Huir campo a través o escondiendo a los niños: nueve días para escapar en Yenín del avance israelí
El punto de inflexión, aquello que le hizo tomar la decisión, fue ―cuenta Abdel Fatah Abu Rayaa― la caída de la electricidad, que no vivía desde la famosa invasión de Yenín en 2002, en los momentos más duros de la Segunda Intifada. Unos 30 soldados israelíes habían tomado cuatro días antes su edificio, dibujado en una pared un mapa en hebreo con las distancias entre los objetivos militares y abierto agujeros en los muros exteriores del piso más alto para que los francotiradores pudiesen abrir fuego. Abu Rayaa estaba con diez niños, otros siete hombres y seis mujeres, divididos en tres habitaciones del apartamento, sin abrir las ventanas por miedo a los tiradores (”solo nos atrevíamos a acercarnos, sin abrirlas, mi mujer y yo, pero no dejábamos a los niños”, rememora), ni poder salir a por alimentos, agua o leche infantil. “Llamé a la Media Luna Roja Palestina, a la Defensa Civil… Intenté todos los contactos que tenía, pero me decían que no nos podían ayudar. Íbamos tirando de lo que había en la casa”, recuerda hoy, sentado en el patio de la casa al que no podía descender aquellos días.
Entonces, escuchó cerca los disparos que, supo luego, acababan de matar al anciano (82 años) Tawfiq Kandil, vio a casi todos los soldados salir corriendo en esa dirección y pensó: “No quiero morir dentro de mi casa. Si muero, que sea fuera”, asegura. Con dudas, pero sin tiempo para permitírselas, cogió a su familia y salieron. “Mi mujer hacía una señal hacia arriba, hacia el tirador. Le gritaba: ‘¡Nos vamos, nos vamos!”. Caminaron, pero no hacia la ciudad, sino en la única dirección que parecía segura: el monte.
Abu Rayaa, de 50 años, vive en el Distrito Oriental de Yenín, una mezcla de mansiones y casas más humildes a lo largo de varias laderas a prueba de frenos de mano. Para la familia, bajar la empinada cuesta no era una opción: allí se encontraban el grueso de las tropas y la mezquita, hoy con un agujero en un muro causado por un bulldozer. Tampoco coger el coche. “Éramos demasiados para caber y no habría podido entrar por el camino que cogimos”, explica. Así que aprovecharon que era de día y escaparon a través de los montes.
En su caso, tenían una ventaja: el objetivo estaba claro, alcanzar la nueva casa familiar, levantada a apenas cuatro kilómetros pensando en “el momento en el que los hijos se casen y formen una familia”. No fueron los únicos en escapar así. Como se puede ver en vídeos de aquellos días, otros habitantes del barrio (objeto de la macrorredada, pero fuera del campamento de refugiados) avanzaban campo a través, escapando cansados del avance de las tropas de la única forma que les parecía segura.
Ya este sábado, grúas y excavadoras se afanaban en reparar los destrozos junto a la mezquita de la ofensiva más larga en dos décadas del ejército israelí en Yenín: nueve días, concluidos este viernes. Como suele suceder, la ciudad se ha llevado la peor parte de la ofensiva israelí en el norte de Cisjordania, una de las mayores desde el final de la Segunda Intifada, en 2005, y que incluyó también los dos campamentos de refugiados de Tulkarem y el de Fara´a, cerca de Tubas.
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En Yenín, las tropas penetraron principalmente en los estrechos callejones del campamento, donde las fotos de los mártires caídos año tras año se mezclan con pintadas, nuevas y antiguas, que van de una inocua felicitación de la festividad musulmana del Ramadán a un aviso a los soldados israelíes de que se acercan al “callejón de la muerte”.
Un “escudo de mujeres”
La electricidad volvió el viernes. Los vecinos aún esperan a abrir los grifos y que salga agua corriente, así que combaten el calor y preparan café con agua mineral. Una plaza se prepara para homenajear a los 20 “mártires” varones de la operación militar. Son en su mayoría milicianos, a tenor de las imágenes con armas largas que figuran en los carteles que han colocado dos grupos armados palestinos: los Batallones Al Quds, de la Yihad Islámica, y las Brigadas de Mártires de Al Aqsa, el brazo armado de Al Fatah y mayoritario en este campamento. La única muerta es también la única sin foto. En su lugar, hay una rosa y el nombre.
Para no convertirse en uno de los “mártires” ―o más bien, matiza, para que no lo hiciesen su mujer y su bebé de dos meses―, Osama Salahat, de 24 años, dejó su casa en el sexto día de ofensiva (cuatro después de lo que pensó inicialmente que duraría) con ellos poco antes de que llegasen los soldados.
“Las anteriores veces me había quedado. Si muero, muero, me da igual. Es mi casa. Pero no ahora, que tengo un hijo”, asegura junto a las señales de metralla en la pared de su casa, en la que irrumpieron los soldados. Cuenta que, además, se les había “acabado todo”. No había agua ni electricidad, así que se pusieron de acuerdo por WhatsApp con otros vecinos para salir formando lo que llama un “escudo de mujeres”.
Ellas iban primero, para que los soldados no las confundiesen con milicianos. Los niños, detrás, junto a los varones, para estar menos expuestos. Empezaron siendo unos 20, pero se les sumaron otras seis familias en el camino, al verlos cruzar “callejuela tras callejuela”, algunos con banderas blancas improvisadas, explica Salahat antes de admitir: “Sentíamos el miedo de la muerte en cada minuto”. Se dirigió a casa de sus padres, también en el campamento, y luego a la de su tío, ya en la ciudad.
La familia de Aziz Talib no huyó junta, sino por fases. Él, de 48 años, mandó a su mujer e hijas fuera del campamento en cuanto supo que el ejército israelí lo estaba rodeando, y se quedó. “Durante los primeros días, los bombardeos sonaban de lejos”, justifica. También allí acabaron llegando. “Vivo aquí, estoy acostumbrado, pero te aseguro que la cantidad de disparos que sonaba cerca no era normal, no era lógica. Eran mucho más agresivos”.
Solo se fue, afirma, una media hora antes de que su casa acabase convertida en el desastre de escombros, muros medio enteros y muebles rotos por el suelo al que van pasando vecinos, personal de la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (UNRWA) y hasta algún político para darle ánimos, en una especie de ritual que se repite aquí cada tanto.
Los israelíes volaron la puerta con explosivos y hay señales de disparos de fusiles de repetición justo en el muro de enfrente, así que Talib tiene claro que no hicieron muchas preguntas antes de abrir fuego y cuál habría podido ser su suerte de haberse quedado. También se ven señales de metralla y un pequeño agujero en el suelo, aparentemente de una granada. Ahora, apenas de regreso a la casa, se dispone ―con más resignación que queja― a pasar “una o dos semanas” en un hotel, a cargo de la UNRWA. Hasta que su hogar vuelva a estar habitable, o tenga que salir corriendo de nuevo.
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