La destrucción de la presa de Nova Kajovka un año después: vecinos sin agua potable y campos perdidos
Como si se tratara de un truco de magia insólito, en Zaporiyia un océano de agua dulce se ha convertido en un bosque. Desde los años cincuenta del siglo pasado, el embalse de Kajovka, uno de los más importantes del río Dniéper, con una capacidad de 18 kilómetros cúbicos de agua, se distinguía casi desde cualquier punto de esta ciudad del sur de Ucrania y sus alrededores. Pero, el 6 de junio de 2023, Rusia hizo saltar por los aires la descomunal presa de Nova Kajovka que contenía esa masa de agua, en una acción violenta más de la invasión a gran escala que inició en febrero de 2022, aunque Moscú acusó a Kiev de ser responsable. Un año después, las consecuencias de este ataque aún afectan a la población, a la economía y al medio ambiente. Para muchos, ha supuesto la ruina; pero otros ven surgir un inesperado regalo de la naturaleza que se debe preservar, a pesar de todo.
El día del ataque, dos enormes voladuras reventaron la presa, la carretera que pasaba por encima y la sala de máquinas de la central, y dieron vía libre a esos millones de litros de agua río abajo en solo cuatro días. Olekseii Angurets, ecologista experto en desarrollo sostenible, recuerda los primeros temores: “Las inundaciones de los pueblos más cercanos a las orillas en el área de Jersón, la destrucción de áreas con ecosistemas protegidos y la muerte de muchos animales por la contaminación masiva del agua con los aceites y otros componentes químicos de la central que fluyeron por el Dniéper”, enumera. “No tenemos idea de las consecuencias en la otra orilla, en zona ocupada” por los rusos. Ese primer impacto afectó a 80 vecindades y 100.000 habitantes de las provincias de Jersón, Mikolaiv, Dnipropetrovsk y Zaporiyia. Unas 3.000 personas perdieron sus casas, un millón se quedó sin agua potable y 140.000 sin electricidad, según el último informe de impacto elaborado por Naciones Unidas y el Gobierno ucranio, que estima las pérdidas totales en unos 13.000 millones de euros y más de 5.000 millones para la recuperación y reconstrucción.
Hoy, la carretera que discurre por encima de la presa ha sido reparada, pero el dique no, y no retiene agua en el embalse, así que la escasez de suministro es una realidad diaria. “La presa era una construcción artificial; cuando se destruye, la zona queda vacía. Primero, como un desierto. Luego creció la vegetación”, describe Angurets. Oleksii Billeris, agricultor de 68 años, solía pasar temporadas con su familia en una casa de Malokaterinivka, un pueblo en la ribera del embalse. Al igual que sus vecinos, se había construido un muelle y un embarcadero desde donde todos pescaban y se bañaban en verano. Ahora, para llegar hasta allí, hay que atravesar una verdadera jungla de árboles delgados, pero altísimos, algunos de más de dos metros. El follaje es tan denso que hace casi imposible abrirse paso. Donde antes se veía ese mar de agua dulce, ahora hay una masa verde igual de infinita de sauces y álamos que han crecido espontánea y desaforadamente en solo un año.
“Este pueblo, como otros, se nutría de las tuberías conectadas a una estación de bombeo que dependía de la central hidroeléctrica de Kajovka, pero están secas”, explica. En el municipio de Kushuhum, al que pertenece Malokaterinivka, es imposible restablecer el suministro en un futuro próximo, afirmaba el alcalde, Volodímir Sosunovskii, hace un mes en una entrevista en la televisión pública Suspilne.
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A unos cientos de metros de su caserón, el granjero enseña el único punto de agua potable: un caño que emerge de la tierra, en una zona sombría y fresca. “La tragedia de este sitio es que antes de la guerra había vida; los abuelos traían aquí a sus nietos, sobre todo los veranos, que eran muy animados”, lamenta Billeris. “Ahora, ¿qué oyes? Silencio. Ya no queda nadie”, dice, apenado.
En la aldea de Bilenke, los vecinos nunca estuvieron conectados al agua corriente; recurrían a pozos que se secaron cuando el nivel freático descendió. Son todo casas de campo rodeadas de pequeños huertos y árboles frutales recogidos tras verjas de barrotes oxidados con cierto aire barroco y decadente. Quien más, quien menos, posee gallinas, cerdos o algún otro pequeño animal de granja. Mientras recoge ciruelas recién caídas del suelo en la puerta de su casa, Pasha, que no quiere dar su apellido ni que le hagan fotos —va en ropa de trabajo— suspira por el dineral que le ha costado a su pequeña economía la obra para hacer un pozo 25 metros más profundo. “Mi marido y yo somos pensionistas, cobramos al mes 3.000 grivnas (unos 67 euros). La obra del pozo nos costó 20.000 grivnas (450 euros); tuvimos que recurrir a los ahorros”. Era la obra o nada. Ahora muestra con satisfacción el chorro a presión que sale de un caño instalado en su patio.
