A Starmer no le bastará con la ortodoxia fiscal

“Habrá presupuestos en octubre y van a ser dolorosos”. Con su primer gran discurso desde que accedió a Downing Street, el primer ministro británico, Sir Keir Starmer, ha inaugurado este martes un duro otoño político, dejando entrever que su Gobierno llevará a cabo recortes y subidas fiscales en los próximos meses. El discurso de Starmer se fundamenta sobre dos mensajes. En primer lugar, que, fruto de la irresponsabilidad del gobierno saliente, la situación económica del país es “mucho peor” de lo que se temía durante la campaña electoral. En segundo, que su Ejecutivo apuesta por el crecimiento económico a largo plazo y que, a falta de soluciones cortoplacistas, las cosas “empeorarán” antes de mejorar.

La irresponsabilidad de los tories y las consiguientes limitaciones fiscales del Gobierno explican las intervenciones de Starmer y de su canciller del Exchequer, Rachel Reeves, en sus primeras semanas en el cargo. Según Reeves, sus probables recortes se deben a que el Gobierno conservador de Rishi Sunak habría dejado un “agujero negro fiscal” de 22.000 millones de libras (unos 26.000 millones de euros). A finales de julio, la ministra de Economía se aferró a dicho agujero para anunciar un recorte en las ayudas para la calefacción, que pasarán de tener 11 millones de beneficiarios a ser percibidas por apenas un millón de personas. También han servido para justificar un acuerdo con los sindicatos que conllevará subidas salariales en el sector público: según Reeves, alargar unas huelgas que comenzaron en 2022 habría sido más dañino para las empobrecidas arcas públicas. Pese a ello, el Gobierno asegura que no tocará el IVA ni el impuesto sobre la renta, las dos líneas rojas que planteó durante la campaña.

Es indudable que las dificultades económicas que atraviesa el país se deben, en gran medida, al nefasto legado de los tories. A la austeridad desenfrenada liderada por David Cameron se sumaron el lustro perdido por el Brexit, la pésima gestión de la pandemia por parte de Boris Johnson y el desastre fiscal precipitado por Liz Truss. Catorce años después, el Reino Unido es un país más pobre, más desigual y con peores servicios públicos que en 2010. Sin embargo, el nuevo Ejecutivo también está pagando el precio de su propia falta de ambición.

En los meses previos a las elecciones, la estrategia de los laboristas se caracterizó por una paradoja: mientras denunciaban el legado de los tories, declarando que el país precisaba de una “década de renovación nacional”, los laboristas se alineaban con la política económica del Gobierno saliente. Starmer se adhirió a las reglas fiscales de los conservadores, pregonando la importancia de equilibrar las cuentas y comprometiéndose a no endeudarse, en nombre de una supuesta responsabilidad. En un país en el que los programas electorales son prácticamente vinculantes, esta cautela supone una gran restricción política para el nuevo Ejecutivo.

La apuesta de Starmer es doble. A corto plazo, los laboristas esperan que el electorado culpe al Gobierno saliente de la mala situación del país, otorgándoles un mayor margen de maniobra y permitiéndoles llevar a cabo medidas por las cuales, en otras circunstancias, pagarían un alto precio político. A medio y largo plazo, el Ejecutivo aspira a reavivar la economía, aumentando la recaudación gracias al crecimiento económico y sin necesidad de tocar los principales impuestos. Los primeros proyectos de ley anunciados por el Gobierno —liberalización de las reglas urbanísticas, creación de una nueva compañía energética pública o dotación de mayores competencias a los Ayuntamientos y las regiones— apuntan en esta dirección.

Sin embargo, resulta difícil pensar que una política fiscal fundamentada sobre una ortodoxia económica tan restrictiva permita solucionar los profundos problemas que atraviesa el país: un sector público diezmado, un bajo nivel de productividad económica y una infraestructura cada vez más desgastada. Hará falta, por el contrario, una propuesta más ambiciosa, que se atreva a enfrentarse a dos elefantes en la habitación —la necesidad de fomentar la inmigración y de acercarse a Europa— que, desde hace años, sucesivos gobiernos no se han atrevido a tocar. De su capacidad de hacer frente a estos retos dependerá, a largo plazo, el éxito o el fracaso de la era Starmer.

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