El poblado beduino en la frontera con Líbano que vive pendiente del cielo por los ataques de Hezbolá
“Mira, ahora estamos hablando y tengo un oído en la conversación. Pero el otro está siempre pendiente de lo que pasa en el cielo”. Hani (prefiere no dar su apellido porque es reservista militar) enumera los cinco sonidos distintos que le indican “lo que pasa en el cielo” justo en la zona en la que estar en Israel o en Líbano es cuestión de muy pocos kilómetros. Por un lado, está la potencia del paso de los cazabombarderos y el zumbido de los drones que vigilan la divisoria, que Hani ve cada mañana desde su terraza en Arab al Aramshe, en Israel y poblada por 1.750 beduinos. “Esos son los nuestros. Tenemos un ejército fuerte”, subraya con orgullo. De Líbano proceden otros tres sonidos. El silbido del lanzamiento de un cohete no le preocupa. Sí los otros dos que están haciendo más daño y que, viviendo tan cerca, oye antes incluso de que activen las sirenas antiaéreas: los proyectiles antitanque y los drones suicidas cargados de explosivos.
Dos de estos drones hicieron que Arab al Aramshe abriese este miércoles los informativos en Israel. En la víspera, uno pequeño logró cruzar desde Líbano para, aparentemente, tomar imágenes e identificar dónde estaban juntos todos los vehículos militares, cuenta Ali, un vecino de 63 años. Al día siguiente, otro (este, suicida) impactó directamente contra los soldados y equipos de respuesta de emergencia reunidos en un centro. Hirió a 18, de los que cinco siguen graves y uno, en estado crítico. Fue un balance relativamente alto dentro de las reglas no escritas del desigual toma y daca que el ejército israelí mantiene a diario con la milicia libanesa Hezbolá, en paralelo a la guerra en Gaza.
En parte sucedió porque no saltaron los interceptores. Tras seis meses de escaramuzas, Hezbolá ha ido aprendiendo que lanzar drones desde cerca y a la menor altitud posible dificulta su detección. También el daño que causa dirigir proyectiles antitanques, no contra blindados, sino contra viviendas y otros edificios, aprovechando su precisión. No es casualidad que sus 10 kilómetros de alcance correspondan aproximadamente con la zona evacuada de civiles, ni con las exigencias de Israel para alejar de la frontera a las fuerzas de élite de la milicia libanesa, en el marco de las negociaciones que lideran Francia y Estados Unidos para evitar que los enfrentamientos deriven en una segunda guerra en Oriente Próximo.
En esta situación, Arab al Aramshe tiene todo lo que no conviene. Está en un alto, a tiro de piedra de Líbano, con trasiego de soldados y vehículos militares y casi igual de lleno que antes de la guerra, porque el 90% de evacuados ha acabado volviendo a sus casas, hartos de vivir lejos, en hoteles y sin ingresos. La bendición que supone en tiempos de paz para sus habitantes ver cada mañana desde la altura una de las zonas más verdes del país es ahora una maldición. “Estamos tan arriba que nos pueden vigilar desde casi todos los lados”, lamenta Ali ante la Línea Azul, la divisoria extraoficial vigilada por cascos azules. Israel y Líbano carecen de frontera acordada y de relaciones diplomáticas, e Israel solo se retiró en 2000 del sur del país vecino tras ocuparlo durante 18 años. Seis más tarde, un proyectil de Hezbolá mató a tres personas en este mismo pueblo, en la guerra que libró durante un mes con Israel.
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Si la loma estuviese muy poco más al norte, Hani estaría más familiarizado con otro sonido: el de los bombardeos aéreos o el fuego de artillería israelíes que han matado en medio año a unos 270 miembros de Hezbolá y a medio centenar de civiles, y forzado la evacuación de unas 100.000 personas. Pero, en un Oriente Próximo donde las guerras y las reuniones a miles de kilómetros de colonialistas europeos han decidido muchas fronteras, quedó de lado israelí. Con el paso de tiempo, las autoridades impulsaron la separación de los beduinos del resto de palestinos con ciudadanía israelí. Todos están exentos del servicio militar obligatorio, pero varios centenares de beduinos se alistan voluntariamente cada año. Hoy sirven unos 1.500, sobre todo en unidades de reconocimiento. La mayoría de árabes israelíes que se pone motu proprio el uniforme son, de hecho, beduinos, pese a representar solo un 10%.
“Igual que ellos defienden su tierra, nosotros defendemos la nuestra”, justifica Hani señalando al otro lado de la barrera de hormigón junto a una gran antena. “Me da igual que sean también musulmanes y que hablen árabe. Para mí, Hezbolá son asesinos. Y te aseguro que si mañana cruzasen, no andarían preguntando a cada uno a quién reza antes de disparar”. Mucho más al sur, en su ataque sorpresa el pasado octubre, Hamás mató a 17 beduinos y tomó a otros seis como rehenes, dos de los cuales fueron liberados en el canje de noviembre.
