El ataque a Hezbolá enfada más que alivia al norte de Israel: “¿Somos ciudadanos de segunda respecto a Tel Aviv?”

A Ido Azulay no le tranquiliza la exhibición de poderío aéreo e información de inteligencia de su país, Israel, al movilizar 100 aviones para bombardear por sorpresa miles de lanzaderas de proyectiles de Hezbolá en Líbano. Más bien le irrita. Lleva casi 11 meses de guerra de baja intensidad entre unos y otros en el barrio de la histórica ciudad de Acre ―a 36 kilómetros de la frontera con Líbano― al que despertaron esta madrugada las alarmas antiaéreas, un impacto directo de cohete y la explosión por la intercepción de otro que ha dejado en el suelo cristales y restos de persianas y, en varias viviendas, señales de metralla. Como casi todo el norte del país, se siente agraviado. “¿Qué soy? ¿Un ciudadano de segunda? Llevamos todo este tiempo con el miedo en el cuerpo, con una rutina de bombardeos y no les importa. Y ahora, cuando los cohetes iban a ir contra Tel Aviv, ¿es cuando lanzamos un ataque preventivo? ¿Para nosotros, no, pero para ellos, sí?”, asegura en la humilde peluquería de su amigo, Tomer Itaj, levemente dañada por la metralla.

Los tres amigos de 24 años desgranan, hoy con particular enfado, las frases que se suelen oír en la zona, sobre todo en los últimos meses. Una, de Yagin Azulay: “El Gobierno nos deja vendidos”. Los tres votaron en 2022, en las últimas elecciones, al partido del primer ministro, Benjamín Netanyahu, el Likud, que tiene en Acre un feudo, pero se arrepienten. “Ahora mismo, si lo tuviera delante, le preguntaría: ¿qué quieres? ¿Que nos quedemos callados como pobrecitos con toda esta incertidumbre que afecta a nuestros cuerpos y a cómo nos ganamos la vida?”, dice Ido Azulay.

Acre no ha sido evacuada, al quedar fuera de la franja fronteriza más próxima a Líbano. Con 50.000 vecinos, era ―en tiempos mejores― una de las ciudades más turísticas de Israel, gracias al legado cruzado que alberga una ciudadela amurallada y habitada por palestinos. Son los descendientes de quienes se quedaron durante la Nakba (el éxodo de seis millones de palestinos), hace siete décadas, y hoy comparten ciudad con los emigrantes judíos que el Estado reubicó en la zona nueva. Más bien llevan vidas paralelas, salvo cuando degeneran en enfrentamientos étnicos, como en 2008 o en 2021.

Es en estas sencillas casas residenciales construidas para judíos sin muchos recursos donde los cohetes lanzados desde la cercana Líbano hacen aflorar esta tarde un doble sentimiento de discriminación. Como parte del norte, el de soportar la amenaza de decenas de proyectiles diarios (aunque Hezbolá no dirigiese su ataque contra civiles y Acre solo haya sido blanco estos meses de manera muy excepcional) sin que el ejército invada Líbano a sangre y fuego, como ha hecho con Gaza. Y por su origen sefardí, frente a Tel Aviv como estereotipo del privilegio askenazi, —judío originario de Europa central u oriental—, en una brecha de origen aún por cicatrizar en Israel.

Pese a que el primer ministro es un animal político que acaba de recobrar su popularidad cuando todos le daban por amortizado, Netanyahu ha tropezado este domingo con la sensación de olvido de la periferia respecto al centro del país, donde están Tel Aviv y los sueldos más altos. El primer ministro ha echado sal en la herida y se ha granjeado la ira de los responsables regionales del norte al bautizar “Paz para Tel Aviv” el ataque sorpresa israelí. Es un juego de palabras con Paz para la Galilea, el nombre de la segunda invasión de Líbano, en 1982, tras el atentado fallido palestino contra el embajador israelí en el Reino Unido.

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Elegir ese nombre para la operación tras casi 11 meses de ataques diarios concentrados en el norte es “el punto culminante de la desconexión del Gobierno israelí con cientos de miles de ciudadanos”, reaccionaron los responsables de los tres consejos gubernamentales de la zona, Moshe Davidovitz, David Azulai y Giora Zaltz. “A partir de ahora, cesamos la comunicación con todos los integrantes del Gobierno hasta obtener una solución completa para nuestros residentes y nuestros hijos. Primer ministro, ministros, miembros de la coalición, funcionarios del Gobierno y todos los empleados del Gobierno, dondequiera que estén, no hemos sido de su interés durante diez meses y medio. A partir de ahora, no nos interesan ustedes. No llamen, vengan ni envíen mensajes. Nos las hemos arreglado solos hasta ahora”, señalaron en un comunicado conjunto.

Una “guerra total”

La “solución” que piden es aquí el eufemismo de lo que los tres amigos pronuncian con claridad: “Una guerra total”, en palabras de Itaj. “Guerra, guerra, claro”, en las de Ido Azulay. “Es mejor que la incertidumbre. Yo mismo me pondría mañana el uniforme para entrar en Líbano”.

Un acuerdo político para alejar a las fuerzas de élite de Hezbolá de la frontera, como el que negocian Francia y EE UU, o un alto el fuego en Gaza para calmar también el frente libanés, como buscan este domingo los mediadores en El Cairo, no les sirve ya. “Desde el 7 de octubre no es una opción vivir con Hezbolá al otro lado de la frontera. Punto. El 6 de octubre era, digamos, aceptable. Hoy no”, resume Yagin Azulay

Es el sentimiento general del norte de Israel. Pese a las consecuencias impredecibles para Oriente Próximo y la fortaleza de Hezbolá, solo una guerra abierta permitirá a personas como Gershon Maté dormir tranquilas, y a las decenas de miles de evacuados desde octubre regresar a sus hogares sin temor.

Gershon Maté enseñas los daños causados en su vivienda de Acre. Antonio Pita

Maté, de 33 años, emigró desde la India al Estado judío en 2014, sin pensar “jamás” verse en una situación así. Aún con el susto en el cuerpo, muestra habitación tras habitación de su casa mientras cuenta que el ataque le pilló durmiendo con su mujer en el cuarto de sus dos hijos, de ocho y cuatro años. “Para que se fuesen acostumbrando a quedarse en su cama, no en la nuestra”, justifica.

Entonces sonaron las alarmas antiaéreas, cogieron a los pequeños y corrieron hacia el refugio: “No me dio tiempo ni a salir de casa. Oímos la explosión en la puerta principal”. Enseña en el móvil los cristales rotos sobre la cama del niño. “Si tardamos 15 segundos más, imagínate lo que le habría pasado”, añade, con su mujer barriendo al lado los últimos vidrios del suelo y acabando de llenar las maletas de ropa.

Pasarán la noche en un hotel, como todos los residentes del edificio, a cuyos pies se pueden ver los trozos caídos de persianas y cristales. Vecinos y curiosos se han acercado a comentar las señales de la metralla en los muros y a toquetear los trozos metálicos del interceptor, dentro del pequeño cráter que formó al caer.

“Todo el mundo sabe que estamos en una situación de guerra y que el Gobierno no utiliza toda su fuerza”, admite Maté. “Pero volveré a la casa cuando esté todo arreglado. Tengo un contrato de alquiler que respetar. ¿Cuál es la alternativa? Además, ¿hay algún sitio [de Israel] al que irnos en el que alguien nos pueda garantizar al 100% que no nos llegará un cohete? No”.

Daños en la vivienda de Gershon Maté, en una foto tomada por él.
Daños en la vivienda de Gershon Maté, en una foto tomada por él.

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