En julio de 2016, Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, llamó a Michel Barnier para que se pusiera al frente de las negociaciones para el Brexit. El político francés nacido en La Tronche hace 73 años solo podía salir a hombros o terminar en la enfermería tras aquel encargo. Barnier, un hombre de montaña, curtido en la Saboya francesa, y a quien el propio Juncker había arrebatado la presidencia de la Comisión en 2014 en el último suspiro, había sido tres veces ministro en Francia (con François Mitterrand, Jacques Chirac y François Sarkozy) y en dos ocasiones comisario europeo. Hablaba un precario inglés y debía partirse la cara con la diplomacia británica en una de las negociaciones más importantes de la historia de la Unión Europea. A un lado y otro del canal de la Mancha, nadie pensaba que fuera a conseguirlo. Pero estudió el idioma, se rodeó de gente muy valiosa y, sobre todo, fue perseverante, tenaz y resistente cuando más apretaba la fatiga, ese carácter adquirido durante tantos años en la montaña. Volvió locos a los británicos, que, tras un millar de intentos por torpedear su autoridad y puentearlo a través de los jefes de gobierno, terminaron reconociéndolo como único interlocutor.

La capacidad de negociación de Barnier, esa paciencia y talento para llegar a acuerdos a través del diálogo, será ahora extremadamente útil en Matignon. Ahora, en Francia, el excomisario europeo, que fue aplaudido por los Veintisiete por su capacidad de forjar consensos, deberá hacer frente a un Parlamento violentamente dividido en tres bloques que le recibirán desde el primer día con la espada de Damocles de la moción de censura.

El nuevo primer ministro deberá primero construir un Ejecutivo que responda a las distintas sensibilidades de la Asamblea Nacional si quiere sobrevivir más allá de las primeras semanas de gracia que le concederá el Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, ahora mismo su principal apoyo fuera del bloque presidencialista construido en torno al presidente Emmanuel Macron. “Es un trabajador infatigable, resiliente, con una flema muy británica”, señala una persona que trabajó con él durante años. Barnier, un hombre muy formal a quien podría considerarse un neogaullista, sabe construir equipos, otorgándoles gran confianza, y rodearse de gente experta. Su perfil, sin embargo, responde más bien a esa vieja política que Macron se propuso enterrar cuando llegó al Elíseo. El relevo escenificado el jueves por la tarde en Matignon se produjo entre el primer ministro más joven (Gabriel Attal, de 35 años) y el más anciano (Barnier, casi cuatro décadas mayor y con medio siglo de experiencia política).

Barnier no posee ninguno de los rasgos biográficos de la élite de la política francesa. No pasó por la Escuela Nacional de Administración (ENA), el vivero de los dirigentes franceses. Tampoco estuvo nunca en primera fila ni mostró demasiado carisma, algo que pudo verse en las primarias de Los Republicanos, el partido de la derecha tradicional, para las últimas elecciones presidenciales, en las que no recogió más del 23% de los votos y quedó en tercer lugar. En aquella ocasión, descolocó a sus colaboradores cuando, para ganar popularidad, propuso un referéndum constitucional sobre política migratoria, lo que despertó la protesta de la Comisión, que tuvo que recordarle la primacía del derecho europeo sobre el nacional.

El nuevo primer ministro francés es un político menos conocido en su país que en Bruselas, pero su hoja de servicios para la República es también extensa. Barnier ha acumulado múltiples funciones, y casi siempre subrayadas por su precocidad. Fue elegido el consejero general más joven de Francia a los 22 años, en 1973; se convirtió también en el benjamín de los diputados; el presidente más joven del consejo departamental de Saboya; cuatro veces ministro (Medio Ambiente, en 1993; Asuntos Europeos, en 1995; Asuntos Exteriores, en 2004; Agricultura, en 2007). Todo eso después de su primera gran gesta política: la organización en 1992 de los Juegos Olímpicos de Invierno en Albertville (Saboya).

La leyenda en torno a cómo se forjó aquella aventura señala que Barnier, entonces un joven diputado neogaullista por el departamento de Isère, esquiaba con el campeón Jean-Claude Killy. Era el 5 de diciembre de 1981. “Lo que necesitaríamos sería organizar unos Juegos Olímpicos”, le dijo Barnier. “Todo iría mejor”, insistió. Y aquella conversación en plena nieve puso en marcha la candidatura a los Juegos Olímpicos de Invierno el mismo año que Barcelona organizó los de verano. E impulsó, al mismo tiempo, la carrera de Barnier fuera de su región.

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En su propia formación, Los Republicanos, fue visto con cierta suspicacia por su cercanía intermitente con Macron, especialmente en temas económicos y europeos. Sin embargo, también ha sido crítico con el jefe del Estado, con quien ahora deberá practicar ese extraño deporte político de la cohabitación, en la manera de gobernar. “No se puede dirigir Francia sin involucrar a todos en el proceso”, señaló en 2022, acusando al presidente de la República de practicar una presidencia “vertical, arrogante y solitaria” y rechazando formar parte de su órbita política.

La carrera de Barnier en la Comisión Europea y el brillo de su perfil internacional pueden ser ahora muy útiles también para calmar las aguas en Bruselas, que tiene bajo la lupa a París desde el pasado junio por el déficit excesivo. Francia, lejos de corregir el peligroso rumbo, ha agravado la situación. El déficit público francés, que en 2023 subió hasta el 5,5% del PIB ―lo que llevó a la Comisión Europea a abrir el expediente― corre ahora el riesgo de empeorar hasta el 5,6% este año e incluso hasta el 6,2% en 2025 si no se toman medidas urgentes. Esa será una de las primeras carpetas que encuentre el viernes encima de su mesa.

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