El divorcio impacta en todo y todos
Ese día tuve que llevar a mi hija al colegio en Uber. Al despedirla en la puerta de entrada, suspiré. No había procurado el viaje de vuelta en la aplicación y la perspectiva de esperar a otro vehículo bajo el sol caribeño de mayo me desanimaba.
Sin tener otra alternativa, me resigné a aguardar otro Uber junto a la garita. Justo cuando estaba a punto de solicitar el servicio, una conocida, cuyos hijos también estaban en el colegio, detuvo su carro a mi lado y me ofreció una «bola».
Llamémosle Rita. Yo, aliviada, acepté el aventón. Me monté en el asiento del pasajero y comenzamos a charlar.
Hacía algunos años que no la veía. Enseguida nos pusimos al tanto de las novedades. Me contó que se había divorciado recientemente. Me sorprendí un poco. Sin embargo, ella lucía serena.
Era algo que, aunque no lo vio venir, ni imaginó como un posible resultado en su matrimonio, no la había amilanado. Percibí la misma energía inagotable de siempre. El deseo de salir adelante y el optimismo que la caracterizaba.
Hablamos de nuestros respectivos ex y de lo contentas que estábamos de que para ambos todo hubiera resultado mejor de lo esperado. Se notaban felices en sus nuevas vidas sin nosotras. Me comentó: «te sigo en las redes. Parece que todo va muy bien en tu vida también».
Ella por su lado reconoció que, efectivamente, vivía con mayor tranquilidad. Entonces, tocamos el tema de los amigos y los familiares. Su ahora excuñada resultaba ser una de las mejores amigas de mi exesposo también.
Rita me reveló que, a pesar de que antes las unía un lazo familiar, esta persona que teníamos en común había cambiado con ella a raíz del divorcio. A mí me había pasado lo mismo.
Era como si ninguna de las dos existiéramos, como si no ser parte de la vida de esos hombres nos hubiera borrado del mapa.
Duelo por la amistad
Aquello me causó muchísima curiosidad y aunque nos aventuramos un poco en hacer conjeturas, al final de nuestro viaje juntas no llegamos a ninguna conclusión esclarecedora. Determinamos que quizás no le agradábamos y que solo, en su momento, nos toleraba porque éramos la cuñada y la esposa de uno de sus mejores amigos, respectivamente.
Al cabo de unos días de aquella conversación, algo se detonó en mí. Me sentía triste y no entendía por qué. Tenía la impresión de que tenía que ver con el tema que Rita y yo habíamos tocado.
¿Sería posible que no hubiera hecho el duelo por la pérdida de los amigos de mi esposo que ya no eran mis amigos?
¿Habían sido alguna vez, en realidad, mis amigos? Me di cuenta de que, además de la tristeza, me sentía rechazada.
Me lamenté de que a la mayoría de ellos los conocía de antaño, de antes de casarme, tal vez del colegio, o simplemente porque crecimos en la misma ciudad y frecuentábamos los mismos sitios y de que a pesar de eso, habían escogido el lado contrario.
Yo no era una extraña para ellos. ¿Qué había ocasionado que todos hubieran desaparecido de mi vida? ¿Mi divorcio? Hasta llegué a pensar que no era una persona divertida, o buena, o interesante. La falta de amor propio apareció, arañándome por dentro.
Después de azotarme con el látigo de la duda, de la culpa, del victimismo y del desamor llegué a dos conclusiones importantes: uno, un verdadero amigo no elige un lado y, dos, debía curar esa parte de mi divorcio.
Tenía que enfrentar un duelo del que muchos no hablan. Perdemos tantas cosas en una separación matrimonial, pero en la generalidad todos, incluso nosotros mismos, nos abocamos únicamente a la parte que tiene que ver con la pareja que ya no está.
Pero ¿qué pasa con las pérdidas materiales?, ¿el afrontamiento de los fines de semana en soledad?, ¿la desaparición repentina de los rituales de fechas especiales como los días de los padres o de las madres, navidades o año nuevo?
¿Qué pasa con la familia de tu ex?, ¿el distanciamiento de los amigos que escogen continuar la amista solo con uno de los dos?
Nos divorciamos de todo y de todos: de las celebraciones, de la suegra, del espacio compartido, de los amigos.
El encuentro con Rita me enfrentó a los remanentes de una pena que no había asumido y de una idea que revolucionó mi interior: el divorcio es una travesía emocionalmente agotadora que impacta no solo la vida de la pareja, sino también la red de relaciones que han tejido juntos.
También, me di cuenta de que uno de mis mayores desaciertos había sido el no crear vínculos que fueran solo míos durante mi matrimonio. En esos dieciocho años no cultivé relaciones verdaderas. Me ganó la pereza.
No dediqué tiempo a crear amistades significativas. Simplemente, me adapté a sus amigos sin aceptar que, a pesar de conocerlos desde antes o de que parecían mostrarme cariño, yo era únicamente «la esposa de».
Fui a ver a una terapeuta muy recomendada y cuando le hablé con el corazón y con un nuevo entendimiento sobre los amigos de mi ex, me fui en llanto. Me despedí.
Sentí un gran alivio al sanar esa parte de un divorcio que había finalizado cinco años atrás y que por desconocimiento o por evasión, no había curado. Tuve que entender mi realidad, zafarme del cariño de años, de cenas, fines de semana y risas compartidas. Era tiempo de seguir adelante.
A lo mejor, algún día me anime a hacerles la pregunta: ¿Por qué no nos eligieron a los dos?