De forma poco responsable, la oposición intenta justificar sus pobres resultados del pasado domingo aludiendo una supuesta baja participación de los votantes. Comenzaron la misma noche de las elecciones esparciendo la mentira de que la abstención rondaba un setenta por ciento, cuando en realidad se situó en niveles similares a los registrados en elecciones del pasado reciente en la República Dominicana. 

Según los datos oficiales ofrecidos por la Junta Central Electoral, de un padrón de unos ocho millones cien mil, a las urnas acudieron casi tres millones ochocientos mil dominicanos. Una abstención de poco más del 53 por ciento. Alta, pero en el rango esperado en unos comicios de esta naturaleza. 

En las municipales del veinte, por ejemplo, la participación apenas superó el 49 por ciento. Muy similar a la del pasado domingo, con la diferencia de que cuatro años atrás se produjo un gran movimiento ciudadano en defensa de una democracia herida tras el fallido montaje de febrero. 

Pero las razones de esos niveles de abstención nada tienen que ver con lo que alegan aquellos que no obtuvieron resultados favorables. Y se relaciona más con la apatía ciudadana hacia un proceso donde se eligen autoridades municipales, que en la práctica inciden menos en sus vidas. Sobre todo en los centros urbanos. Algo que, junto a mayores niveles de desarrollo humano, explican en parte también la abstención superior a la media que se registró en las grandes demarcaciones. 

Del mismo modo, es una tontería alegar que la gente no acudió a las urnas por una supuesta compra masiva de cédulas. Y más disparatado aún atribuir al gobierno la capacidad de hacerlo de forma selectiva, para exclusivamente limitar la expresión del voto opositor. 

Otra cosa es la compra de votos, que sí hubo en abundancia. Pero por parte de candidatos de todos los partidos, en el caudal que les permitían sus recursos. 

Una práctica corrupta y nociva que fue inoculada por la clase política, indistintamente se encontraran en gobierno u oposición. Que se observa en todos los procesos electorales, cuando dinero a borbotones se reparte alrededor de los recintos, sobre todo en sectores y barrios carenciados. Y no sólo para movilizar votantes —que sería natural—, sino para pagar a ciudadanos que entienden que únicamente ese día tienen “valor electoral”. Y lo monetizan. 

Una práctica ominosa que estamos llamados a erradicar. Pero que no es nueva ni se la inventaron quienes hoy gobiernan. Y sobre todo que no fomenta la abstención. En todo caso, lo contrario. 

Porque a pesar de sus rémoras y particularidades, nuestra democracia es sana, vibrante y participativa. Y las elecciones municipales del pasado domingo lo ratificaron. 

Y es que no todo vale para justificar una derrota. 

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