Otros no pueden permitirse el gasto. Es el caso de Arcadi Moskalenko, militar retirado de 62 años. Su caserón, de más de 100 años, fue construido por su bisabuelo. El jubilado almacena bidones y palanganas de agua “técnica” (no potable) de un tono amarillento que recoge de lo que queda del río, retirado a unos 100 metros de su casa. La que se puede beber tiene que comprarla en la tienda más cercana, a un kilómetro. “Mi pozo tiene 15 metros; si quisiera agua tendría que cavar unos 10 más; solo los más ricos pueden costearlo”, subraya.
La economía de la región también se ha visto fuertemente afectada. “Antes de la guerra, los agricultores del sur de Ucrania plantaban tomates y pepinos, berenjenas y sandías, y los exportaban a países europeos. Como dependen de la irrigación, ya no se puede cultivar”, explica Billeris. El 94% de los sistemas de regadío de la provincia de Jersón, el 74% de los de Zaporiyia y el 30% de la de Dnipropetrovsk están inutilizados, según datos de la ONU y el Gobierno ucranio.
El desastre de Nova Kajovka ha sido tachado de ecocidio por diferentes razones. El vaciado del embalse provocó la muerte de 11.000 toneladas de peces, con unas pérdidas económicas valoradas por lo bajo en cinco millones de euros, según un estudio de la Universidad de Agricultura y Economía de Jersón.
En las zonas inundadas, una de las peores consecuencias ha sido la contaminación. Zaporiyia es una ciudad muy industrializada y el aire allí nunca ha sido puro, ni el agua inmaculada, debido a los residuos y humo que expiden las fábricas. Ya antes de la explosión, estaba prohibido bañarse en la llamada playa de Zaporiyia, en plena ciudad. Cuando el nivel del agua descendió quedaron al descubierto los secretos que guardaba el embalse. Uno de ellos, unas tuberías gigantes conectadas con las fábricas que expulsaban agua mezclada con productos químicos. Justo ahí, el hedor es insoportable, una mezcla entre petróleo y podredumbre. Durante el último año, Angurets y la ONG en la que trabaja, Clean Air, hicieron estudios de sedimentos en varias zonas del embalse, entre ellas Malokaterinivka y la playa de Zaporiyia. En esta es donde hallaron los resultados más preocupantes. “Hay altos niveles de cromo, arsénico y lo más preocupante, DDT, un insecticida prohibido hace años porque es muy perjudicial para la salud humana”, describe el experto. Esta es la principal conclusión de su investigación. “Pero solo hemos recogido unas pocas muestras; hacen falta más estudios”, advierte con insistencia.
A unos 100 metros de esas tuberías, unos policías están parando a los ciudadanos que pasean por la playa. Buscan testigos para registrar un hallazgo que acaban de realizar: una mina de la II Guerra Mundial semienterrada a apenas medio metro de la orilla. Otra consecuencia de la explosión de la presa es que decenas de estos artefactos quedaron al descubierto. “Aunque ha pasado un año, seguimos encontrando dos o tres por semana, con el consiguiente riesgo para los ciudadanos”, informa uno de los agentes. A los pocos minutos, media docena de artificieros llega en lancha al lugar del hallazgo para hacerse cargo del explosivo.
Un efecto inesperado
Sin embargo, no todo son malas noticias. Mijailo Mulenko, jefe del sector de protección de la naturaleza de la Reserva Nacional de Jórtitsia, una isla fluvial situada en la ciudad de Zaporiyia, explica que se ha creado un “ecosistema único en Europa”.
A lo largo del último año, Mulenko ha presenciado una metamorfosis inesperada: el crecimiento de ese mar verde de álamos y sauces donde se retiró el agua. La presa se rompió en junio, que es cuando estos árboles desprenden sus semillas; el viento las diseminó por el terreno y la naturaleza hizo el resto. El bosque desempeña una función valiosísima para limpiar el contaminado aire de Zaporiyia, enfatiza el experto, pues sus cientos de miles de árboles absorbe más CO₂ de las fábricas. “Este ecosistema aporta 80 veces más servicio medioambiental que cuando estaba la presa”, dice Mulenko.
El Gobierno declaró desde el principio que devolverá la presa a su estado original cuando la guerra termine. Pero tanto Angurets como Mulenko abogan por una solución que contente a todos. “Un embalse a distintas alturas permitiría que hubiera agua donde fuese necesario y a la vez se pudiera conservar este ecosistema”, sugiere este último.
“Hay que dialogar con el Gobierno, pero, también con los socios internacionales porque construir la nueva presa es muy caro y probablemente necesitaremos su ayuda. Quien paga, decide, así que tendremos que saber explicar bien esta situación para que establezcan las condiciones sabiamente”, concluye Angurets.
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