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Reflexiones sobre los dominicanos y el futuro

Reflexiones sobre los dominicanos y el futuro

Reflexiones sobre los dominicanos y el futuro

A veces tengo la sensación, no de que carecemos de futuro, sino de que no nos importa, que viene a ser más o menos igual. Tal vez peor. ¿Por qué? Los dominicanos vivimos en un presente perpetuo, absoluto, único, que no acaba, que se prolonga sin dejar de ser, que se repite y multiplica para dar al final el mismo resultado. Uno por uno, uno. Cero más cero, cero. Proyectos van, propuestas vienen, y no hay manera de que, como  conjunto, no como clase, sector de clase, grupo, o lo que sea, acabemos de salir adelante O de sentir (ahora que todo es percepción) que lo hacemos. Cuando doy una vuelta por ahí sigo percibiendo todavía el mismo país que se caía a pedazos de mi infancia, ahora con internet. Tienen razón los que lo dicen, crecimiento no es desarrollo, y es verdad que en cuanto, sin dejar de crecer, que no hay quien lo discuta, tenemos la oportunidad de avanzar más allá de nuestra compulsiva actualidad, parecería que nos asustamos y nos paralizamos y nos sentimos incapaces de dar el salto. Que a veces ni lo es, un simple paso. Y volvemos a lo de antes. Sísifo redivivo, este país de Duarte y de los otros.

Uno oye y, por momentos, escucha, cargado de interés y buena fe, un discurso cualquiera, y no pasa un minuto cuando ya está enfrentado otra vez a su repetición casi al pie de la letra en otros escenarios y en diferentes o las mismas voces. Los que hablan y hablan y más hablan —¡cuánto se habla en el país, santo Dios!—, no se cansan jamás de su insistente, interminable, repetitivo parloteo. Hablar aquí es un medio de vida (respetable, sin duda), pero también, y lo digo con pena, una forma de vida. No paran nunca, hablan de todo y mucho. No importa que se haga sobre un asunto u otro, la impresión es la misma, la de estar escuchando un palíndromo discursivo —“dábale arroz a la zorra el abad”—, que se entretiene en morderse la cola sin parar, como a veces los perros y los peces.

Hubo un tiempo en que me dio por pedirles a los extranjeros con quienes trababa relación que me resumieran en una frase su impresión del país. Uno de ellos, brillante, me escrutó previamente, por si acaso me estuviera burlando de él, y, cuando se dio cuenta de que le hablaba en serio, decidió complacerme y fue muy franco: “ustedes son un país de oradores”. Me dejó frío. Otro me dijo que de náufragos, y añadió: “todos se quieren ir”. Otro, que se nos iba la fuerza por la boca. Ninguno negó que fuéramos simpáticos, amables, acogedores, etcétera, entre otras cosas porque se daba por descontado que lo somos, pero, sobre todo, porque la pregunta no andaba por ahí. Mi pregunta era más del tipo ontológico (y sincero) que del antropológico (y pedante). En un periódico, hace ya muchos años, un prohombre de la industria, cuando se le pidió su opinión del país, soltó esta maravilla: “la RD es un país pequeño de hombres también pequeños”. Nadie le dijo nada, nadie le replicó, nadie lo contradijo, ningún gallito de los que se sulfuran por cualquier tontería se alzó en defensa de la patria de febrero. Todos nos quedamos calladitos. Debió de ser porque no era de aquí, y sí muy rico, o porque entonces no existían las redes, ese dispositivo que se dispara solo, a manera de minas personales.

¿Por qué seremos los dominicanos como somos? ¿Qué somos? ¿Cómo somos? Y hablo en serio. Un día vi al autor de El Jarama, Sánchez Ferlosio, citando aquello de “¡Dios mío, ¿qué es España?” (la conocida frase de Ortega) y dándola por válida y pertinente para un país como el suyo, tan difícil, a ratos, de manejar y de entender. La pregunta, según Sánchez Ferlosio, que por eso la traía a colación, no era aplicable a otras naciones con una historia, digamos, moderada, lineal, sin grandes y continuos sobresaltos, y ponía a continuación el ejemplo de uno, cuyo nombre no voy a repetir, en el que hubiera carecido de sentido. Le faltaba problematicidad histórica. Y me digo: ¿podríamos nosotros formular una pregunta semejante acerca de lo que sea que somos?

