Los momentos constitucionales y disciplina de partido
Una de las consecuencias insospechadas que acarrea esta «democracia partidaria» que nos rige (esa en la que los partidos políticos desempeñan un papel absolutamente central) es aquella que resulta de las mayorías aplastantes que, cada tanto, se configuran en las cámaras legislativas. En esos casos, diría Giovanni Sartori, esas asambleas tienden a convertirse en «cajas de resonancia», en cuyo interior reverberan decisiones tomadas en otro lugar, probablemente en la sede del partido al mando. En esos casos, también, la clásica discusión sobre mandato representativo y mandato imperativo adquiere otra connotación.
Cuesta creer que las asambleas legislativas, reducidas a la resonancia, puedan conjugar satisfactoriamente las demandas de la sociedad. En tal tesitura, se quiebra la estrategia de «pie dentro-pie fuera», que tanto rédito produjo al Partido de los Trabajadores en Brasil: el eco del mando partidario ensordece y bloquea, sin remedio, los canales de comunicación poder-sociedad que, por regla general, deberían potenciar la delicada labor de representación. Se produce, además, un cortocircuito, no solo en la relación entre el representante electo y el partido por el cual fue nominado, sino también entre el partido y su electorado, así como entre este último y «su» representante. El problema, claramente, se ramifica.
Este efecto resonante puede tener varias explicaciones. Una de ellas podría ser la necesaria cohesión que precisa la política institucionalizada, sobre todo en contextos —como el actual— en los que la competencia electoral es férrea, las campañas se suceden sin parar y el poder se pierde más fácilmente de lo que se obtiene. Otra explicación, que es la que aquí interesa, encarna la cara extrema de esa misma cohesión: se habla entonces de la disciplina de partido como vehículo para inmunizar las decisiones estratégicas y programáticas de los grupos políticos hegemónicos.
Cabe conceder a la cohesión cierto valor en la vida de las organizaciones, particularmente las partidarias. Es natural que los grupos se interesen en la unidad en sus filas, en especial ante cuestiones de relieve para la agenda nacional. En cambio, la disciplina de partido —al menos en el contexto específico que aquí se analiza— tiene un potencial distinto y comparativamente más costoso para la integridad de la democracia, un potencial que, en mi opinión, se verifica con nitidez cuando su satisfacción se exige bajo amenaza de sanción. Cuando ello ocurre, en cierta medida, se frustra una de las tareas esenciales de los partidos. Se distorsiona la propia función de representación.
Ahora bien, situados en un contexto de política corriente, en el que están en juego las funciones que, de ordinario, han de cumplir los estamentos legislativos, la disciplina de partido protagoniza una de las muchas dificultades que derivan del de por sí problemático encaje de la democracia heredada de las revoluciones del siglo XVIII con la sociedad plural y heterogénea de nuestros días. Colocados —en cambio— ante momentos de política «superior», en los que se disputa un agregado de temáticas especialmente sensibles (como, pongamos, una reforma constitucional), la disciplina de partido quiebra con violencia parte de la lógica sobre la que se monta el Estado contemporáneo.
Hay aquí una referencia a la distinción que formuló Bruce Ackerman entre momentos de política ordinaria (common lawmaking) y momentos «constitucionales» o de política constitucional (higher lawmaking). A su juicio, hay una diferencia cualitativa entre la deliberación «estándar» sobre política común (piénsese en la cuestión fiscal) y la discusión «superior» sobre las variables esenciales del armazón constitucional. La diferencia entre ambos «momentos» no radica en su incidencia para el día a día del ciudadano de a pie (nadie niega que la reforma fiscal es un auténtico dolor de cabeza), sino en el ámbito temático sobre el cual se cierne la discusión pública. Así, siempre que se trate de los pilares vertebradores del poder o las áreas definitorias para el tejido social, se estará ante uno de esos momentos de política constitucional en los que —se supone— la visión de conjunto va más allá de lo inmediato.
Es cierto que esa separación no es demasiado rígida y que, en la práctica, la línea divisoria entre ambos «momentos» no siempre es visible. Con todo, creo que el esquema de Ackerman suministra un marco teórico útil para calibrar la significación del «momento constitucional» configurado a raíz del proyecto de reforma constitucional que ha planteado el Poder Ejecutivo. Admitir la diferenciación entre la deliberación legislativa «ordinaria» y la deliberación asamblearia «constitucional», si bien no debe llevar a engaño, al menos puede imprimir una inyección de perspectiva sobre lo que en verdad acontece cuando el poder político se organiza en torno a los cimientos de la vida en democracia.
Para que no se pierda el argumento, diré a continuación que, en nuestro caso, el «momento constitucional» que ha creado el poder político de turno ha ido perdiendo parte de su pretendida «superioridad». No deja de ser llamativo, por ejemplo, el grado de resistencia que se ha verificado con respecto a la posibilidad de ratificar la reforma mediante referendo aprobatorio. Si la modificación pretende que la nación se reencuentre consigo misma y entierre para siempre los males de antaño, entonces su ratificación por voto popular debería ser el vector que apuntale y consolide el proyecto de cambio. Hay en ello razones de peso. La principal, a mi juicio, es que, en el fondo, el asunto se resume en una cuestión de legitimidad: no es solo que lo exige el artículo 272 del texto constitucional en vigor, sino que la ratificación por referendo otorgaría a la reforma el impulso social y el aval democrático que curiosamente anhelan los sectores que la defienden (y que, por cierto, difícilmente obtendrán por otras vías).
Un segundo motivo por el cual este «momento constitucional» resulta cada vez menos «constitucional» es de alta manufactura. En un giro, hasta donde sé, inédito en la historia reciente, el presidente de la Cámara baja ha anunciado que el partido de gobierno, con una imponente mayoría en la próxima Asamblea Nacional Revisora, ha asumido la cuestión de la reforma (cito) en clave «monolítica»: de ser necesario, las discrepancias alrededor del proyecto (que vendrán: de eso va la vida misma) serán sorteadas a golpe de sanción, y lo que no resuelva el diálogo se solventará con una reprimenda en casa.
Si la disciplina de partido genera productos endiablados en el contexto de la política «ordinaria», es lícito reflexionar sobre su potencial en los momentos «constitucionales». No parece descabellado anticipar que, en ocasión de una discusión como la que se nos ha planteado (en la que, insisto, anida un drama histórico), el régimen disciplinario del partido de gobierno termine siendo la clave en el proceso de reforma, la llave maestra de todo el asunto. Y como la reforma va porque va —o al menos eso se ha dicho—, la coyuntura muestra lentamente su verdadera forma: como producto de un sector cuya presunta misión es sanar definitivamente la desde siempre precaria salud de nuestra democracia.
No es necesario especular sobre los móviles de semejante empresa. Basta recordar que la historia tiene una manera muy peculiar de revelar sus lecciones. Y que las formas de la reforma tienen su filosofía y su peso específico. Contra eso, me temo, no hay sentido de disciplina que valga.