Memorias de Clodovildo Codovilla
Clodovildo Codovilla habría arribado al cierre del XIX por Puerto Plata atraído por las noticias de apertura y prosperidad que se difundían en publicaciones en el exterior sobre esta república medio insular gobernada entonces por un negro con fama de valiente y elegante, por demás oriundo de la que con justeza llamaran la Novia del Atlántico. Asentado por un tiempo en esta multiétnica comunidad hospitalaria con el extranjero, pudo observar cómo una dinámica corriente de connacionales llegaba a la urbe portuaria a probar suerte.
Así, en la primera década del siglo XX, Clodovildo fue testigo del esmerado servicio prestado por la dama italiana Bianca Franceschini de Rainieri en su Gran Hotel del Comercio, ubicado frente al Parque Independencia de Puerto Plata. Dotado de baños de ducha e inodoros wáter closed en cómodas habitaciones ventiladas, con departamentos especiales para familias, y cocina de primera. La publicidad del establecimiento invitaba a visitarlo y advertía «os convenceréis». Desde el antiguo Hotel Central su cónyuge Isidoro Rainieri ganaría merecido aprecio por brindar igual servicio en Santiago de los Caballeros, en edificio construido al efecto, con especialidad en banquetes en sala de 100 cubiertos. Resaltando los timbres en las habitaciones y las «plumas de agua».
Santiago era la capital liberal y el centro económico del Cibao, cuya hoja de tabaco se acreditaba con creces en los mercados europeos, al ingresar por Hamburgo y Ámsterdam en vapores que a su vez transportaban al país unos fuelles sonoros que pronto conquistaron los aires folklóricos del Noroeste, poniéndoles alas veloces a los pies, en reemplazo del más débil tañido producido por las bandurrias criollas.
Bueno es señalar que, junto a los Rainieri, otros inmigrantes italianos como los hermanos Schiffino, José Oliva Currari y Vicenzo Di Carlo, actuaron en condición de pioneros en el sector de hotelería en Puerto Plata, Santiago, La Vega, Moca y San Pedro de Macorís. Tocándoles a algunos descendientes, un siglo después, retomar la antorcha de la hospedería, tales los Rainieri y Schiffino, con esplendentes resultados para la diversificación de la economía dominicana.
Volviendo a Codovilla, conviene destacar que, pleno de juventud y deseos de progreso, quiso engancharse en la fábrica de sueños que animaba a tantos extranjeros que llegaban a «hacer la América» en Santo Domingo. Visionario, incursionó en el negocio de los acordeones alemanes Hohner, cuya venta le generó sus primeros beneficios en esta tierra caliente y bullanguera, permitiéndole conocer mejor el entramado social y racial de su gente amable. Hasta aprendió a dar unos pasitos arrastrados de una danza aventajada que llamaban merengue en bailes escenificados en enramadas rurales y suburbanas, una aventura que casi le va con la vida al desatar los celos infundados de un fornido macho mulato en acecho de la hembra voluptuosa. Cosa de los trópicos peligrosos -se diría a sí mismo un filosófico Clodovildo tras librarse afortunado del percance.
En esas se las pasaba el italiano, moviéndose de Puerto Plata a la Línea, llegando a Santiago y a otros pueblos del Cibao aprovechando el servicio regular del Ferrocarril Central Dominicano y sus líneas de empalme para llevar su mercancía atractiva, altamente demandada -dado que comandaba el instrumental empleado en el ritmo en moda, como reportaría certero el decimero mayor del Yaque, el popular Juan Antonio Alix en sus salpimentadas composiciones. Así, la estrella de Clodovildo se abrió caminos entre gente de pueblo, autoridades y la élite, que le acogió por sus buenos oficios y modales lisonjeros. Convirtiéndose en un imán para otros hijos de la patria de Garibaldi que recalaban como olas en la llamada isla que más amó Colón.
Así sucedió con Clezio Malespina, nacido en Massa, Santuccio Carozzi, de Milano, Pierino Bilongo, natural de Pisa y Panfilo Battaglia, napolitano, quienes hicieron su propio trayecto para llegar a la república caribeña que fuera del negro Lilís, con mansión acogedora en el corazón de la vetusta ciudad de los Colones. Una urbe que se iba liberando a grados de su pesada modorra, levantándose de un sueño viscoso que la tenía con las patas atadas a las murallas levantadas durante la Colonia.
Los pitazos del Progreso (escrita así la palabra, con mayúscula, como si fuera una meta sacra ansiada con inspirado impulso), con locomotoras rugientes, modernos ingenios azucareros, plantaciones de cacao y tabaco, manufacturas varias, telégrafo, teléfono, alumbrado eléctrico público, vapores que nos incluían en la ruta trasatlántica globalizadora, prensa liberal contestataria, educación positivista, decantaban su huella abriendo puertas capitalistas a empresarios industriales y agrícolas, banqueros, transportistas, profesionistas en varios ramos, comerciantes, hospederos, maestros constructores, braceros importados en cuadrillas, predicadores de nuevos credos religiosos.
Civilización o Muerte había predicado el Santo Laico antillanista Eugenio María de Hostos, seguido por una tropa de jóvenes idealistas junto a los influyentes francmasones sefarditas Henríquez y Carvajal, retadores de la Fe Verdadera y Única resguardada a capa y cruz por el poderoso arzobispo Meriño y el beato popularísimo padre Billini.
