Los talibanes consolidan su poder en Afganistán y se lanzan a la búsqueda de la legitimidad internacional
En los recién clausurados Juegos Olímpicos de París, la afgana Manizha Talash protagonizó un inusual acto de protesta. En su rutina de breakdance, esta representante del equipo de los refugiados vistió una capa en la que se podía leer: “Liberen a las mujeres afganas”. Talash fue descalificada, pero su gesto dio la vuelta al mundo por la historia personal que impulsó su protesta: la joven escapó de Afganistán en 2021, después de que los talibanes se hicieran con el control del país tras la retirada de las tropas estadounidenses. Este jueves se cumplen tres años de la toma de Kabul, la capital. Desde entonces, los fundamentalistas que gobiernan el país han cimentado su poder sin una oposición política o militar real. Se muestran abiertos al diálogo con el objetivo de lograr legitimidad por parte de una comunidad internacional que promueve el acercamiento, con el fin de evitar una escalada bélica.
Desde el regreso de los talibanes al poder, las mujeres afganas han vivido bajo una brutal represión: no pueden circular libremente y tienen prohibido el acceso a numerosos empleos (no pueden ser juezas, diputadas, periodistas…). Tampoco pueden practicar ningún deporte, ni visitar parques o ir a la peluquería. Por su parte, las niñas no pueden estudiar más allá de la primaria. La ONU ya advirtió el año pasado de que las mujeres de Afganistán sufren una situación que podría denominarse como “apartheid de género”.
Los expertos consultados coinciden en las enormes dificultades que supondría un intento de derrocar a los fundamentalistas, una operación que no barajan ahora las cancillerías occidentales, sobre todo en una situación internacional tan volátil como la actual, con las guerras de Ucrania y Gaza en marcha. Por el contrario, algunos países se han mostrado “más abiertos” a negociar con los gobernantes afganos, ante la posibilidad de que se perpetúen en el poder.
“La normalización de las relaciones con los talibanes no significa que exista un reconocimiento del Gobierno [solo Nicaragua y China han entablado relaciones diplomáticas con el Emirato Islámico], pero sí muestra que los Estados se han dado cuenta de que no hay más remedio que conversar con ellos, pues no existe ninguna alternativa que pueda tomar el control”, señala por teléfono Javid Ahmad, experto del think tank Atlantic Council.
El experto explica que, a diferencia de grupos armados como los hutíes en Yemen, los talibanes se muestran dispuestos a dialogar y permiten que operen ONG extranjeras, por lo que varios países han mantenido el contacto con las autoridades de facto. En septiembre de 2021, la UE ya manifestó que tendría que “comprometerse con el nuevo Gobierno de Afganistán”, lo que no significaba reconocerlo, sino tener un “compromiso operativo”, en palabras del alto representante de la UE para Asuntos Exteriores, Josep Borrell. Del mismo modo, EE UU ha mantenido un flujo constante de dinero al país estos tres años: más de 2.000 millones de dólares (unos 1.800 millones de euros) en ayuda humanitaria, fondos que sostienen en buena parte a la economía afgana.
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Evitar un nuevo conflicto
Otro argumento de los países para no intervenir directamente es que quieren evitar un conflicto como el que se libró durante 20 años —que comenzó en 2001 con la invasión de EE UU y terminó en 2021 con su retirada, pactada por el republicano Donald Trump y ejecutada de forma caótica por el demócrata Joe Biden—. “EE UU y sus aliados estaban listos para irse en 2021. Estaban fatigados, pues nadie esperaba que el conflicto se alargara durante tanto tiempo. Definitivamente, no quieren volver”, afirma en una videollamada Marvin Weinbaum, director de estudios de Afganistán del Middle East Institute, con sede en Washington.
La alternativa tampoco convence: apoyar a los movimientos de resistencia armada —que no muestran unidad ni una fuerza suficiente— podría traducirse en una guerra civil. “A nadie le interesa este escenario”, asegura Weinbaum, que defiende la importancia de mantener abiertos los canales de comunicación con los talibanes.
Para muchas organizaciones de derechos humanos, este acercamiento es inefectivo y puede producir un blanqueamiento del régimen. “La comunidad internacional le ha fallado a la sociedad afgana. No solo no ha conseguido que los talibanes rindan cuentas por sus crímenes, sino que tampoco han elaborado una dirección estratégica para evitar que se produzcan más daños”, condena Amnistía Internacional en un comunicado. Recientemente, grupos de mujeres afganas criticaron a la ONU por permitir la participación de la milicia en una cumbre sobre el futuro de Afganistán. En esa reunión no intervino ni una sola mujer afgana.
¿Dónde está, entonces, el punto medio? Para Vrinda Narain, de la junta directiva de la organización Women Living Under Muslim Laws (Mujeres que viven bajo leyes musulmanas), no existe. “El pragmatismo de Occidente y el restablecimiento de lazos económicos es una bofetada en la cara para las mujeres afganas”, alega en una videollamada.
Lucha antiterrorista
Esta cooperación no se limita a la economía o a la ayuda humanitaria. También toca un punto esencial: la lucha contra el terrorismo. Vecinos, como Irán, Pakistán o Rusia, así como EE UU y la UE, ven con buenos ojos que sean los talibanes los que se enfrenten a la filial centroasiática del Estado Islámico, conocida como ISIS-K, con una importante presencia en Afganistán.
“Este grupo ha ganado más atención y sus operaciones en el extranjero se han vuelto más prominentes, pero hasta que la amenaza no llegue a Occidente es improbable una intervención de esos Estados”, considera Ahmad. El ISIS-K asumió la autoría del atentado de la sala de conciertos en Moscú del pasado marzo y el ataque en la ciudad iraní de Kermán en enero, que dejó más de 80 muertos. “Los terroristas actúan como lo hicieron en su momento los talibanes: buscan minar la sensación de seguridad y aflojar el control del Gobierno central”, apostilla.
Los expertos consultados dibujan varios panoramas para el futuro de Afganistán: por un lado, es posible que las facciones menos extremistas de los talibanes consigan un cambio en la cúpula de poder, justificado en la necesidad del régimen islámico de adaptarse para sobrevivir, y sobre todo si busca la legitimidad internacional. Por otro lado, los talibanes pueden seguir tal y como han gobernado durante los últimos tres años sin tener que sacrificar sus creencias religiosas, a costa de los derechos de las mujeres.
La otra vía —como sucedió en las primaveras árabes— es que la sociedad afgana pierda la paciencia tras años de represión, pero sobre todo por una situación económica en declive. Según el Banco Mundial, la pobreza acecha a la mitad de los más de 40 millones de afganos. “Si ocurre un levantamiento, no será por el acoso a las mujeres, sino por el desempleo. La pobreza y la imposibilidad de alimentar a tu familia es visto como algo peor que las amenazas de los talibanes o del ISIS. Si el régimen no puede proveer para los tuyos, la sociedad hará hasta lo imposible para que salgan del poder”, sostiene Ahmad. Esta reacción popular, aún contenida, contaría con el protagonismo de las mujeres, afianza Narain: “El movimiento democrático está liderado por las afganas. Ellas no tienen miedo y en algún momento saldrán a la calle pese al coste personal. Están luchando y nuestra tarea es escucharlas”.
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