Marine Le Pen se queda con las llaves del Gobierno francés
A las 18.02 del jueves, Gabriel Attal, de 35 años, el primer ministro más joven de la V República, subió las escaleras del Palacio de Matignon acompañando a quien iba a ser desde ese momento su nuevo inquilino, el primer ministro más anciano del mismo periodo, que bien podría ser su padre: Michel Barnier, 73 años. Era la puesta en escena del fin de un culebrón que duró 51 días, pero también del fracaso en el intento de transformar la política francesa desde que Macron aterrizó en el palacio del Elíseo en 2017. Barnier, reputado negociador, se dedica a la política desde hace 51 años y pertenece al partido de Los Republicanos (LR), que ni siquiera formaba parte del frente republicano propuesto por el jefe del Estado para hacer frente a la ultraderecha. Pero por encima de todo, la escena de Barnier asumiendo el cargo de Attal representaba también un fracaso en el intento de frenar a la ultraderecha, aunque esa imagen se manifestara en el patio de Matignon algo más borrosa.
Marine Le Pen, líder del ultraderechista Reagrupamiento Nacional (RN), recibió un durísimo golpe el 7 de julio, cuando descubrió en directo, y ante toda Francia, que todas las encuestas se habían equivocado. Su partido, lejos de ganar las elecciones, quedó en tercer lugar por detrás del Nuevo Frente Popular, el artefacto electoral de la izquierda, y del bloque presidencialista construido alrededor de Emmanuel Macron. La izquierda, por una vez, había sabido organizarse en torno a la misma bandera logrando contener a la ultraderecha, que recibía un tremendo batacazo. La desgracia, la media sonrisa congelada, se fue transformando en optimismo a medida que fueron pasando los días y Macron fue incapaz de proponer a un candidato (o candidata) que pusiera rostro a la victoria de las fuerzas progresistas y, al mismo tiempo, dejara fuera a La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. Todo a la vez era imposible.
Le Pen, en pleno proceso de mutación institucional de su partido, decidió permanecer en silencio y contemplar el espectáculo. No tuvo que hacer demasiado para hacer valer sus 126 diputados y 11 millones de votos. Si Macron no lograba el apoyo de la izquierda, tarde o temprano sonaría su teléfono. Y así fue. La líder ultraderechista solo tuvo que bajar el pulgar un par de veces para demostrar que la disolución de la Asamblea Nacional no había servido de nada, que la ilusión de unidad y el cordón sanitario eran inútiles y que su partido sería decisivo para la estabilidad del nuevo gobierno y, probablemente, también de la presidencia de la República. Le Pen y su partido nunca habían tenido tanta influencia.
Todo está abierto, también el futuro del propio Macron, cuyo mandato expira oficialmente en 2027. Y dependerá, en gran medida, del Ejecutivo que sea capaz de conformar Michel Barnier en los próximos días, incluyendo ministros de distintas sensibilidades. El nuevo jefe del Gobierno se encontrará con una pila de asuntos atrasados, una deuda disparada y un déficit (6,2% del producto interior bruto en 2025 si no se toman medidas urgentes) propio de aquellos países que amenazaban con romper la zona euro hace apenas unos años. Pero también una calle inflamada por las fuerzas de izquierda, que el sábado se manifestarán contra el presidente de la República bajo el triple lema: “Censura, movilización, destitución”.
La tercera palabra —”destitución”— amenaza con convertirse en uno de los estribillos de la canción política que los franceses escucharán las próximas semanas si Barnier no tiene éxito. Este es un detalle que no se le escapa al nuevo primer ministro, que nada más poner un pie en Matignon, admitió que Francia atraviesa un momento “grave” y que habrá que mostrar y tener mucho respeto por todas las fuerzas políticas, en una referencia evidente a La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, pero, sobre todo, a Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, en cuyas manos se encuentra ahora la supervivencia del futuro Ejecutivo.
Barnier quiso demostrar su apertura de mente recordando a su madre y evocando uno de los consejos que le daba siempre: “Cuando somos sectarios, es que no estamos seguros de nuestras ideas”. El nuevo primer ministro dio la impresión de querer contentar a la ultraderecha citando expresamente la seguridad ciudadana y la “materia de la inmigración” como asuntos prioritarios de su Gobierno. También habló del “descontento que atraviesa a los ciudadanos franceses: en las ciudades, pero también en los pueblos”.
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Barnier, convertido ya para siempre en la persona que salvó los muebles en la negociación del Brexit, deberá utilizar todo el conocimiento adquirido en aquel proceso para tratar de poner a salvo los de Matignon y del Elíseo. “Habrá cambios y rupturas”, anunció anticipando su hoja de ruta. Y Le Pen, desde la confortabilidad de sus 126 asientos en la Asamblea, exigirá que así sea.
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