Las madres también mueren
“No hay un beso,
que más el alma taladre,
ni que cause más ardor,
que el que se da con dolor,
al cadáver de la madre”
(El Indio Duarte)
Desde niño le he oído declamar al archifamoso recitador argentino de poesías gauchas, Antonio Comas, mejor conocido como el Indio Duarte, los fraternales versos que aparecen en la cita de entrada del presente artículo; pero a la esencia verdadera o sentido profundo de dichos solo pude aproximarme a partir del día 16 de febrero de 1997, fecha infausta en que falleció mi dulce, tierna y siempre recordada madre, doña Librada Ramos, víctima de un fulminante paro cardíaco.
A partir de esa fecha me convencí de que solo el hijo está en capacidad de describir el dolor desgarrante que golpea el alma en el momento en que tiene que ver a su madre muerta. Los otros, aquellos que han tenido la dicha de no haber vivido tan amarga experiencia, podrán inferir o imaginarse ese dolor; pero nunca sentirlo en su justa dimensión.
Quien goce del privilegio de tener a su madre viva, jamás podrá imaginarse el pesar que tortura el alma en el instante de recibir la demoledora noticia de “Lamento decirte que tu madre murió…”
Quien no haya vivido la desagradable experiencia de presenciar la partida sin regreso de ese noble ser que nos trajo al mundo, nunca entenderá el llanto desesperado ni el dolor que se siente al ver su cuerpo inerte tendido en el interior de un ataúd, colocado en medio de la sala familiar o en el salón siempre indeseado de una funeraria…
Quien no haya pasado por la penosa experiencia de ver morir a ese ser inigualable que nos trajo al mundo, jamás podrá tener conciencia plena del verdadero pesar que se siente en el momento en que manos voluntarias levantan el ataúd con el cuerpo sin vida de la madre para en funeral caravana transportarlo por la ruta que conduce al camposantos.
Quien goce del privilegio de tener viva a la mujer que lo parió, nunca podrá ni siquiera imaginarse el enorme peso del dolor que taladra el alma cuando vemos al sepulturero, con pala y plana en manos, lanzando la última porción de tierra sobre la fosa en cuya profundidad quedará sepultado para siempre el cadáver de la madre; o sellando con cemento la tapa que cubre el nicho funeral, en cuyo interior permanecerán, cual vegetal inanimado, las manos que tanto nos acariciaron, los brazos que tanto nos abrazaron y los labios que tanto nos besaron.
Yo, que viví esa amarga experiencia, sí puedo describir todo lo que se siente cuando la madre muere:
Cuando la madre muere, nuestro horizonte espiritual se nos presenta tétrico, lúgubre y sombrío.
Cuando la madre muere, todo se torna distinto a nuestro alrededor: el hogar pierde su vitalidad acostumbrada, nuestras risas y sonrisas lucen despojadas de su natural regocijo, se marchitan de repente las ramificaciones que conforman nuestro árbol espiritual, el entusiasmo se apaga, la alegría desaparece y un estado general de desconcentración mental se apodera del organismo.
Cuando la madre muere, el mundo que nos rodea, aunque iluminado y resplandeciente, nos parece opaco y apagado, la sonrisa se trueca por el llanto, la luz cede el paso a la tiniebla, la incertidumbre borra todo hálito de fe, la angustia ocupa el sitial de la esperanza, el desconsuelo impera en nuestro estado de ánimo y todo parece desplomarse a nuestros pies.
Cuando la madre muere, sentimos como si el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas, y hasta el canto alegre del ruiseñor lo percibimos triste o despojado de sus naturales encantos.
Este domingo, 29 de mayo, se celebrará en todo el país el “Día de las Madres”, ocasión bastante propicia para que todo aquel que tenga a su madre viva no solo le otorgue besos, regalos y muestras sencillas de cariño, sino que asuma el sagrado compromiso de no causarle disgustos o martirios mientras ella pueble el mundo de los vivos.
En cambio yo, como talvez lo harán todos los que perdieron a su progenitora, me presentaré a la tumba de mi madre, depositaré en esta un puñado de las rosas rojas que tanto le gustaban, amorosamente le diré que siempre la recordaremos, que jamás la olvidaremos ni abandonaremos, que para sus hijos ella no ha muerto y, por ultimo, elevaré una plegaria al cielo por el eterno descanso de su alma. Y como veinticinco años después de su dolorosa partida, a ella aún todos la percibimos viva, nuestras voces deberán unirse al final de dicha plegaria para en el más vibrante, fraternal y tierno coro proclamar con las palabras del poeta:
“Es verdad que ha muerto;
pero en mis actos está intacta,
pero en mis sueños está intacta,
pero en todas mis emociones está intacta…”
(Domingo Moreno Jimenes)