Después de lo ocurrido en los länder de Turingia y Sajonia a la coalición semáforo alemana le ha entrado pánico. Y no solo a ella: toda la sociedad alemana se está preguntando cómo puede ser posible que un partido como la AfD alcance tanto éxito. Los expertos no paran de analizar cuáles puedan ser las causas que conducen a votar a dicho partido. La respuesta corta y refrendada por todas las encuestas se resume en dos palabras, la inmigración. Hay también otras, desde luego, pero la recién señalada gana por goleada. En el caso alemán se asocia, además, con las solicitudes de asilo, el atentado de Solingen —hay otro reciente frustrado también contra miembros del ejército— y una sensación general de inseguridad derivada de la entrada en eso que Scholz calificó como Zeitenwende, un cambio de época. Es ahora cuando empieza a darse la vuelta a esa amplia aceptación que tuvo en su momento la admisión de masas de sirios y otros refugiados facilitada por Merkel. En estos momentos, una amplísima mayoría de ciudadanos considera que hay un exceso de inmigrantes y asilados.

Podrá decirse que, en definitiva, eso mismo es lo que ocurre en la mayoría de los países europeos. Para los alemanes, sin embargo, es una cuestión que afecta a su propia identidad. La asociación de pacifismo, democracia y antirracismo —o la defensa incondicional del Estado de Israel— se vio siempre como el mayor revulsivo frente a los fantasmas del pasado. El debate actual sobre rearme, como antes la mera presencia de soldados alemanes en Afganistán, las declaraciones de contenido racistas o semi-exculpatorias del pasado nazi emitidas por algunos miembros de la AfD y, en general, el temor al rebrote del antisemitismo que pueda significar el conflicto de Gaza tocan una fibra muy sensible, empiezan a arrojar dudas sobre su misma autocomprensión. Lo que ya parecía superado puede estar volviendo a reavivarse.

Tengo para mí que en los demás países tenemos mucho que aprender de esa misma sensibilidad tan contraria a las amenazas de la ultraderecha. Recordemos que en el pórtico de entrada de la Constitución alemana está la defensa de la dignidad moral, y otros seres humanos no dejan de tenerla por el hecho de no ser europeos. ¿Cómo compaginar los principios en los que afirmamos creer con el impulso por apaciguar los miedos que suscita la inmigración? Esta es la gran pregunta a la que estamos obligados a encontrar respuesta. Por ahora, sin embargo, no se piensa, solo se reacciona. Incluso en Alemania. La coalición gobernante ha buscado erigir un cortafuegos siguiendo el tic hobbesiano de apaciguar los temores con el recurso a un mayor control de fronterasSchengen pende ahora mismo de un hilo—, devoluciones en caliente de presuntos refugiados al país europeo de entrada y otras que siguen manejándose. Tendrá sin duda un efecto casi inmediato sobre la propia aplicación del recién aprobado pacto sobre inmigración y asilo. Y sobre el mismo proceso de integración europea. Lo peor de la reacción de Scholz es que fue unilateral, la UE por ahora se ha dejado al margen, cuando todos sabemos que es imprescindible para la solución.

Es la reacción propia de líderes que, como en otros países, se limitan a seguir determinados humores populares. Vamos, que no lideran. Aquí se muestra, además, que en cierto modo ya ha ganado el discurso de la ultraderecha. En vez de introducirse un debate público sereno sobre un tema complejo como este de las migraciones, que tiene cantidad de dimensiones —de demanda laboral, demográficas o climáticas— y se difuminan todas ellas bajo su dimensión más simple, la de la seguridad, una de tantas. El miedo manda.

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