Clodovildo Codovilla, advertido que era en la capital donde «se movía la cosa», que había negocio en gran escala, concesiones de tierras estatales, de cobro de proventos municipales, de manejo de Muelles y Enramadas, y administración de Aduanas, así como contratas de obras públicas, préstamos al Gobierno con tasas usurarias y montos amañados (con suculentos descuentos en la entrega de los fondos), trasladó sus operaciones principales a la Calle del Comercio, nervadura del poder del dinero. Nuestro Wall Street de entonces.
De este modo, a poco de su estancia capitalina, el Café Ambos Mundo, ubicado frente al Parque Colón, en el entorno formado por la Catedral Primada, el Congreso, el local del Listín Diario, la Universidad, el Palacio Consistorial, las calles del Comercio y Separación, junto a los hoteles Plaza, Ambos Mundos, Colón y Fausto, se convertiría en el segundo asentadero cotidiano del promisorio Codovilla, cuyo emporio apenas iniciaba. Como inician las buenas obras de la prosperidad, las suyas recibieron el auxilio entusiasta y compromisario de sus connacionales Malespina, Carozzi, Bilongo y Battaglia, así como de otros que se sumaron al carro del Progreso.
En algo más de una década, Clodovildo -quien había hecho su acumulación originaria en el negociado de los acordeones diatónicos fabricados en la germánica Trossiguen, mismos que revolucionaron el merengue típico, el vallenato y la cumbia, los aires norteños mexicanos, entre otros géneros populares latinoamericanos- alcanzó estatura singular en Santo Domingo, casi semejante a la del ilustrísimo Almirante de la Mar Oceana cuya estatua dominaba la plaza mayor que reverenciaba nombre y hazaña del nauta genovés. Con una nativa semidesnuda en posición obsequiosa, en señal de mansa sumisión, obra del escultor francés Ernest Gilbert de 1886, realizada por suscripción popular de los más conspicuos munícipes agradecidos.
Justo la proeza empresarial de Clodovildo se había verificado en un ambiente de negocios en el que figuraban en la plaza compitiendo en buena lid numerosos comerciantes sefarditas oriundos de las posesiones holandesas del Caribe, como los muy señeros de Marchena, Pardo, de Lemos, Pereira, López-Penha, de León, Leyba, Senior, Coen, Curiel, Nadal, Henríquez, Jesurum. También participaban comerciantes e industriales peninsulares tales como Parra Alba, Soler, Burgos, Ricart, Baquero, Caro, Carbonell. Boricuas financistas, consignatarios de líneas navieras y hacendados como Michelena, sombrereros como Menéndez, y hoteleros como el muy gentil Benítez.
Entre los italianos, Clodovildo podía contar con la buena pro de los Pellerano, editores de un diario de gran arraigo, cuyas damas, con Luisa Ozema y Eva, engalanaban la mejor educación de señoritas de la ciudad. Los Cambiaso, navieros, empresarios azucareros y ganaderos, cónsules de Italia. Vicini, dueño de ingenios, almacenes urbanos, propiedades inmobiliarias, prestamista, de señera influencia social, llamado familiarmente Bachicha, uno de cuyos hijos, don Chicho Vicini Burgos, sería presidente provisional bajo la Ocupación Americana. Los joyeros Oliva, Prota, Di Carlo se asentarían en el centro de la ciudad, a los cuales se sumaría más tarde Giovanni Abramo. Los Ferrúa harían historia en el arte litográfico.
Al repasar las animadas páginas de noticias, crónicas, comentarios y clichés publicitarios del Listín Diario de finales de 1910, nuestro Clodovildo pudo observar que la presencia italiana en el país tenía alcance multifacético. En Puerto Plata, Cino Hermanos anunciaba su fábrica de paraguas La Competidora y Divanna, Grisolía & Co., almacenistas importadores exportadores, estampaban su huella. En Azua, Nicolás Ma. Ciccone promovía su comercio en la Casa del Candado de la calle Colón, brindando alojamiento a los clientes del «interior». F. Cánepa operaba ferretería y depósito de maderas y vendía azúcar en San Pedro de Macorís. En Santiago, era fama el arte panificador de Flor Sarnelli, quien llegó por Puerto Plata en 1906.
Muchos apellidos italianos engrosarían en el curso del siglo XX esta fructífera inmigración. Salvuccio, Porcella, Cappano, Bolonotto, Giudicelli, Guiliani, Forestieri, Barletta, Menicucci, Perrota, Svelti, Landolfi, Campagna, Cestari, Minervino, Sangiovanni, Guaschino, Marranzini, D´Alessandro, Rimoli, Sorrentino, Di Franco, Bonarelli, Palamara, Luciani, Fabiani, Pittini, Autore. Quienes agregarían su impronta a la de inmigrantes más antiguos como los muy positivos Billini descollantes en la educación, filantropía, periodismo y la política. Los Bonetti que innovarían en la industria. Como José Eugenio Piantini, radicado en la villa de San Carlos en el siglo XIX y cuya huella fecunda abrió trocha a la moderna Santo Domingo a través del Ensanche Piantini desarrollado por los Piantini del Castillo, mi familia por partida doble.
Este texto podría contener personajes ficcionados.