Ruanda, 30 años después del genocidio: seguridad, limpieza, modernidad y mano dura
En la carretera número 5 de Kigali, una fila de coches pasa a toda velocidad y el poste del radar de tráfico hace una foto. Poco les importa, saben que les quitarán la multa; son coches oficiales de la carrera ciclista Tour de Ruanda. Es domingo, 25 de febrero, y es la etapa final de la 27ª edición de esta prueba, un orgullo nacional. Segundos después, pasa el pelotón con decenas de ciclistas, entre ellos, el cuatro veces ganador del Tour de Francia, el británico nacido en Kenia Chris Froome. En esas mismas calles se celebrará el año que viene el Mundial de Ciclismo en Ruta. No hay ningún agujero ni bache, todo está perfectamente señalizado y el orden es extremo. Hace 30 años, en ese mismo lugar donde pedalean los ciclistas se ponían barricadas en la carretera y se asesinaba a machetazos a cientos de personas.
Al caminar hoy por las calles de Kigali, la capital ruandesa, resulta difícil pensar en que hace tres décadas, en el mes de abril de 1994, allí mismo se estaba perpetrando un genocidio, desatado tras el atentado que acabó con la vida del presidente ruandés Juvénal Habyarimana, de la etnia hutu. Se calcula que alrededor de 800.000 personas de la etnia tutsi y algunos moderados hutus que les apoyaban fueron asesinadas por parte de unos 200.000 hutus radicalizados en una campaña de violencia étnica que duró un centenar de días. Los hutus eran el 85% de la población y los tutsis, el 14% ―la etnia twa representaba el 1% restante―.
Ruanda, bajo la presidencia del exlíder militar Paul Kagame, de 66 años y casi un cuarto de siglo en el poder, ha evolucionado para ser uno de los países más limpios, seguros y modernos de África subsahariana. Lo ha conseguido, sin embargo, con un Gobierno que ha impuesto con mano dura un silencio incómodo en las calles —consentido por la comunidad internacional y su sentimiento de culpa ante aquella masacre—, y que ha logrado externalizar sus guerras hacia los países vecinos. “Nuestro viaje ha sido largo y duro”, dijo este domingo Kagame durante los actos de conmemoración de los 30 años de genocidio. “Ruanda se vio completamente abrumada por la escala de nuestra pérdida y las lecciones que aprendimos están grabadas con sangre”.
Cuando el Tribunal Supremo del Reino Unido acabó por echar abajo, en noviembre de 2023, el acuerdo del Gobierno británico con Ruanda —que el Ejecutivo de Rishi Sunak sigue tratando de hacer efectivo— para enviar allí a los solicitantes de asilo que llegaran a sus islas, lo hizo alegando que el país africano “no era seguro”. Pero si uno circula por las calles de Kigali o la ciudad fronteriza de Gisenyi de noche, no le pasará nada. El extremo control policial, con unidades patrullando constantemente, hace que Ruanda sea el país más seguro de África en varias clasificaciones. Todo mientras no se critique al Gobierno.
Acuerdo con el Reino Unido
El Ejecutivo ruandés castiga con dureza a quienes se han salido de la línea oficial, incluso en el exilio. El asesinato en 2014 en Sudáfrica de Patrick Karegeya, exjefe de inteligencia ruandés que cayó en desgracia con Kagame, es prueba de ello. La Fiscalía sudafricana vio en su muerte “vínculos directos” con el Gobierno ruandés, aunque no se pudo imputar a ningún cargo político.
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La Justicia británica tuvo en cuenta las amenazas a disidentes denunciadas por organizaciones de derechos humanos como Humans Rights Watch, que ha documentado al menos una docena de secuestros y asesinatos en el exterior.