A diferencia de las cercanas localidades judías, como las silenciosas Hanita o Shlomi, Arab al Aramshe rebosa vida. Hay persianas rotas por la onda expansiva del último ataque y circula el rumor de que muchos vecinos están haciendo las maletas por miedo: este cayó cerca e hizo bastante daño. La realidad es otra. Nadie carga el maletero, los adolescentes juegan con motos y quads y, al ver a un desconocido, le preguntan de inmediato en hebreo si es soldado, como muchos otros que se mueven por el pueblo en uniforme. Como si fuese broma, un restaurante ―ahora cerrado― anuncia a la entrada comida libanesa.
Hay que conocer las carreteras o leer los carteles, como décadas atrás. Ya bastante antes de llegar a la frontera, los sistemas de navegación por GPS, como Google Maps o Waze, ocultan los nombres en el mapa o marcan erróneamente la ubicación en Beirut o en El Cairo. El ejército israelí interfiere la señal para impedir el guiado de los proyectiles. El día del ataque iraní contra Israel, hace una semana, sucedió en todo el país.
Las familias de la zona no necesitan GPS. Llevan aquí generaciones, moviéndose por estas mismas colinas hasta que, de repente, hubo una frontera. En 1947, milicianos judíos de un kibutz cercano atacaron el pueblo y las familias beduinas acordaron no sumarse al resto de árabes en la guerra que ya cobraba cuerpo y terminaría sin acuerdo de paz en 1949. Algunas familias acabaron separadas entre el recién nacido Estado de Israel y Líbano. En los primeros años, cruzaban incluso de uno a otro lado, pese a estar bajo régimen militar, y compartían cementerio. Las autoridades israelíes empezaron a impedir los cruces ilegales y les expropiaron casas para reagruparlos en torno a un centro, hoy dominado por una clínica y la cúpula dorada de una mezquita.
Ese arraigo es uno de los motivos que ha llevado a tantos a regresar tras ser evacuados hace medio año junto con otros 80.000 habitantes de 27 localidades del norte. “Como beduinos, estamos muy conectados a la tierra. Es nuestra mentalidad. Somos una comunidad fuerte y unida, acostumbrada a vivir aquí”, explica el presidente del consejo municipal, Adib Mazal, entre llamadas, mensajes de WhatsApp y repaso a un listado de los habitantes.
El principal motivo, sin embargo, son seis meses sin ingresos. “El Gobierno nos ha dejado vendidos económicamente. Sí, nos pagaban alojamiento y comida, pero luego las familias salían a dar una vuelta, el niño quería un helado… Eso hay que pagarlo”, señala Mazal, de 35 años. En Arab al Aramshe la mayoría solía trabajar en agricultura o en zonas industriales, con muchas operaciones en negro, admite. “Si no recibimos apoyo económico pensado a largo plazo, vamos a tener en unos meses a los jóvenes metiéndose en el mundo de la delincuencia o de la droga”.
Ali no aguantó más de cuatro días fuera de casa y sin trabajar en una cercana granja cooperativa judía. “Estaba el tema del dinero, claro. Pero también era la temporada de la granada. Quizás en la ciudad no lo entendéis, pero me dolía no estar”, dice. Sus palabras traslucen asimismo la necesidad de pisar tierra firme, de regresar a lo conocido, pese al peligro. “Si hay guerra… O sea, no esto, sino guerra de verdad; nos evacuan de aquí a la fuerza. Seguro. Pero de momento, ¿adónde voy? Aquí estamos más cerca, sí, pero sus misiles pueden llegar a cualquier sitio. Además, cuando te vas de vacaciones, ¿cuánto tiempo puedes aguantar en un hotel sin volverte loco? Pues imagina sin ser vacaciones”.
Un sonido llena el salón de la casa e interrumpe la conversación. La aplicación del ejército israelí para la población alerta desde el teléfono móvil de la infiltración de otro dron justo hacia Arab al Aramshe. Ali se refugia en la denominada habitación segura que, por ley, tienen accesibles todas las casas de la zona. Algunas son grandes; otras, espacios pequeños y oscuros, propios de ciudadanos de segunda respecto a la mayoría judía y con altos porcentajes de abandono escolar. “No exagero si digo que posiblemente seamos el lugar más pobre de todo el norte de Israel”, admite Mazal.
Otro vecino, que no quiere dar su nombre, menciona el elefante en la habitación. Pasó tres meses evacuado, a coste del erario público, en un hotel de Nazaret, la ciudad con 80.000 palestinos con ciudadanía israelí en la que impera más la unidad emocional con Gaza y Cisjordania que la identificación con el país que figura en su DNI. Acabó, dice, harto de “las miradas y comentarios en la calle”. “Cada vez que salía, me sentía incómodo. Sabían de dónde venimos y que algunos servimos en el ejército”, protesta. Lo reconoce el presidente del consejo municipal: “Hay quien nos ve como traidores o colaboracionistas. No sé qué quieren de nosotros, la verdad. Cada uno es leal a su Estado y este es el nuestro porque, cuando se creó, nos pilló aquí”.
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