Los cálculos estratégicos ocultos tras el incendio de Oriente Próximo
Israel e Irán parecen haber decidido frenar a un paso del abismo de una confrontación directa de gran escala. Esto es sin duda motivo de alivio. Sin embargo, la momentánea contención de la escalada no puede ocultar que Oriente Próximo es hoy una región aún más inestable e insegura de lo que era. El intercambio de fuego directo entre los dos enemigos es la enésima línea roja cruzada, el enésimo límite superado. Una nefasta confluencia de corrientes de intereses ha hundido en los últimos meses a Oriente Próximo en un peligroso remolino. A continuación, un intento de radiografía de los cálculos estratégicos de los principales actores en medio de esta espiral de violencia.
Antes del ataque de Hamás
La situación previa al infame ataque de Hamás del 7 de octubre estaba marcada por un progresivo acercamiento entre Israel y países árabes. Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán habían normalizado relaciones a principios de esta década, y el país clave —Arabia Saudí— avanzaba en la misma dirección. El paso era coherente con dos grandes objetivos estratégicos de Riad: plasmar un entorno estable que le permitiera perseguir la reconfiguración de su modelo económico en vista del inexorable declive de la industria petrolera y estrechar lazos con quienes comparten el recelo ante Irán y sus socios.
El anhelo de estabilidad había conducido incluso a un deshielo entre Riad y Teherán. Grupos afines a Irán habían logrado golpear una refinería saudí. El Reino del Desierto no quería asumir más riesgos de esa clase; una República Islámica herida por las sanciones después de la voladura del pacto nuclear por parte de Donald Trump también tenía interés en un respiro. China detectó la oportunidad, se perfiló como mediador, y se anotó el tanto de pilotar la normalización, mientras Arabia Saudí recalibraba sus operaciones militares en Yemen.
En paralelo a estos desarrollos, Estados Unidos buscaba la delicada componenda entre el interés de reducir su presencia en la región para reorientarse hacia el Indo-Pacífico —objetivo perseguido infructuosamente desde hace lustros— y la voluntad de no perder de forma abrupta su capacidad de influencia.
Irán, por su parte, avanzaba en la construcción de una profundidad estratégica por la vía del fortalecimiento de sus aliados en Irak, Siria, Líbano y Yemen. La conformación de esta capacidad operativa es la respuesta asimétrica al mayor poderío de fuerza militar clásica no solo de EE UU e Israel, sino también de Arabia Saudí, que protagoniza un poderoso auge del gasto militar. En 2021 fue el octavo país del mundo por gasto en defensa, y en 2022 el quinto, según datos del SIPRI, pese a que por tamaño económico es el 19, según el FMI.
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A la vez, descarrilada la perspectiva de una normalización con Occidente tras la retirada de los EE UU de Trump del pacto nuclear —una alegría para el Israel de Netanyahu—, Teherán proseguía su acercamiento con Rusia —al que provee de armas con el objetivo de recibir a cambio tecnología avanzada— y China —que es su respiradero económico en medio de la asfixia de las sanciones—.
La cuestión palestina se hallaba en estado moribundo, atenazada entre el desinterés de la comunidad internacional, incluidos muy sustancialmente la mayoría de los países árabes, y la consolidación en Israel de un consenso mayoritario alrededor de una política de total desprecio hacia los derechos y los anhelos de los palestinos, con una ocupación ilegal que avanzaba sin pausa, opresión, y ninguna voluntad de buscar una solución negociada. No era solo Netanyahu. Era, y es, una mayoría de la sociedad israelí. En ese contexto políticamente desesperado, Hamás decide lanzar su criminal ataque.
Primera fase después del ataque
La ofensiva de Hamás trató de romper esa dinámica a costa de las víctimas israelíes directas y de las palestinas que, sabía perfectamente, habrían pagado por su decisión. Su acción asestó de paso un durísimo golpe político a Netanyahu, un líder que construyó su carrera presentándose como el mejor adalid posible de la seguridad de Israel.
Desde el día 7 de octubre, Netanyahu sabe que en cuanto la crisis se estabilice tendrá que responder ya no solo de presuntos casos de corrupción y maniobras con tufo de erosión de la calidad democrática que enfurecieron a la mitad de la sociedad israelí, sino que además de la responsabilidad de no haber sabido prevenir o frenar adecuadamente el ataque de Hamás.
Netanyahu tiene un interés estratégico en mantener elevada la tensión, porque mientras esta dure no es pensable un cambio de Gobierno. Cabe entender que su objetivo es una tensión suficientemente alta como para seguir en el poder, pero evitando que degenere en una conflagración regional total difícil de manejar militarmente y que le granjearía un mayor rechazo internacional del que ya sufre.
En los primeros compases, Israel recibió muestras de apoyo por el ataque sufrido y reconocimiento de su derecho a responder. Pronto, a la vista de la brutalidad y desproporción de la respuesta, empezó a ver deteriorados esos apoyos. Pero en ningún momento ha temblado de verdad el apoyo estratégico fundamental: el de EE UU, que es quien asegura el músculo militar que permite a Israel actuar como lo hace, con ayudas anuales a su defensa por valor de más de 3.000 millones de dólares, y con armamento de altísima calidad. Si Israel bombardea tanto, es porque EE UU le da armas.
La Administración de Biden ha exigido contención de forma reiterada, pero solo verbal, sin cortar el suministro de armas. El cálculo subyacente a esta decisión tiene múltiples elementos. Uno de ellos es, probablemente, el temor a que una decisión fuerte de cortar la ayuda militar a Israel habría perjudicado las posibilidades de apoyo del Partido Republicano a la nueva ayuda que Ucrania necesita desesperadamente. Esta ha quedado bloqueada en el Congreso durante meses por la influencia desproporcionada de una minoría trumpista. La Cámara de Representantes tenía previsto votar, y todo apunta a que avalar, esa ayuda en la noche del sábado.