“Me decepcionó el Gobierno británico cuando dijo que Ruanda es un país seguro. Estoy convencida de que conocen el problema de los derechos humanos”, dice la opositora Victoire Ingabire, en conversación telefónica con EL PAÍS. “Primero, me opongo a esta política porque es ilegal y, además, Ruanda tiene recursos limitados para encontrar soluciones duraderas para los inmigrantes”, añade. Ruanda tiene un tamaño inferior al de Galicia y una población de 13,2 millones de personas, seis veces más. Tras Isla Mauricio, es el país de África con mayor densidad de población con 546 personas por metro cuadrado y el crecimiento demográfico es uno de sus principales retos.
Ingabire es de las pocas opositoras al régimen de Kagame que sigue viviendo en Kigali e intentando ejercer la política. Volvió a su país tras 16 años en Países Bajos para ser la candidata de una coalición de oposición a la presidencia en 2010. En campaña fue arrestada y dos años después condenada a una pena de ocho años que acabaron ampliando a 15 por un delito de conspiración para desestabilizar el país y negación del genocidio.
En 2018, Kagame la liberó junto a otros 2.140 presos políticos en un gesto a la comunidad internacional que hacía pensar que iba a abrir el espacio político. En 2021, el Gobierno arrestó a nueve miembros de su partido político, Dalfa-Umurinzi. En julio de este año, Ruanda celebra elecciones e Ingabire no podrá presentarse como ha confirmado la comisión electoral por su condena previa. “El Gobierno rechaza mi participación porque soy popular entre los ruandeses, por eso, Kagame no quiere competir contra mí”, dice. En 2017, Kagame venció en las urnas con el 98,8% de los votos y se espera que en estos comicios, el resultado sea similar.
Kagame alega que los ruandeses están “felices” con su Gobierno y que por eso no hay protestas, pero la represión hace imposible la libre expresión. En 2013, nueve miembros de un grupo católico le pidieron mayor apertura política en una manifestación. Los nueve fueron arrestados.
El genocidio como arma política
Cada año, Ruanda celebra el kwibuka ―”recordar” en kinyarwanda, la lengua local―, los actos de conmemoración que recuerdan la matanza del genocidio. “Si no organizamos el kwibuka, podemos olvidarnos… La memoria es muy importante en la vida humana porque nos ayuda a aprender”, dice Napthali Ahishakiye, el secretario general de Ibuka, la asociación más grande de los supervivientes del genocidio en Ruanda. El Gobierno de Kagame busca recordar este episodio cada día y lo enseña desde quinto de primaria en las escuelas. En enero de este año, Ibuka lideró la operación en la que se desenterraron 119 cuerpos del genocidio, aún ocultos en una parcela privada. Ahishakiye afirma, no obstante, que no se puede saber a ciencia cierta cuántos quedan por desenterrar.
Para el secretario general, el mayor reto al que se enfrentan es que no pueden controlar la negación del genocidio. “Desde el Gobierno, Ibuka o en colegios se puede enseñar muchas cosas, pero en casa los padres pueden contar otra historia. ”, asegura Ahishakiye. “La ideología genocida todavía está ahí. Cada vez hay menos casos y conforme pasan los años se reducen, pero aunque hubiese solo un caso seguiría siendo un problema”, dice.
A pesar de abogar por una unidad nacional en casa, donde hablar de la etnia es tabú, el Gobierno de Ruanda sigue utilizando el genocidio y la división étnica para justificar sus acciones en el país vecino. La ONU, Francia y Estados Unidos han acusado al Ejecutivo ruandés de financiar y armar al grupo rebelde M23, de mayoría tutsi, que ha cercado la ciudad de Goma, en Congo. En febrero, sus enfrentamientos con el ejército congoleño y los cascos azules de la ONU sumaron 144.000 nuevos desplazados a los más de siete millones que se extienden por el país. El 80% de ellos se refugia en el este, según datos de la Organización Internacional de las Migraciones.
“Cada vez que [el M23] es exitoso nos acusan de estar detrás, pero claro que el apoyo del Gobierno de República Democrática del Congo al FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda) nos preocupa. Para nosotros es un problema de seguridad nacional”, asegura a EL PAÍS el portavoz del ejército ruandés, el general de Brigada Ronald Rwivanga. El militar niega la implicación y dice que si hay tropas en la frontera es solo para la defensa, aunque admite que deberían tomar más medidas.
