Los dos meses y medio de un activista palestino en una prisión de Israel: maltrato, escasez de comida e interrogatorios
Munther Amira, un conocido defensor de los derechos humanos palestino de 53 años, rememora entre rabia y dolor los dos meses y medio que ha estado encarcelado por las autoridades de Israel. “Ellos saben que yo no estoy con Hamás, que mi estrategia es totalmente otra, aunque combata la ocupación. No soy un activista violento, estoy totalmente en contra de matar a civiles. Todo el mundo lo sabe”, argumenta para subrayar que opiniones y activismos como el suyo no están detrás del origen de la actual guerra. Su relato recoge humillaciones, maltrato y vejaciones de tipo sexual a manos de agentes israelíes. “Me ordenaron quitarme todo y dijeron: ‘Empieza la fiesta’. Mientras, me hacían fotos y me ordenaban ponerme de distintas posturas. Me golpeaban para que abriera las piernas hasta que me caía al suelo. Nunca antes nadie me había visto totalmente desnudo, ni en mi casa”, sostiene Amira, quien insiste en que ha salido más fuerte de prisión y más decidido a seguir su tarea como activista.
Todo, pese a que ha perdido 33 kilos y a que considera que esta ha sido la peor de las cuatro ocasiones en que ha estado encarcelado en los últimos 35 años. La entrevista se celebra en marzo en el salón de su casa del campo de refugiados de Aida (Cisjordania), el mismo lugar donde fue violentamente detenido la madrugada del 18 de diciembre de 2023 delante de su mujer e hijos por varios militares. “Yo trataba de que se relajaran, les decía que haría lo que me pidieran. Fue uno de los peores días de mi vida”, destaca. EL PAÍS ha preguntado al ejército israelí por el caso de Amira sin obtener respuesta.
“Lo último que recuerdo es a mi hija Yumna, de 19 años, diciendo: ‘Te quiero, papá’; y yo respondiendo: ‘Te quiero’. Después, me golpearon hasta la llegada a Etzion”, un centro de detención al sur de Belén adonde llegó maniatado por la espalda y con un “trapo maloliente” cubriéndole los ojos. “Nos daban algo que parecía comida, como si estuviera hecho de lo que habían recogido de las sobras. No era comida. Al tercer día tenía tanta hambre que lo probé”, explica.
Ese tercer día fue trasladado a la prisión de Ofer, cerca de Ramala (Cisjordania). Allí cuenta que ocupó una celda junto a otros 12 internos, un espacio diseñado para seis, por lo que siete debían dormir en colchonetas sobre el suelo. Tenían la obligación de recibir a los carceleros de rodillas en los tres recuentos diarios. Amira se levanta para mostrar las posiciones en que le obligaban a ponerse, cómo les pateaban, escupían, insultaban, les daban con una barra en los testículos… Hasta en cuatro ocasiones, explica, los agentes asaltaron su celda, que acababa con el suelo manchado de sangre de los golpes. Cuenta que iban encapuchados y que veces se ayudaban de perros.
Una de las mayores palizas afirma que la recibieron cuando los funcionarios descubrieron que habían fabricado un juego artesanal con bolitas de pan como fichas y un tablero dibujado con polvos de una medicina sobre un cartón. Uno de sus compañeros, un joven de un pueblo próximo a Hebrón, trató de suicidarse lanzándose desde lo alto de las rejas. Pese a que sangraba mucho, describe Amira, los guardias no lo recogieron hasta más de media hora después.
Varias veces recuerda cómo los empleados israelíes se referían a esas operaciones violentas como “fiesta”. “En la sección de al lado mantenían a presos de Gaza. Solíamos escuchar los alaridos, los gritos, los aullidos como perros… Lo peor”, rememora. Durante estos dos meses y medio estuvieron casi sin ropa, oliendo mal por la falta de higiene, con escasa y mala comida. Lo más parecido a tabaco que tenían era el contenido de las bolsitas de té seco que liaban en las hojas de detención que firmaban. El olor del café de los carceleros, cuyo puesto estaba cerca de su celda, era otro tormento. “Se me ocurrió organizar una huelga de hambre. Sentía que teníamos que hacer algo. ‘Munther, ni se te ocurra. Te van a matar. No vas a sacrificarte tú solo, sino a toda la celda’, me dijo un preso que llevaba 19 años”, explica. “Ahí dentro he pasado la peor época de mi vida”, agrega.
