Una democracia con gobernantes de carne y hueso
No me atraen los ejemplos perfectos, esos que en materia democrática pudieran aportar países como Suecia, Finlandia o Dinamarca; prefiero referentes más cercanos a nuestras posibilidades, como los que exhiben Costa Rica o Uruguay. Y es que en esos países la convivencia democrática opera orgánicamente en tanto la sucesión del poder es tan rutinaria que en ocasiones pasa inadvertida. Allí no hay traumas electorales ni liderazgos alucinados, tampoco reformas constitucionales por antojos continuistas.
En esas culturas políticas los gobernantes no son próceres ni prohombres; son simples mandatarios, sujetos, por delegación, a una gestión temporal del Estado. Pocas veces leemos de esos países crónicas sobre líderes insustituibles, candidatos de toda una vida, caudillos míticos o ejecutorias de una persona y no de un Gobierno. Expresiones como «eso lo hizo tal o cual gobernante», para referirse a una obra pública, resultan extrañas o primitivas porque son contrarias a un principio implícito en la democracia: la unicidad y continuidad del Estado.
Ya había escrito antes que en la democracia formal no hay espacios para la épica ni para los paladines. Se trata de un sistema que no ofrece nada distinto al orden que provee; lo que encontramos es, al decir de Gonzalo Castro Marquina (2019), «una aburrida, aunque agradable previsibilidad». «Si la política es aburrida, es estable, sin grandes sobresaltos, y, por lo tanto, sin alteraciones interesantes, […] es entonces más democrática» (Ricardo Dudda, 2018).
La democracia madura es esencialmente aburrida. En ella, insisto, el poder es una antología de relatos corrientes. Los procesos del Estado resultan de comportamientos estándares. De manera que cuanto más sensacionalista es la retórica política más frágil y contingente será la democracia.
La crisis desatada en ocasión de las recientes elecciones venezolanas me ha puesto a pensar en el discurso de esos liderazgos. Maduro, Diosdado y otros pequeños dioses hablan de un duelo escatológico entre el bien y el mal. En esa dialéctica, las cabezas del PSUV encarnan las fuerzas del bien, comprometidos, por designio de Dios (¿Chávez?), a liberar a Venezuela de los mercenarios imperialistas.
La política es ante todo ciencia. Parte de y se funda sobre una cosmovisión racional y tiene como fin influir objetivamente en la toma de decisiones colectivas. No redime ni transforma la naturaleza humana; tampoco produce portentos. Solo provee las capacidades para analizar e interpretar la realidad desde las relaciones del poder. Cuando el discurso político asume presupuestos místico-religiosos como la predestinación, el mesianismo, el supremacismo social-étnico o la liberación estatista, no es política: es ideología de dominación, barato populismo.
Gobernantes izquierdistas-socialistas, cuyas corrientes en épocas ideológicas tenían una base dogmática marxista-atea, sorprenden hoy con invocaciones teístas, como Nicolás Maduro, quien no solo apela a referencias bíblicas (en ocasiones mal citadas o aplicadas), o quizás el presidente mexicano Manuel Andrés López Obrador, en cuyas conferencias matinales de prensa no falta la lectura de un texto bíblico a pesar del laicismo constitucional del Estado mexicano. Esas aparentes inconsistencias ponen en entredicho la autenticidad de tales devociones o el uso político de la religión para inspirar sumisiones al líder.
Es obvio que en el caso de Maduro no se trata de afirmar valores de fe; es una pedestre explotación de la religión para legitimar su personalismo autócrata, nada distinto a los comportamientos de los grandes dictadores, aquellos que en el pasado hicieron sombríos maridajes con la Iglesia dominante como forma de atraer fervores místicos.
En esos regímenes las ideologías son solo marcas para cubrir autoritarismos delirantes. En el caso del populismo de izquierda, más que una ideología es un culto profano o, al decir de José Álvarez Junco, «una incorporación estética o litúrgica» que divide las sociedades en dos campos antagónicos: el pueblo contra la oligarquía. «El pueblo, debido a sus privaciones, es el depositario de lo auténtico, lo bueno, lo justo y lo moral. El pueblo se enfrenta al antipueblo o a la oligarquía, que representa lo inauténtico o extranjero, lo malo, lo injusto y lo inmoral. La política se transforma en lo moral, y aun en lo religioso» (Carlos de la Torre, 2013).
En la República Dominicana no nos hemos liberado de ese liderazgo grandilocuente que permanece como reducto de una tradición autoritaria. Por suerte todavía no han prendido ensayos disruptivos de facha ideológica (de izquierda o de derecha) que ahonden las grietas de una sociedad estructuralmente desigual, aunque esa amenaza nunca deja de gravitar.
Hay quienes entienden que bastaría con que una crisis política active los compresores preexistentes (pobreza, exclusión, corrupción y privilegios) para entrar al umbral de cualquier aventura populista. No sé qué tan cerca o lejos estemos de ese escenario, lo que sí creo es que mientras la democracia no mejore tal cuadro no podremos declararnos libres de sobresaltos. En el camino tendremos que lidiar con liderazgos narcisistas, gobernantes que se sitúan por encima de las instituciones, jefes vitalicios de partidos, políticos encandilados de sus voces y embelesados con su inteligencia, en cuya siquis no hay espacio para otras comprensiones. Viven encerrados en la prisión de sus propias enajenaciones, que les roba discernimiento para interpretar la realidad.
Cincuenta y siete presidentes nos han gobernado y cada uno ha ocupado un espacio medido por circunstancias generalmente críticas. Solo entre siete (Santana, Báez, Heureaux, Trujillo, Balaguer, Fernández y Medina) se cuentan 108 años de gobierno, es decir, las dos terceras partes de la vida republicana; los restantes 50 presidentes consumieron apenas 69 años. Eso revela una historia de grandes y pequeños caudillos enfermos del ego.
Llegó el momento de que nuestra democracia entre en una era de normalidad sin traumas ni grandilocuencias y que al Estado vayan ejecutivos y no luminarias, personas comunes no acosadas por la hybris ni perturbadas por la grandeza. Gente que entienda que hay tantos que pueden hacerlo igual o mejor, que sepa retirarse y que acepte con docilidad el cambio de los tiempos. Ya nos repulsan los pequeños dioses, solo aspiramos a líderes de carne y hueso.
Llegó el momento de que nuestra democracia entre en una era de normalidad sin traumas ni grandilocuencias y que al Estado vayan ejecutivos y no luminarias, personas comunes no acosadas por la hybris ni perturbadas por la grandeza. Gente que entienda que hay tantos que pueden hacerlo igual o mejor, que sepa retirarse y que acepte con docilidad el cambio de los tiempos.