El Gobierno de Congo acusa a Kagame de buscar sus minerales. El este congoleño cuenta con dos tercios del cobalto y la mitad del coltán del mundo, minerales vitales para baterías eléctricas a los que se añade el oro, uranio o diamantes. Se estima el valor de estos recursos sin explotar en 24 billones de dólares (22,5 billones de euros), casi 100 veces más que la economía entera de EE UU. En cambio, Ruanda no tiene prácticamente recursos naturales.
El Gobierno de Ruanda recibe cada año más de 1.000 millones de dólares (922 millones de euros) en ayuda al desarrollo de varios socios, la mayor per cápita de toda África, que supone un 15% de su PIB y hasta un 40% del presupuesto nacional. La Unión Europea financió al Gobierno ruandés con 260 millones de euros desde 2021 a 2024, a lo que se suman ayudas concretas como el paquete de 300 millones de euros para la inversión privada en resiliencia climática. “La comunidad internacional tiene este sentimiento de culpabilidad por no haber hecho nada [durante el genocidio] y el Gobierno de Ruanda lo explota”, dice la opositora Ingabire.
Con ese dinero, Ruanda ha sabido reforzar su ejército, así como mostrar una buena imagen y convertirse en un socio vital de seguridad en el exterior. El país ha pasado de tener una misión de paz en su país a ser el cuarto mayor contribuyente de tropas a la ONU con 5.919 cascos azules ―operan en países como Sudán, República Centroafricana y Sudán del Sur―, ligeramente por detrás de Nepal, Bangladés e India. Recientemente, el Gobierno ha firmado acuerdos con países como República Centroafricana y Mozambique, sumergidos en la lucha contra rebeldes y yihadistas, asegurándose a cambio de contratos para empresas ruandesas.
Desarrollo de marca
Kigali ha llevado a cabo además una fuerte campaña de relaciones públicas y mejora de la imagen con iniciativas como la marca Visit Rwanda, muy presente en el mundo del deporte. La acogida de grandes eventos como el Mundial de Ciclismo el próximo año ha contado también con el Congreso anual de la FIFA en 2023 o la Basketball Africa League, el mayor torneo continental de clubes organizado por la NBA desde 2021. A ello se une el patrocinio a equipos de fútbol como el francés Paris Saint-Germain, el británico Arsenal y el alemán Bayern de Múnich, por una suma de entre 8 y 12 millones de dólares cada temporada.
La oposición reclama que el Gobierno tendría que invertir más en modernizar la agricultura, que todavía da trabajo a dos de cada tres ruandeses. A pesar de la imagen de desarrollo, casi la mitad de la población todavía vive en situación de pobreza, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
En 30 años, Ruanda ha avanzado a pasos agigantados. Ahora, las noticias que llegan a los diarios internacionales suelen ser positivas, entre otras cosas por ser, con un 61,3% de los escaños, el país con más mujeres parlamentarias del mundo. No obstante, lejos del Congreso, la falta de oportunidades de trabajo estable se extiende para la mayoría, con el 90% de las personas viviendo del sector informal. La infraestructura es insuficiente más allá de la capital y la riqueza no llega a los ciudadanos, que todavía viven con un PIB per cápita de media de menos de mil dólares anuales.
Tres décadas después del genocidio, el silencio es el mayor enemigo de Ruanda. “Los ruandeses se lo guardan todo dentro, no hablan y, cuando ya no pueden más, explotan; ya veis lo que pasó en 1994″, dice Ingabire, que recuerda que, en la historia del país, el poder se ha obtenido mediante la violencia ante la falta de alternativas. La opositora cree que no puede darse por sentado que algo como el genocidio no vuelva a ocurrir. “Están creando el mismo ambiente que propició el conflicto en 1994. Espero que la comunidad internacional no cometa el mismo error”, afirma.
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