La última batalla de Bajmut, la ciudad emblema de la resistencia ucrania en Donbás
“¡Rápido, rápido, por aquí!”. El sargento Yaroslav pone la embarrada camioneta cuatro por cuatro a todo lo que da el motor. Convulsa, enfila la humeante carretera hacia Bajmut. La ruta, cuajada de cráteres de bombardeos y cicatrices frescas de artillería, es el último cordón umbilical que une la ya simbólica ciudad de la provincia de Donetsk con el territorio controlado por las fuerzas ucranias. Está bajo ataque constante de las tropas del Kremlin, que aprietan para cerrar el círculo y quieren cortar la vía, para embolsar allí a las fuerzas de Kiev. Bajmut, asediada durante semanas, crisol de los combates más sangrientos de la guerra de Rusia en Ucrania, donde las batallas ya son calle a calle y los enjambres de drones de uno y otro ejército lo observan todo, está en ruinas.
Es un paisaje fantasmagórico por el día, cuando la unidad de reconocimiento aéreo, bautizada como OCHI (Ojos) y comandada por el sargento Yaroslav, opera estratégicamente sus drones para cazar objetivos rusos. Los militares ucranios se esconden en las tripas de los edificios agujereados: evitan ser diana de las fuerzas del Kremlin. La ciudad está cerrada. Ya no pueden entrar civiles ni llegan los convoyes de evacuación. Quedan en sus calles menos de 4.000 habitantes y casi no salen de los sótanos, convertidos en refugios. Es sobre todo cuando oscurece, de noche, cuando aguijonean en oleadas grupos de infantería rusos y comandos de mercenarios de Wagner. “Entonces esto es, simplemente, un infierno”, lanza el sargento Yaroslav, torciendo el gesto y mesándose la trigueña barba.
Un infierno que está costando un gran número de vidas en las filas rusas, que mandan a sus hombres a morir en masa, pero también en las fuerzas ucranias. Bajmut, que tiene escaso valor estratégico militar, pero que ha cobrado gran significado político, ha resistido durante meses. Pero, centímetro a centímetro, Rusia ha ido mordiendo terreno, haciéndose con pequeñas aldeas, granjas y campos hasta controlar varias zonas de la ciudad y tres flancos alrededor. El líder ruso, Vladímir Putin, hasta hace un año considerado un buen estratega con uno de los ejércitos más poderosos del mundo, ha acumulado fiascos militares y con la conquista de Bajmut busca su primera victoria en muchos meses.
Recién llegada la primavera a Ucrania y cuando la guerra a gran escala lanzada por Putin ha entrado en su segundo año, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, ha cambiado un poco el tono sobre Bajmut. Hace semanas, afirmaba que la retendrían hasta el final. Ahora ha deslizado que no mantendrán la ciudad a cualquier precio. “La situación se está volviendo cada vez más difícil”, ha reconocido esta semana Zelenski. Las tropas ucranias podrían retirarse entonces a posiciones fortificadas en terrenos más altos, a unos pocos kilómetros de la ciudad, donde ya hay defensas preparadas. Eso permitiría al Kremlin cerrar las mandíbulas sobre ese bocado de terreno, pero a cambio, Kiev enderezaría la línea del frente.
El Gobierno de Zelenski ha apostado un gran número de unidades en Bajmut y en los alrededores de la ya conocida como ciudad fortaleza. Los militares dentro están exhaustos. Muchos tienen los ojos vacíos. El asalto es implacable y el Ejecutivo de Kiev ha enviado refuerzos en los últimos días, según la viceministra de Defensa, Hanna Maliar. Refuerzos, no obstante, que no está claro si tienen el objetivo de tratar de mantener el control de la ciudad o de dar cobertura y apoyo logístico en caso de retirada, para evitar que el bastión se convierta en un nuevo Mariúpol, la estratégica ciudad del mar de Azov asediada durante tres meses y en la que los últimos defensores que quedaban dentro, en la acería de Azovstal, tuvieron que capitular y fueron capturados.
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Kiev planea una contraofensiva en Donbás (este) y en el sur. Ahí trata de romper el corredor que Rusia ha creado, ocupando también territorio entre la península ucrania de Crimea ―invadida y anexionada ilegalmente en 2014― y Donbás. Pero para iniciarla, además del esperado nuevo envío de armas occidentales y de la preciada munición, Kiev necesita botas. Y para ello podría tener que dejar caer Bajmut.
La localidad, donde antes de la invasión vivían unas 70.000 personas, ha quedado reducida en su mayoría a escombros. El pequeño quiosco de la señora Svetlana, en una de las arboladas y elegantes avenidas, ya no existe. Un hombre con la mirada perdida camina con una bolsa de rafia por una de las arterias principales, bordada de zanjas, trincheras, hierros oxidados y madejas de cables. Los tendidos eléctricos están derribados en toda la ciudad, donde hace meses que no hay suministros de agua, luz o gas. “No me voy, no me pienso ir. Yo me quedo”, grita el hombre. Y sigue su camino, ajeno al temblor del suelo y al sonido permanente del fuego de artillería. No es seguro caminar por las calles desiertas. La sensación de estar bajo vigilancia es constante.
