezbolá suplanta en el sur de Líbano y en buena parte de sus instituciones, ha sido esgrimida por un ministro israelí, Amichai Chikli, para defender la ocupación de una franja de ese país. Es puro cinismo. Primero, porque Israel ―al igual que Irán y, en menor medida, otros vecinos y también EE UU o Francia― tiene gran parte de responsabilidad en la debilidad del Estado libanés. En segundo lugar, porque Israel ya ocupó el sur de Líbano entre los años 1985 y 2000, agravando la fractura inter comunal y contribuyendo a la popularidad de un entonces naciente Hezbolá.
Llegué a Beirut como corresponsal a finales de 1987, en medio de la guerra civil libanesa. El conflicto había estallado 12 años antes, cuando las milicias cristianas —aliadas de Israel— quisieron poner coto al Estado dentro del Estado en que se había convertido la presencia de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y otros grupos palestinos, con el apoyo de izquierdistas y panarabistas libaneses. Ya antes era un Estado frágil debido al confesionalismo de su sistema político, que alentaba el reparto de prebendas dentro de cada comunidad (cristianos, musulmanes suníes y chiíes, drusos…). Las esperanzas que pudo despertar el fin de la contienda civil en 1990 quedaron enterradas con los 34 días de bombardeos israelíes de 2006.
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“Cada 15 años tenemos una guerra”, declaraba entre incrédulo y resignado un libanés entrevistado estos días por una televisión occidental. ¿Tiene que ser así? ¿No hay nadie que pueda pararlo? Pobre Líbano, pobres libaneses.