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Campañas políticas del ayer

Campañas políticas del ayer

Campañas políticas del ayer

Como habrá ocurrido en tiempos de Bolos y Coludos, en la década de los ochentas del pasado siglo XX, un indetenible mesianismo recorría las calles dominicanas: la gente se preparaba para decir adiós a su líder y todos se emocionaban cuando lo veían pasar. Si el líder tenía que dar un discurso, algo que era planeado, grandes grupos de personas estaban allí para aplaudirlo. «Venga gente, venga pueblo» era un slogan utilizado para convocar a grandes multitudes a los mítines. Era cierto que en las poblaciones apartadas llegaba la campaña a través de la televisión y los anuncios radiales, aunque estos eran los menos. En la radio de todas partes del país, algunos correlegionarios y políticos de pueblo, atizaban a las masas para que acudieran a la votación, algo que se ve ahora en las redes sociales. Ahora podemos ver otra manera de hacer marketing político: se necesita a una persona que sepa manejar las redes, y los candidatos se animan a hacer anuncios brevísimos para atizar a sus correlegionarios y ganar adeptos que votarán por ellos.

Cuando me refiero a los mítines del ayer estoy hablando de la década de los ochentas del pasado siglo. En aquellos años, había un conocido movimiento partidario y la gente participaba de la vida política aunque de otra manera. Fíjese que en esa década, conocida por los economistas como la década perdida, se tuvo una participación notable de mucha gente que ahora no sabemos si se involucra de la misma manera. Algunos podrán decir que el fervor de los antiguos caudillos era mayor que el que despiertan los candidatos actuales. Las manifestaciones de masa podrían ser un agregado al análisis, sobre todo cuando todos recordamos que la mayoría de las personas pertenecientes a los partidos hacían acto de presencia en lugares como el Puente de la 17, en caso de los seguidores de Peña Gómez, pero también son recordadas las manifestaciones multitudinarias de Balaguer y de Bosch.

Es notable que nuestros historiadores tienen muy clara la política del siglo IXX, cuando Gregorio Luperón, Lilís, Báez, Billini, Meriño, Woss y Gil y otros líderes, actuaban con muchos seguidores (se recuerda mucho las elecciones de 1886).  Era un tiempo político, pero tenemos que reconocer que la «vida partidaria» existía también más atrás, en la época colonial. Si nos metemos más adentro, más atrás, recuérdese que en los tempranos días de la colonización hubo deservidores del rey y otros que lo apoyaban desde esta nueva tierra descubierta, de modo que nada es nuevo bajo el sol. Un ejercicio interesante sería rastrear la ideología política no solo de los políticos de 1880, sino de tiempo más atrás. Más que todo, se podría entender cuál era la «ideología política» de los funcionarios de la colonia y de los que aspiraban a ser funcionarios, como ocurre actualmente.

Algunas personas conservan fotografías heredadas de sus abuelos donde se nota una República Dominicana atrasada, nada que ver con lo que se mira cuando se entra en la capital: torres, elevados y comercios. Esas fotos nos dicen que hubo un tiempo en que la realidad económica no era ni por asomo la que tenemos hoy. En dibujos como los de Samuel Hazard se ve un país muy lejano al que tenemos hoy (su libro Santo Domingo, Past and Present, With a Glance at Hayti, es publicado en 1873 en New York), y es justo reconocer que si vamos a algunos campos del interior, cómo van los candidatos en campaña, notaremos el atraso en que todavía viven algunas comunidades. Es cierto que ha cambiado mucho pero todavía vemos vestigios de esa otra sociedad que ha sido cronometrada en libros sobre el pueblo dominicano.  

