Biden y Trump, entre la senilidad y la insania
Que su provecta edad iba ser el objetivo número uno en el acoso mediático a Biden por parte de los republicanos es algo que ya dábamos por hecho. Incluso antes de que supiéramos que había confundido a Macron con Mitterrand o a Köhl con Merkel. O que tomara al presidente de Egipto por mexicano. Que la edad de Biden es su mayor vulnerabilidad lo dicen también todas las encuestas. Lo que no era esperable es que un fiscal supuestamente independiente incluyera en su informe sobre el caso de retención de documentos clasificados un juicio sobre sus facultades mentales, supuestamente “disminuidas debido a su ancianidad”. O que dijera de forma más o menos implícita que por eso mismo se lo exoneraba. Que se sepa, este señor fiscal, Robert Hur, no es neurólogo ni es su cometido analizar la agudeza mental de nadie. O sea, una exoneración con trampa, que dará lugar a una multiplicidad de especulaciones sobre cuáles eran las intenciones reales detrás de su informe. Y ya hay quien ve detrás la mano negra de los republicanos.
No habrá juego limpio en esta campaña. Y a partir de ahora, en vez de centrarse donde debería, la elección entre democracia o iliberalismo, se presentará como una opción entre senilidad o insania. Con otro rasgo no menor: a los votantes de Trump les es indiferente cómo sea calificado, prefieren tener a un psicópata narcisista al mando antes de que gobiernen los demócratas. Podrá ser un psicópata y caer en los mismos lapsus seniles de Biden, pero es nuestro psicópata, nuestro anciano. En unas elecciones que se decidirán por el voto de los independientes, menos polarizados, la estrategia de la descalificación del actual presidente por la edad es claramente ganadora. Lo que no se entiende es por qué los demócratas se han dejado llevar a esta trampa. Sobre todo, teniendo en cuenta que es el único error que podían haber controlado. En la anterior elección, el mismo Biden se presentó además como puente generacional, siempre dispuesto a dejar paso a los más jóvenes; ahora rompe con su promesa. Y deberá someterse a la tortura de una agotadora campaña con todo el mundo pendiente de su más mínimo error y sin gozar apenas de los medios de protección de los que ha dispuesto hasta ahora, empezando por el teleprompter y la posibilidad de planificar al detalle sus intervenciones. Una pesadilla.
Bueno, sí hay una explicación posible para entender este entuerto, la avidez de poder tras poder, algo que solo acaba con la muerte, como decía Hobbes. ¿Qué se le ha perdido a un octogenario en la presidencia de los Estados Unidos? Si encima ya lo había conseguido, había satisfecho el apetito de culminar su carrera. ¿Acaso no debían de haberle conducido a tirar la toalla las muchas fatigas y sinsabores que van con el cargo? Parece que hay algo orgiástico en esta ansiosa codicia de poder; nunca se sacia, por mucho que se obtenga siempre se quiere más (Hobbes, de nuevo).
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Lo más sorprendente es que nadie en su entorno ha sido capaz de evitarlo. Quizá por sus propias ambiciones a disfrutar de cargos, por participar de ese mismo síndrome. Siempre hay un premio para los más leales. Lo peor de todo es que en uno de los momentos políticos más delicados desde la Segunda Guerra Mundial nos pone a todos al pie de los caballos. Y que esta falta de juicio para ponderar las consecuencias abunda en la idea de que, en efecto, el presidente Biden puede no estar en las mejores condiciones para adoptar las decisiones más racionales.
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