Thais Herrera | Empieza la cuenta atrás… ¿Cara norte o cara sur?
Caminamos una brutalidad. En ese momento no sabíamos cuándo nos darían vía libre para ir al campamento base. Así pues, seguimos en Langtang con el objetivo de no perder la aclimatación. Pero había un problema: la temporada premonzón es la que se usa para escalar, y terminaba la última semana de mayo. Nosotros nos encontrábamos allí a mediados de abril. Por lo tanto, seguir esperando podía suponer el fracaso de la expedición.
Uno de los sherpas, que no hablaba muy bien inglés, nos daba ánimos y esperanzas. Con gestos, emulando con una mano un avión, nos indicaba que el 18 de abril estaríamos volando al campamento base. Nosotros lo mirábamos y sonreíamos, admirando su optimismo. Durante esa semana, seguimos esperando y aclimatándonos. En el grupo nos llevábamos muy bien y nos animábamos unos a otros. Algunas veces dormíamos en los tea houses y otras veces acampamos en la falda de la montaña. Subíamos una cumbre, luego otra, luego otra. En uno de esos días, fuimos a una laguna sagrada y dormimos en un tea house en unas condiciones muy deplorables. Nos enfermamos todos del estómago. Eso es de las cosas que a uno le da más miedo en la montaña porque puede hacerte perder la expedición. En mi caso, ese malestar en el estómago se mezcló con las dolencias en la espalda que importé desde República Dominicana. Unas dolencias que acabarían por desaparecer unos días después.
La reunión: peligra la expedición
El 17 de abril, un día antes de nuestra supuesta partida hacia el campamento base, aquella que los guías nos prometieron con gestos, abandonamos las montañas y regresamos a Langtang. Allí, en teoría, debíamos reunirnos con el grupo flash -que son aquellos que realizan la aclimatación fuera de la montaña- en unas tiendas especiales que simulan altura. La llegada del grupo flash significaba una cosa: vía libre para partir. Sin embargo, eso no ocurrió.
No nos reunimos con el grupo flash y eso nos empezó a dar ansiedad. Teníamos casi 10 días metidos en Langtang. Es un lugar hermoso, con gente admirable y lleno de mística, pero queríamos ir al Everest. Entonces, como no veíamos la luz al final del túnel, como la espera se alargaba y alargaba cada vez más, decidimos enfrentar a los guías y convocar una reunión. Ellos se sintieron un poco presionados porque no eran los que tomaban las decisiones. La persona que tenía el poder de decidir era Lucas Furtenbach, un alpinista nacido en los Alpes austríacos.
En ese momento de tensión e incertidumbre, se decidió convocar una reunión en Katmandú. Esa misma noche hicimos un viaje de siete horas en autobús por unas calles malísimas, las mismas que recorrimos para llegar a Langtang. El viaje se hizo largo y pesado. Cuando llegamos, tuvimos la reunión más horrorosa en la que he participado en mi vida.
Nos dijeron que teníamos dos alternativas. La primera: esperar el permiso para subir por la cara norte, que podían darlo el 5 de mayo, el 10, el 20… Eso implicaba arriesgarnos a que no lo dieran, a que se acabara la temporada de escalada y perdiéramos todo nuestro dinero. Además, conseguir el permiso para escalar por la cara norte no era una garantía de hacer cima. Cuando dan el permiso, hay que esperar a que haya una ventana de clima. El Everest no es una autopista a la que se pueda acceder día sí y día también, sino que hay que aguardar a que no haya mucho viento, visibilidad y otros factores.
La otra opción era cambiarnos a la cara sur, aquella que había escogido el americano días atrás.
Una montaña se puede escalar de muchas formas: unas más difíciles que otras, más largas o cortas, también hay rutas más peligrosas. En el Everest ocurre lo mismo. La cara norte y la cara sur son dos mundos distintos.
Todos los que queríamos ir por la norte teníamos una razón. De hecho, en el logo de mi proyecto, el que financiaron todos los patrocinadores, la cara norte de la montaña tiene la bandera dominicana. ¿Por qué quería esa ruta?
La cara norte del Everest es más fría que la sur, pero eso no me importaba. Estuve en la Antártica y vi que tenía la capacidad de soportar temperaturas gélidas. Además, esa ruta tiene escaleras verticales, una técnica que ensayé al nivel del mar, en República Dominicana. La cara sur, en cambio, tenía factores que no me convencían, como las escaleras horizontales. Esas que se ven en las películas y se ven grietas de centenares de metros bajo los pies de los alpinistas. Tampoco había hecho mucho ice climbing, es decir, escalar paredes de hielo.
Había leído todo lo que había disponible sobre la cara norte. Te podía decir con lujo de detalle las rutas y sus características. Sin embargo, de la cara sur me había informado muchísimo menos.
Entonces, me reuní con Paul. Luego hablé con el equipo de la República Dominicana para pedir consejo. Hay un equipo que incluye a mis hijos, a mi familia y a mi pareja. Luego hablé con mi coach y con el equipo que me ayudaba a buscar el dinero. Si decidía quedarme en la cara norte y no había una ventana para escalar, tendría muchas pérdidas. Le dije a Paul: «Lo que más quiero es que lo logremos a la primera. No sé si yo voy a poder volver». Conocía mis capacidades… Ya no era la misma de cinco años atrás. Me costaba más recuperarme, mi cuerpo no era el mismo. Quizá era mi primera y última oportunidad de escalar el Everest.
De este modo, habiendo consultado la situación con Paul y mi equipo, decidimos que nos cambiábamos a la cara sur. Sin embargo, pusimos una condición: no queríamos pasar por la Cascada del Khumbu más de una vez: la que se toma para subir a la cumbre. Sabíamos que ese glaciar era el más peligroso y donde había fallecido más gente. Queríamos minimizar el riesgo. De todas formas, con esta elección de la cara sur, íbamos a escalar la montaña más alta del planeta por un lugar que apenas conocíamos.