Muchos ciudadanos recordarán cuando salían a los mítines: debías llevar tu bandera o esperar a que el partido te la diera. Había banderitas de plástico –sabrá Dios quién se las habrá inventado–, o las más grandes, las que estaban hechas en la tela del color del partido. La bandera, que tenía el símbolo del partido con una pintura no tan buena, era grapada a un palo largo aunque inofensivo. Conseguir una bandera de las que había mandado a hacer el partido era una maniobra que podrán contar algunos correlegionarios: con alguna «dosis de tigueraje», estos se preparaban para solicitar una bandera de respetable calidad. ¿Esas campañas electorales, con los recursos que se tenían, podrían considerarse modernas? Esa resulta una pregunta que sería bueno contestar de nueva cuenta. Lo que sí sabemos es que había elementos promocionales tan temprano como en el ochenta y seis –vasos, platos y cucharas, los de la Alianza para el Progreso–, y la gente esperaba en las esquinas a que pasaran las caravanas por las calles.

Como algunos recordarán, los mítines de los partidos incluían un fenómeno muy claro: cualquier automóvil podría detenerse en una determinada calle para ver el paso de su líder y de toda la caravana –lo que llamaríamos su séquito–, que lo seguía hasta donde éste fuera: había una cierta velocidad en el recorrido porque era bajando hasta llegar a la zona colonial.   

Muchos se acordarán que, en algunas ocasiones, los jefes de campaña contrataban algunos locales de importancia –los de más elevada nota–, para que el partido pudiera oír las disertaciones del líder en determinados pueblos. Quien esto escribe tiene el dato probable pero hay que confutarlo para saber si era a más de 500 pesos el costo del cubierto de la cena mediante la cual el partido obtendría fondos, algo que se ve en las mismísimas elecciones norteamericanas.

Un detalle que podría asombrar a algunos es que todavía no sabemos a quién fue que se le ocurrió tomar unas grandes bocinas –lo que conocemos como discolight–, y ponerlas en una camioneta para ir barrio por barrio hasta enunciar de manera continua, ad nauseam, el estribillo de la campaña del candidato conocido como jingle. Esto tiene que ser estudiado porque detrás de estos anuncios había y hay toda una estrategia de comunicación publicitaria que desemboca en el conocimiento de la imagen de marca que tiene cada candidato. Por los barrios de algunos pueblos, estos discolights se ven que recorren todas las calles haciendo un ruido ensordecedor que viola algunas veces las indicaciones de la ley.

Otro modo de hacer campaña política consiste en las famosas caravanas o los mano a mano, lo que constituyen otra manera de acercarse a la población, claro que todo esto será grabado para hacer anuncios donde se ve al candidato saludando y besando al pueblo llano. Estos encuentros pueden decirse que son de una manifestación verdadera y sentida de parte del candidato.

Volvemos a decirlo: las yipetas no existían en la forma en que las vemos hoy. Bajaban de los campos a los pueblos, un montón de camionetas Daihatsu para apoyar al líder: se entendía que los comités de base, formados con el correr de los días, habían expandido sus tentáculos a las zonas más profundas, allí donde se votaría con el mismo fervor y con la misma valía que en los grandes centros poblados.

Era algo muy clásico que posterior al mítin, al otro día cuando todos descansaban, los ciudadanos hicieran algo notable: se recortaba la foto del encuentro multitudinario, una foto aérea que no era tomada con drones sino con un helicóptero y que publicaban los periódicos del país para que todo el mundo viera y fueran testigos de la demostración de fuerza. Se recortaban las fotos de los mítines y se intentaba calcular, a ojo de águila, cuántos ciudadanos había allí reunidos para oír las palabras del líder.

Las manifestaciones multitudinarias le daban la impresión al estratega y al líder que estaban ganados en unas elecciones que serían muy debatidas y donde se dijo después que habían votado los muertos y los militares. Los que iban a los mítines tenían claro que los demás partidos harían su propia manifestación y todo sería cuestión de ver las fotos publicadas para intentar calcular quién tenía más gente, aunque es de entender que no siempre se llegaba a decir un porcentaje confiable. Por eso, algunos dicen que los eventos de masa no son testimonio del triunfo y hay que esperar al momento culminante cuando los votos son contados uno a uno.

El autor es mercadólogo, escritor y melómano nacido en 1974.  

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