Nueva York intenta frenar la violencia en el metro con la militarización de la red
Casi tres millones de personas utilizan cada día el metro en Nueva York, una gigantesca red con más de 470 estaciones y trenes que suman 6.500 vagones. Abierto día y noche (solo cerró de madrugada en pandemia, para la desinfección), las cifras son las consustanciales a una ciudad con más de ocho millones de habitantes. El número de incidentes que se producen es limitado en comparación con su tamaño, pero la gravedad, cuando no la espectacularidad, de alguno de los casos cuestiona a gritos la seguridad del sistema: esporádicos tiroteos dentro de un vagón o pasajeros arrojados a las vías, al azar, por personas con trastornos mentales no tratados.
El suburbano neoyorquino está hoy bajo la lupa: las autoridades confían en que un despliegue de policías y militares, como el aprobado recientemente, contribuya a mejorar la percepción de seguridad de los ciudadanos, pero algunos de los sucesos son más fáciles de prevenir que otros, tan aleatorios como un empujón, cuya impredecibilidad escapa a cualquier sistema de vigilancia. Además del citado despliegue de uniformados, la autoridad del transporte se plantea instalar arcos detectores de metal, ya en pruebas, para impedir la introducción de armas. También colocar puertas correderas en los andenes, que se abran solo cuando el tren haya llegado a la estación, pero la medida únicamente resultaría factible en el 27% de las estaciones y costaría unos 7.000 millones de dólares. La ciudad se juega la tranquilidad de sus vecinos, pero también su reputación ante los 60 millones de turistas que la visitan al año.
“Atravieso todo Manhattan de vuelta a casa, muchas veces de madrugada, según el turno que tenga”, explica Morris, enfermero de 28 años. “He visto de todo en los vagones: desde una sobredosis casi fatal por fentanilo a un tumulto con navajas y varios heridos; mucha gente crispada, y muchos, muchísimos indigentes que no reciben el tratamiento psiquiátrico que necesitan y que pueden sufrir un brote de repente”. Como el joven de 24 años que hace dos semanas empujó a la vía a un hombre de 54 cuando el tren entraba en la estación, la enésima muerte en los últimos dos años. “Antes no lo hacía, pero ahora en el andén siempre me mantengo alejado del borde de la vía hasta que llega el tren; intento pegarme a la pared porque es cierto que siento temor, y no soy el único”, confiesa Morris, quien asegura no ser aprensivo.
La única experiencia que Morris no ha vivido —por el momento— es la de presenciar un tiroteo en un vagón como el que hace un mes se cobró un muerto, en un aparente caso de legítima defensa por parte del pistolero; de hecho, la policía declinó presentar cargos contra él. El vídeo del episodio se hizo viral y convirtió el metro de Nueva York, otra vez, en trasunto de una película violenta. O a la inversa, como si la vida real imitase a malos guionistas.
Tema recurrente, dos son los factores principales que han convertido el metro neoyorquino en algo parecido al salvaje oeste: el gran volumen de indigentes con problemas mentales que malviven en sus instalaciones y la tendencia al alza en el número de permisos de armas que los neoyorquinos han solicitado desde que un fallo del Tribunal Supremo en 2022 liberalizó las estrictas leyes del Estado. El año pasado, la división de licencias de la Policía de Nueva York recibió 13.369 solicitudes para tener una pistola o un rifle en casa, un 80% más que las recibidas en 2022 y casi el triple que en 2019.
Militarizar el suburbano
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Pero ni militarizar el suburbano, con medidas como el reciente despliegue de 750 miembros de la Guardia Nacional, ni ingresar contra su voluntad a los indigentes con trastornos mentales, una polémica iniciativa del alcalde a finales de 2022, parecen haber surtido efecto por el momento. “A mí me daba más miedo pasar al lado de militares armados que la posibilidad en sí de un tiroteo”, explica la diseñadora gráfica Anne Delmare en los pasillos de Times Square, la estación cero de la red. No fue la única que vivió con inquietud la incorporación de la Guardia Nacional a las labores de vigilancia que ya realizaban miles de policías locales, y el alud de críticas llevó a la gobernadora del Estado, la también demócrata Kathy Hochul, a limitar los pertrechos de los militares, a los que desde principios de marzo no se permite registrar bolsos y mochilas de los viajeros —una de sus tareas— con armas largas. “No tuve esa suerte, cuando me registraron a mí, que siempre llevo varias bolsas y mochilas con material, iban armados y daba miedo acercarse”, lamenta Delmare.
Con respecto a la otra medida de máximos, el ingreso forzoso de personas sin hogar con serios trastornos mentales en instituciones especializadas, los servicios de salud mental se empeñan en ponerlo difícil. Por citar un solo ejemplo, el responsable del último empujón mortal, imputado por asesinato, había pasado temporadas en albergues especializados para esta casuística, pero hacía meses que no recibía tratamiento. La ciudad cuenta con 38 centros de este tipo, con unas 5.500 camas y un presupuesto de 260 millones de dólares anuales, en teoría suficientes para el censo oficial de 2022, de más de 3.700 indigentes con algún tipo de diagnóstico, de un total de 63.000 según el cómputo, también oficial, de ese año.
El censo real puede multiplicar esas cifras. Además, cualquiera de las iniciativas propuestas incurre, a juicio de activistas y ONG, en una patente criminalización de los sintecho y, aún peor, de los enfermos mentales, que por lo general presentan muchas más posibilidades de hacerse daño a sí mismos que a terceros. Si al contexto se le añade la crisis migratoria que experimenta la ciudad desde hace dos años, la lucha por conseguir una cama, psiquiátrica o no, resulta ya encarnizada. Ítem más, según un análisis de los ingresos en unidades especializadas, los pacientes solo recibían tratamiento esporádico, mientras la violencia y el desorden en los centros era la tónica habitual. La tasa de intentos de suicidio entre ellos era también muy alta.
Los hospitales privados, mientras, han recortado camas psiquiátricas para mejorar su cuenta de resultados y los públicos se ven desbordados por casi 50.000 pacientes psiquiátricos al año. En 2021, el metro neoyorquino alcanzó un pico en el número de incidentes violentos, con ocho asesinatos en 12 meses. No fue más clemente 2022, con otro empujón mortal a las vías que acaparó los titulares (la repercusión de algunos sucesos multiplica exponencialmente la sensación de peligro). Solo en enero pasado, la violencia en el suburbano aumentó un 47% en tasa interanual.
Las iniciativas de Nueva York, una sucesión de pruebas y errores, se miran con lupa, y con interés, en otras ciudades de EE UU. Los sindicatos de transporte de Chicago y Filadelfia han pedido el despliegue de la Guardia Nacional en sus problemáticos sistemas, una medida rechazada por los legisladores locales. El uso teatral o cuando menos espectacular de soldados y militares, como si fueran extras de una superproducción, no ha detenido hasta ahora la delincuencia.
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