Ucrania se acostumbra a convivir con la guerra
La guerra de hoy en Ucrania se puede entender como una sucesión de dramas que deja hasta el momento casi 15 millones de desplazados internos y refugiados, entre 50 y 100 soldados ucranios muertos cada día, más militares rusos fallecidos que en la guerra de Afganistán, decenas de misiles lanzados cada día y una crisis internacional sin precedentes en la Europa reciente. O puede explicarse desde la sala de un cine de Kiev, un sábado cualquiera, cuando la sesión es interrumpida por el sonido de las alarmas. Desde una coctelería de Dnipró donde los clientes vuelven por una calle sin farolas para evitar los ataques aéreos o desde un restaurante de Zaporiyia donde comensales y evacuados del área de Donbás comparten la puerta de entrada. Un país en el que conviven dos realidades, la del frente duro, cruel y sangriento, y la de ciudades en las que el comercio reabre, pero con las heridas muy a flor de piel y que se indigna cada vez que desde fuera piden que se negocie con Putin la paz.
A medida que avanza la guerra y se consolidan las posiciones rusas en el este del país con la toma de nuevas poblaciones, en el oeste de Ucrania poco a poco comienzan tímidamente a abrir los locales, los centros comerciales o los teatros, los paseantes vuelven a las calles coincidiendo con la llegada de la primavera y los restaurantes más elegantes vuelven a tener lista de espera. Aunque la guerra se ha vuelto más feroz, los discursos nocturnos del presidente, Volodímir Zelenski, tienen menos impacto y algunos dirigentes y medios insinúan que Ucrania debe buscar una paz que acepte la pérdida de parte del territorio, como ocurrió esta semana con declaraciones del ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, el presidente francés, Emmanuel Macron, o un editorial de The New York Times.
La realidad es que mientras en el este cercano a Rusia los heridos no dejan de salir por la misma carretera por la que llegan nuevas armas, la parte del país donde no se sienten las bombas vuelve poco a poco a la rutina, aunque las alarmas recuerden periódicamente el peligro de ataques aéreos.
Ciudades como Kiev, Lviv y Odesa, con cerca de cinco millones de habitantes en total antes de la guerra, han incorporado una extraña normalidad. En la capital del país, han reabierto los teatros y la ópera, el metro se mueve rebosante de gente y han regresado los atascos en las carreteras de acceso, acentuados por los controles instalados por el ejército y las milicias populares a la entrada de la ciudad.
La paradoja es aún mayor en ciudades como Dnipró, la cuarta ciudad del país, con casi un millón de habitantes antes del comienzo de la invasión y a solo 100 kilómetros del frente más salvaje. Mientras en un punto de la ciudad cayeron el viernes tres misiles que mataron a 10 personas y dejaron 35 heridos, en otro seguía abierto el supermercado delicatessen Le Silpo, en el bulevar Ekaterinoslav, que destina parte de sus ingresos al ejército ucranio y opera 12 horas al día con los estantes llenos de hojaldres, jamones de Huelva o rones caribeños. A solo unos pasos hay un restaurante que ofrece 77 marcas de vino, en el que el viernes no había mesa disponible y el sábado organizó una cata que se desarrolló mientras las sirenas advertían que nuevos misiles sobrevolaban el espacio aéreo. En el mismo bulevar, las tiendas de moda con prendas de Chanel o Louis Vuitton han reabierto y recibido a los primeros clientes, aún con los sacos de arena cubriendo la mayor parte del escaparate.
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Pasando por delante de uno de estos escaparates, un matrimonio empuja un carro de bebé mientras camina con un helado en la mano. “Tenemos que hacer nuestra vida habitual o al menos tratar de hacerla. Esta guerra me ha dejado sin trabajo, pero no podemos regalarle también esta victoria a Putin”, dice el hombre, que trabajaba hasta ahora en un concesionario de coches que permanece cerrado. “El país no puede estar paralizado”, añade mientras pasa por una terraza en la que los comensales escuchan un concierto de jazz al aire libre.
Ucrania combina el tímido renacer con una realidad que ha cambiado radicalmente en solo tres meses. Hoy es un país roto que contabiliza entre 50 y 100 muertos diarios resultado del enfrentamiento militar, según el presidente Zelenski, y del que han salido, según la agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), 6,6 millones de personas. A estos refugiados hay que sumar los ocho millones de desplazados internos, según ACNUR. En total, cerca de 15 millones de personas, en torno a la tercera parte de la población del país, ha tenido que dejar sus hogares debido a la guerra. Paralelamente, la economía caerá al final de año un 30%, la industria continúa parcialmente paralizada y para Ucrania es imposible dar salida al grano y a los productos del campo que le proporcionan una de las principales fuentes de ingreso del país.
El contraste es quizá más llamativo en lugares como Zaporiyia, en el sureste de Ucrania. A menos de 50 kilómetros de donde un día sí y otro también Rusia castiga con su artillería, un restaurante ofrece sofisticados platos georgianos en una terraza del centro de la ciudad. Por la misma puerta que entran los comensales, muchos de ellos militares y soldados recién llegados del frente, decenas de evacuados de Donbás esperan para recibir cada día una comida.
“No hay dos Ucranias, todos estamos unidos en esta lucha”, explica Yaroslav, un antiguo residente en Mariupol que sigue llevando ropa y alimentos cada semana a sus antiguos vecinos. “Son las dos caras de una misma moneda. Por un lado, tenemos que apoyar a la gente que lo está pasando mal en el frente o en las poblaciones ocupadas, y por otro tenemos que trabajar y reactivar la economía lo antes posible”, dice sobre el temor a que medio país se olvide de lo que sucede en el este de Ucrania. “La gente ha comenzado a acostumbrarse a las condiciones de la guerra porque esta es nuestra desgraciada realidad. Pero eso no significa que Ucrania no luche. La división era antes, cuando había una mitad más cercana a Rusia y otra mitad que se sentía más ucrania, pero ahora esas dos mitades están unidas por su odio a los rusos al ver cómo se están comportando y eso será difícil borrarlo en las próximas generaciones”, dice en un centro de acopio de Zaporiyia.
A dos manzanas del centro de acopio, Lena y Ludmila, de 62 y 63 años, atienden mano sobre mano una tienda de ropa de mujer a la espera de que entre algún cliente. Estuvo cerrada el primer mes de guerra, pero desde hace dos abrieron sus puertas en una ciudad entristecida. “No queda más remedio que trabajar. Hay que levantar la economía del país mientras damos gracias a quienes nos defienden y dan su vida por Ucrania”, dice Lena en referencia a los soldados que pasan por la calle principal. “Veo las noticias y estoy triste y lloro, pero debemos trabajar aunque suenen las alarmas y tenga el corazón roto”, explica.
“Nosotros, por ejemplo, vendemos ropa, que hace mucha falta a la gente que salió de su casa con lo puesto. Con abrigos de invierno, una camisa y solo un par de zapatos. Nuestro papel es importante también en esta nueva realidad”. Lena admite que la venta va mal y que no llega ni de lejos al nivel anterior a la invasión, pero “también hace patria quien se levanta a trabajar y no sube los precios”, explica. Sus nuevos clientes son algunos de los evacuados que utilizan el dinero para comprarle ropa. “Estamos más unidos que nunca, no hay dos Ucranias, hay una partida en dos”, sentencia levantando las cejas cuando las sirenas interrumpen la conversación.
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