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Le interrogaban sobre el contenido de su teléfono y redes sociales, sobre si tenía familiares en Gaza y le acusaban de ser de Hamás. “Yo, de Hamás, una locura”, zanja con una mueca. Uno de los miembros del Shabak (acrónimo en hebreo empleado para la Agencia de Seguridad de Israel) le dijo: “Ahora voy a hacer realidad tu sueño, convertirte en shahid”, término en árabe que significa mártir y que se emplea para los que mueren por la causa palestina. “Ese no es mi deseo, yo quiero vivir, tener una buena vida”, dice Amira que respondió tratando de defenderse de la tortura psicológica.
Sorprendida por la detención y el perfil del encarcelado, la organización humanitaria Amnistía Internacional (AI) escribió en enero a un responsable del ejército de Israel para pedir la liberación. En la misiva recordaba que Munther Amira es un defensor de los derechos humanos y un conocido trabajador social. Es directivo del Centro de la Juventud del campamento de Aida, donde se desarrollan actividades para cientos de niños refugiados, y activista por la paz del Comité de Coordinación de la Lucha Popular, un movimiento de resistencia no violenta en Palestina. Amira, al que los vecinos siguen recibiendo estos días de forma efusiva a pie de calle, está “comprometido con la resistencia popular no violenta contra la ocupación israelí y el apartheid”, señalaba AI.
Amira sufrió una detención administrativa, aplicada a miles de presos palestinos, lo que AI considera contrario a la legislación humanitaria internacional y considera que sirve para mantener el sistema de apartheid que impone Israel. El encarcelamiento de este activista, miembro también de Fatah, formación principal de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), tuvo lugar unos días después de la de Anas Abu Srour, director del Centro de la Juventud de Aida, que sigue en la cárcel todavía.
Amira advierte que su forma de actuar, rechazando actos como la matanza de Hamás el pasado 7 de octubre en Israel, no es siempre bienvenida entre la resistencia palestina. Aquel día los islamistas asesinaron a unas 1.200 personas y la respuesta del ejército israelí ha matado ya a más de 33.600 personas en Gaza.
El activista fue conducido tres veces ante un tribunal, que lo condenó en enero a cuatro meses, aunque sin darle a conocer los cargos. Pero Amira no sabe por qué fue finalmente liberado el 29 de febrero, cuando todavía le quedaba mes y medio de prisión por delante, después de ser obligado a firmar unos documentos que no le dejaron leer, afirma. Solo dos días antes había recibido las medicinas que toma habitualmente para el corazón y la presión sanguínea.
Varios militares irrumpieron en la vivienda familiar durante uno de los frecuentes asaltos de las tropas israelíes a Aida. Vio cómo golpeaban repetidamente a su hermano Karim, que tuvo que ser hospitalizado. El activista pensó en un primer momento que los soldados buscaban a su hija Yumna, que trabaja en un documental sobre prisioneros palestinos. Pero no, venían a por él.
Amira ya había sido encarcelado tres veces antes por periodos de hasta seis meses en prisiones israelíes. Fue en 1989, durante la Primera Intifada; en 2002, durante la Segunda; y en 2018 por protestar contra la detención de Ahed Tamimi, una joven activista. Pero recalca que esta última ha sido la peor. “Tenemos que seguir pagando el precio. Debemos seguir luchando por la justicia. No podemos permanecer en silencio por lo que están haciendo en Gaza, por los otros prisioneros…”, destaca con determinación pero sin olvidar lo vivido. “Juro que miraba la puerta azul de la celda como si fuera el acceso al cementerio. Pensaba que nunca saldría. Pero he regresado más fuerte todavía”, sentencia.
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