Las reformas de los años 90 en RD
En la década de los 90, en el ocaso del siglo pasado y en el declive de algunos líderes políticos históricos, el país se vio inmerso en un proceso sustancial de reformas. En esos años se produjo un agrietamiento del sistema político electoral, precedido por una crisis económica de envergadura.
La necesidad de reaccionar para evitar un cataclismo contrarrestó la fuerza formidable de la inercia y forzó a que se produjeran cambios relevantes en las áreas política y económica.
Los detonantes fueron varios.
En 1990 surgió una crisis electoral. El resultado fue cuestionado con acritud sin que las quejas prosperaran. El germen del fermento quedó en pie. A mediados de la década surgió la gran crisis de 1994, que conmovió los cimientos de la estabilidad.
Como consecuencia, se modificó la Constitución para prohibir la reelección presidencial y se estableció la segunda vuelta electoral. Luego se demostraría que no era suficiente para frenar las apetencias de poder.
En 1990 una inflación de alrededor del 80% producto de la expansión del gasto con dinero inorgánico, se combinó con el desabastecimiento de combustibles, consecuencia de mantener precios políticos. El erario fue afectado.
Las largas filas en las estaciones de expendio hicieron comprender que la mejor opción era pagar el precio de mercado y tener acceso al combustible, en vez de beneficiarse de un precio subsidiado para un bien escaso, que a la vez se convertía en motor de los apagones eléctricos y del déficit fiscal.
La crisis se zanjó con el reajuste del precio, el abastecimiento del mercado, la atenuación de los apagones. Y, con una reforma tributaria junto a otra arancelaria, profundas y bien orientadas.
En la mente del dominicano quedó sellada la idea de que para que las cosas funcionen bien hay que pagar el costo que tienen, contrariada por los efluvios trastornadores de la devoción populista, siempre proclive a volver a las viejas andadas.
A lo largo de la década vendrían otras iniciativas trascendentes como la de la empresa pública (quedó a medio camino), o la adecuación de la ley de inversiones extranjeras, que removió los obstáculos que la afectaban, o la unificación del mercado cambiario.
En aquellos años se incubaron otras reformas como la monetaria y financiera, junto a la de la seguridad social (debe ser profundizada), y la liberación del precio de los combustibles, que cristalizarían empezando el siglo XXI. Quedó pendiente la del ámbito municipal que bien debería ser retomada.
Ahora estamos ante una nueva oleada: constitucional, laboral, fiscal, consolidación de instituciones… Lanzada en sucesión, sin interrupción. Pero no se percibe qué moverá la fuerza de la inercia para introducir cambios profundos que modifiquen malos hábitos y lancen al país por una senda más constructiva, en busca del desarrollo, no del crecimiento no incluyente (dominicanos excluidos del mercado laboral obligados a emigrar).
Las circunstancias nunca son iguales. Ahora, a favor opera la coyuntura de que el partido de gobierno goza de amplia mayoría legislativa. Y, en contra, que el ejecutivo de la nación ha prometido no optar a un nuevo período de gobierno, lo cual puede restarle grados de fidelidad en su propio grupo político.
Es digno de apoyo el entusiasmo del presidente Luis Abinader comprometido con la idea de dejar un legado que debe ser concretado en este período. Sin embargo, las evidencias muestran que las prisas nunca han sido buenas, sobre todo en materia de tanta complejidad. Procede profundizar cada cosa hasta obtener un producto satisfactorio para la sociedad. Y luego emprender la otra.
Las margaritas se deshojan pétalo a pétalo, no de un tirón. Así se obtiene plenitud de lo que se aspira. Lo contrario tiende a mediatizar. Querer hacer tantas cosas sin dar tiempo a la maduración de cada una de ellas podría producir resultados distantes a las expectativas creadas.
La declaración a la baja del partido de gobierno sobre la disminución del número de diputados electos en las circunscripciones, de 68 a solo 20, desconectada del propósito de reorganizar la división territorial, es una indicación de que el proceso podría desinflarse. Y si lo hiciera, la tentativa de realizar modificaciones en la arquitectura financiera pública podría disminuir su base de sustentación.
Pero no es solo eso. Hasta ahora ni siquiera se ha mencionado lo que debería ser la reforma más profunda y determinante, que condicionaría a todas las demás: la de la preservación de la identidad nacional, que incluye cambios profundos en el ordenamiento laboral, la reconstitución de la relación 80/20 y la reorganización del control migratorio.
Es visible la constelación de intereses particulares que giran en torno a ella, opuestos a los de la nación. Su ejecución es ineludible e imprescindible.
Ahora, a favor opera la coyuntura de que el partido de gobierno goza de amplia mayoría legislativa. Y, en contra, que el ejecutivo de la nación ha prometido no optar a un nuevo período de gobierno, lo cual puede restarle grados de fidelidad en su propio grupo político.