Un querido e involvidable amigo, recientemente fallecido, me decía que, en lo que se refiere al país, el problema empezaba por el nombre, el único punto en que que difería de los trinitarios. ¿Por qué tan largo? No se enojaba, pero ponía una cara de contratiempo que nunca se me olvida. Quisqueyanos debíamos llamarnos, como en el himno. ¿De dónde eres? De Quisqueya, sin más, y muerto el abejón. No “de la República Dominicana”, que cuando lo terminas de decir ya te falta el aliento. Para tranquilizarlo, le propuse un cariñoso trabalenguas que, en cierto modo, pensé, lo rescataría de su pesadumbre, porque nos colocaba a la par nada menos que de Constantinopla, y se lo dije. Le dije: “el arzobispo de Santo Domingo se ha desarzobisposantodominicanizado, aquel que lo desarzobisposantodominicanizare un buen desarzobisposantodominicanizador sería”, y le gustó muchísimo. Me dijo que debíamos incluirlo en los libros de texto de primaria, y de ahí en adelante se mostró más conforme con el nombre del país. La magia del lenguaje.

Pero yo no iba a hablar de nada de eso, sino del inexistente futuro de las primeras líneas del artículo. Iba a hablar de las distintas concepciones, no de los dominicanos, sino de lo dominicano, aspiración que, por divagador, ya no podré cumplir. Me atreveré, eso sí, a un par de pinceladas que resuman mi opinión al respecto. Oscilamos, en ese terreno, entre dos extremos que cito de inmediato. Quitando el himno, cuya finalidad consiste en mantener en alto nuestro fervor nacionalista, la fe en el porvenir, y todo eso, la patria, a fin de cuentas, hay una línea discursiva que se arrastra desde el XIX y que nos impele a creer, a menudo demagógicamente y más allá de lo razonable, en nuestras posibilidades como país. Y no esta mal, porque no lo hay sin idealización. Europa está repleta, como el resto del mundo, de fantasías históricas que los europeos dan por válidas y que les han servido para construir una imagen positiva de cada uno de ellos. ¿Por qué nosotros no? Los izquierdistas suelen llamarle a eso la retórica de la derecha, sin querer admitir que ellos también tienen la suya, porque la retórica no tiene limites conceptuales, su labor consiste en el desbordamiento emocional del parlamento. La hay de lado y lado y coinciden, con diferentes letras, en la misma tonadilla machacona del idealismo a ultranza. Luego está la otra línea, la del llamado pesimismo dominicano, que no deja títere con cabeza a la hora de evaluarnos, pero que es, en esencia, mucho más coherente y elaborado; y no por sociologico, sino porque se fundamente en una observación del fenómeno que no concede tregua ni comulga con ruedas de molino.

Lo terrible de esto es que, entre lo uno y lo otro, nos hemos quedado sin argumentos acerca de la esencia, algo fundamental, y ya no hay quien acepte como bueno y válido y, sobre todo, convincente ninguno de los dos. De manera que cuando ahora se dejan oír, los recibimos con muy poco interés o con ninguno, movidos como estamos por un viento sin rumbo que ha venido diluyendo creencias, convicciones, y creando una realidad conceptual donde no cabe ninguna de ambas deformaciones utópicas, la de la patria pura, incólume, y la otra. La patria, autrement dit, se nos ha vuelto también muy relativa. Tanto, que no sabemos cómo describirla, y mucho me temo que veremos correr aires de fronda antes de que por fin decidamos si sí, o si no. Yo no me siento cómodo con esa situación, lo digo con franqueza. Pero ¿qué puedo hacer? Yo solo sé que ser dominicano (con todo lo que, desde la fundación de de La Isabela hasta el presente, llevamos a cuesta), es una gran responsabilidad. Y es, además, sumamente difícil. Aunque no sé ni para qué lo digo.


Escritor, profesor y diplomático dominicano.

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