Comunicación gubernamental y el combate
Roland Barthes llamó «mitologías» a las metáforas que asignamos a los objetos y actividades de nuestra vida y que, a su vez, utilizamos para definir la utilidad de valores e ideas a nuestro alrededor. Más tarde, George Lakoff, en su libro *Las metáforas por las que vivimos*, analizó el impacto de estas sustituciones cognitivas con las que entendemos el mundo en las decisiones que tomamos: «un argumento es un contenedor», «la vida es una montaña» o «el amor es una conquista». Estas ideas condicionan nuestras acciones, el lenguaje que empleamos y el rol que le asignamos a las cosas. Quizás una de las metáforas más hegemónicas en la actualidad es la de la política electoral como un combate.
En el lenguaje político hablamos de estrategias, contrincantes, ataques, defensas, maniobras, victorias y derrotas. La política electoral se proyecta como un combate, donde ganar o perder importa más que los métodos utilizados para lograrlo. Si, en efecto, la política electoral es vista como un combate, como aquí planteamos, (y no, por ejemplo, un debate, un drama o un diálogo, sino una acción de carácter bélico), entonces nos vemos obligados a destacar el rol lúdico del combate en la historia: el deleite de las masas frente a dos combatientes que se golpean con fervor. Como en el Coliseo romano, la política electoral sucede ante los ojos del pueblo, que ya ha elegido un favorito o acude precisamente para hacerlo.
El entretenimiento lo consume todo y parece no existir nada más entretenido que las rivalidades; lo vemos en el deporte, en la farándula y en la política. Así, el combate electoral es cada vez más histriónico, porque no busca únicamente derrotar al contrincante, sino también ganar la simpatía del público al hacerlo, que en la era de las redes sociales es más que solo espectador, es también emperador, y con la dirección de su pulgar decide quién gana y quién pierde, quién vive y quién no.
La comunicación electoral actual responde a la creciente hambre de dopamina: tenemos que estar todo el tiempo entretenidos, y las rivalidades electorales se transforman en un «performance» para la población, sin convicción propia de los líderes y sin dejar espacio para el diálogo que las democracias requieren: sin estructura moral y con la retroalimentación instantánea de las redes.
Para aquellos que creen en la idea de «la campaña permanente» y ven la retención del poder como el propósito central de la gestión gubernamental, resulta natural trasladar las tácticas del combate al gobierno. Para los que no creemos en esta idea, hay una distinción clara entre lo electoral y lo gubernamental: si la primera persigue el poder, la segunda está para apoyar las políticas públicas; si la primera conviene al partido de gobierno, la segunda conviene a los ciudadanos; si la primera sirve para persuadir, la segunda está para servir; si la primera busca convencer, la segunda busca viabilizar. La primera es propaganda; la segunda es gestión.
La comunicación gubernamental es una responsabilidad del gobierno ante los gobernados. Cuando la lógica electoral se instala en el gobierno, la metáfora del combate se amplifica a través del poder mediático y económico del Estado, y toda opinión disidente es vista como un ataque que merece férrea e inmediata defensa. Todo disidente es un combatiente. Los gobiernos que asumen esta postura evaden una gran responsabilidad frente a los ciudadanos y el vínculo con la ciudadanía se construye exclusivamente como un acto dramático y un producto de consumo masivo.