Pero hay otros motivos que sustentan la acción de Biden, y por ello no cabe esperar un giro abrupto a partir de ahora. Entre ellos, consideraciones de carácter histórico, geopolítico y también, tal vez, electorales. Su actitud le está costando a Biden la indignación del ala izquierda de su partido, que podría pagar cara en las presidenciales de noviembre. Pero un sondeo de Gallup de marzo indicaba que entre los demócratas sigue habiendo una base consistente de apoyo a Israel, mientras que entre los independientes —muy importantes en las presidenciales— ese apoyo es mayoritario.
Lo que sí está claro es que EE UU ha trabajado en todo momento para —mientras mantenía el apoyo a Israel— evitar la escalada regional. Lo mismo que Irán y su socio principal, Hezbolá. Pese a la presión para apoyar a los palestinos en medio del castigo colectivo de Israel —eso y no otra cosa es una respuesta que ha incluido una mordaza hasta a la ayuda humanitaria—, Hezbolá no ha entrado en juego. Los constantes intercambios de fuego han sido siempre contenidos y telegrafiados, evidenciando una clara intención de evitar una espiral negativa.
En esta fase, algunos han intentado proyectar influencia como mediadores. Qatar, por supuesto, pero también Rusia, quien convocó una sorpresiva reunión en Moscú a la cual estaban convocadas todas las facciones palestinas, desgarradas desde hace casi dos décadas por una lucha intestina.
El Kremlin está encantado de la distracción global que el conflicto en Oriente Próximo produce, desviando los focos de Ucrania y, en concreto, requiriendo concentración y armamento de EE UU. Tanto Rusia como China se alegran del desprestigio que ocasiona a Occidente en gran parte del mundo la percepción de doble rasero con sus actitudes ante Ucrania y Gaza. Pero Pekín, a diferencia de Moscú, y al igual que otras potencias del Indo-Pacífico, tiene un gran interés en la estabilización de las rutas marítimas que llevan sus mercancías a puertos europeos.
Mientras, el empuje para la normalización entre Arabia Saudí ha quedado congelado. Riad mantiene la voluntad de fondo. Pero es consciente de que el tablero ha cambiado. Que las opiniones públicas árabes observan con una indignación máxima lo que acontece en Gaza, y que ahora una normalización debería conllevar garantías para Palestina que Netanyahu no parece dispuesto a conceder.
Fase de regionalización
Pese a que los principales actores no han mostrado voluntad de una regionalización del conflicto, este ha ido dando pasos en esa dirección. La campaña de ataques de los hutíes de Yemen contra buques comerciales ha activado una doble respuesta: bombardeos por parte de EE UU y un puñado de socios; la constitución de una misión naval defensiva de la UE, que es un nuevo paso en el camino de construcción de una mayor cooperación europea en defensa.
Otro ataque letal lanzado por socios de Irán contra soldados de EE UU en la zona también provocó una respuesta con bombardeos de Washington. Pero esta tuvo lugar varios días después del ataque, para dar tiempo a Irán de poner a resguardo a sus dirigentes y oficiales desplegados en la zona, y de forma quirúrgica.
En ambos casos, las circunstancias apuntan a que las acciones de los actores próximos a Irán han ido más allá de la voluntad y los intereses de Teherán. Los hutíes, en concreto, alimentados por Irán durante años, tienen pensamiento estratégico propio. Enfrentarse a Occidente y erigirse en defensores de la causa palestina le granjea apoyos políticos internos.
En este contexto, Netanyahu emprendió la arriesgadísima jugada de golpear a altos cargos iraníes en una sede diplomática en Siria. La acción ha servido a sus intereses de varias maneras. Ha vuelto a estrechar filas alrededor de Israel, con aliados occidentales, y también árabes, que han contribuido a neutralizar la respuesta iraní, con unos 300 drones y cohetes lanzados contra Israel. Teherán ha sido sometida a nuevas sanciones. Se reaviva el sentimiento de frente común ante la República Islámica.
A la vez, ha desviado los focos de Gaza, al menos momentáneamente, y ha incrementado la tensión latente de fondo que le facilita seguir en el poder. Su réplica contenida a la ofensiva iraní permite a Teherán no tener que seguir con la escalada, mientras lanza un aviso acerca de la capacidad de golpear en su territorio.
Todo esto introduce nuevas variables en el principal cálculo estratégico de la región: la perspectiva nuclear de Irán. Hasta ahora, Teherán ha ido desarrollando capacidades que le acercan a la posibilidad de tener una bomba atómica sin, que se sepa, perseguirla hasta el fondo.
La nueva inestabilidad regional, con líneas rojas cruzadas como el intercambio directo de fuego, puede hacer reconsiderar ese cálculo, en un Irán cada vez más dominado por los ultras y en los que los reformistas que habían perseguido el pacto nuclear han desaparecido del mapa. Pacto nuclear sellado por Obama, alentado por los europeos, y roto por Trump bajo el aplauso de Netanyahu.
Es probable que este último esté calculando maneras de mantener la tensión hasta llegar al día de noviembre en el que se celebran las elecciones en EE UU. Pocas dudas caben de que, aunque Biden no le haya frenado de forma decidida, si tuviera un voto, el líder israelí se lo entregaría a Trump. También votarían sin duda por él el líder saudí, al que el magnate trataba con guantes blancos y que, en cambio, Biden ha criticado con dureza, y Putin, bien contento de explorar qué significaría la promesa del republicano de cerrar en un día la guerra de Ucrania. Todos los cálculos estratégicos pasan por la incógnita del 5 de noviembre, día de las elecciones en EE UU.
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