A veces, esos ojos son los de la unidad OCHI del sargento Yaroslav, con varias posiciones en Bajmut y fuera de la localidad, donde ayudan a mantener la línea del frente y evitar que Rusia cierre la media luna de territorio que controla. Trabajan rápido. Llegan a una de sus bases, a 1,6 kilómetros de las posiciones rusas, despliegan el material y su dron, un DIJI Matrice de uso civil, conectan las baterías de respaldo, activan la conexión a Internet a través de la red de satélites Starlink y comienzan a barrer la zona en busca de tropas del Kremlin.
En un húmedo sótano que huele a col, a pocos kilómetros de la ciudad, el sargento Yaroslav observa en una pantalla las imágenes de la urbe y sus alrededores mientras su compañero Oleksii maneja los mandos del dron. Kir, el tercero del grupo, revisa las coordenadas que enviarán a una brigada de artillería. Ahí una trinchera, una caseta bombardeada, una zanja, una base rusa vacía. En el barrido de la lente del dron cuadricóptero, que tiene un radio de 10 kilómetros, aparece gris la ciudad de Bajmut, desde donde brota el humo de varias explosiones. Buscan, envían y a veces cambian de posición. Trabajan del amanecer al anochecer.
Son un equipo de tres, engrasado, sincronizado. Llevan juntos un año. Yaroslav y sus compañeros Kir y Oleksii se alistaron la aciaga mañana del 24 de febrero. A Kir, un tipo de ojos avispados de 32 años, le llamó su hermano mellizo desde la ciudad portuaria de Mikolaiv de madrugada. “Yo estaba en Kiev y me dijo: ‘Abre la ventana, ha empezado la guerra abierta”, rememora. Ahora, su hermano y su madre también están en el ejército, en el cuerpo sanitario. Kir ya estuvo una temporada combatiendo en la guerra de Donbás (que comenzó en 2014 contra los separatistas prorrusos), después se hizo patrón de yate y se había dedicado a recorrer lugares cálidos llevando turistas. En su móvil, muestra un vídeo del barco en una playa de arena dorada. “Ahora veo con esperanza que llegue de nuevo lo que antes era solo un día más, un día normal en mi vida civil”, comenta.
El grupo se mantiene enganchado a esa vida civil con alfileres, a través, sobre todo, de los mensajes de su familia. Yaroslav, de 34 años, que antes de la invasión tenía una pequeña empresa de construcción, fue padre de una niña en enero. Su tercera criatura. No la conoce, cuenta, su familia se fue hace meses a Eslovaquia. “Solo la he visto en fotografía o en videollamada”, dice. Con tres hijos, la ley marcial le permitiría salir del país, pero prefiere esperar. “Me quedo: cuantos más seamos y más efectivos, antes acabará esto”, señala. Todos dan solo su nombre de pila o su alias. Es la norma general en el ejército ucranio, pero Yaroslav cuenta que las fuerzas rusas están tratando de identificar, localizar y dar caza con más ahínco a los pilotos de drones. El Kremlin ya ha empleado ataques de precisión, como el que lanzó contra el médico estadounidense Pete Reed a mediados de febrero en Bajmut.
La unidad OCHI lleva los últimos cuatro meses en Donbás. Desde que empezó a arreciar la batalla que se ha enquistado aquí, en las ondulantes colinas que ya acogían una guerra en un rincón de Europa no siempre recordado por el mundo. En la batalla por Bajmut, una lucha de artillería e infantería, están cobrando cada vez más valor los drones, un elemento que contrasta con el carácter del resto de la lucha, al más puro estilo de la I Guerra Mundial, según los analistas. Ante la falta de drones militares, que están siendo más bien escasos, el ejército ucranio tira de aparatos comerciales con los que gana visibilidad que le permite tener una gran precisión en el fuego de artillería.
En la superficie de tierra quemada, desolada, de carreteras reventadas, fuera de la pequeña base de la unidad OCHI, Oleksii atisba el cielo despejado y apunta con su fusil. Su dron ya está en descanso y se escucha, de nuevo, el inquietante zumbido de otras aeronaves no tripuladas. “Esta es rusa”, dice el militar. El ejército del Kremlin también tiene muchos ―y buenos― de estos aparatos. No solo los drones bomba iraníes, utilizados en ataques masivos, incluidas infraestructuras civiles y energéticas; las tropas también disponen de aparatos rusos Orlan de reconocimiento. “Ellos también tienen ojos, pero aunque tenemos margen de mejora, nosotros somos más efectivos. Esta es nuestra tierra, nos guía también el corazón. Y eso, a veces, vale el triple”, insiste el sargento Yaroslav.
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