El problema de los pasaportes dominicanos
Dos eventos desconectados martillaron esta semana mis sentidos. Y no hablo de noticias espectaculares, más para una sociedad “estructurada” en la tragedia. Fueron golpes de una rutina ya cansada.
El primero: la muerte de once náufragos dominicanos a diez millas náuticas de la costa de Puerto Rico; el otro: conocer el informe actualizado del Índice de Pasaportes elaborado cada año por la firma Henley & Partners, que sitúa a la República Dominicana en el puesto 17 de América Latina y 73 a nivel mundial con el pasaporte más débil.
Somos de los tres últimos países de la región latinoamericana cuyo pasaporte precisa de más visados para viajar por el mundo, solo por encima de Cuba y Haití.
Apenas 70 naciones del globo no nos requieren el visado, cifra deshonrosa si consideramos que existen 197 en el planeta. En contrapartida, encabezamos la lista de los países más abiertos del mundo. Ciudadanos de 145 naciones pueden ingresar a la República Dominicana con una simple tarjeta turística. Nuestra hospitalidad cultural no parece merecer un justo trato de reciprocidad.
Es posible que tales hechos provoquen poca sorpresa como para alentar alguna preocupación atendible. Intuyo que la respuesta de los que lean esto sea: “Pero eso siempre ha sido así. ¿Cuál es el asunto?”. Y es ahí donde precisamente se aloja mi encono. Es la inmutabilidad de un cuadro que ya impacienta y, peor aun, la indiferencia que apenas suscita. Me hace sentir un ciudadano de patio trasero. Es una percepción que se convierte en frustración cuando escuchas a un latinoamericano alabar los adelantos materiales de la República Dominicana en infraestructuras, conexiones viales, expansión inmobiliaria, redes de telecomunicaciones y desarrollo turístico, y, sin embargo, sus países son los primeros en exigirnos el visado.
Hace unos meses, un colega chileno me habló maravillas del país. Tuve que interrumpirlo para confirmar si ciertamente aludía a la República Dominicana. Y no lo hizo por complacencia, créanme, habló con la propiedad de quien aterrizó en Punta Cana, pernoctó en una de sus villas, jugó golf en Diente de Perro y se reunió con inversionistas en Casa de Campo.
El crecimiento económico de cinco décadas no deja de ser canción arjoniana al momento de un cónsul sellar un pasaporte dominicano. Pasar de la décima a la séptima economía de América Latina en apenas cuatro décadas no dice mucho cuando eres un paria bajo la sospecha de “quedarte” en el primer país visitado. Ser el tercer destino turístico de América Latina y el primero del Caribe no agrega más rangos para alcanzar accesos en mercados laborales extranjeros. Mientras en Miches una yola espere el próximo abordaje (clandestino o mafiosamente consentido), la macroeconomía seguirá siendo otro capítulo de “La rosa de Guadalupe”. Confieso que cuando viajo no pocas veces siento el apremio de esconder mi pasaporte. Y escribe una persona de presumido arraigo patriótico. Acepto los insultos.
Ese pasaporte pobre y barato resume una crónica estropeada de desatenciones. Compendia una nación zurcida a retazos con hilos de improvisación y despilfarros; que quedó atrapada en las sombras del tiempo buscando hendijas para respirar futuro. Pero, claro, hablar de esa manera molesta a quienes siempre han vivido en la superficie. Son los devotos del optimismo liberal, los que creen que siempre vamos bien y que lo que importa es el trabajo. Conozco a muchos que murieron trabajando sobre el mismo lecho de la miseria. Cada día somos una sociedad más concentrada y desconectada que reúne una coexistencia dividida entre ricos más ricos y pobres más pobres o, usando el lenguaje macroeconómico, con un índice Gini de un 0.405 en el 2020 (el Índice de Gini indica mayor desigualdad cuanto más se acerca a 1).
La ruta no es la realización individual en una sociedad con serios problemas colectivos y fuertes estructuras de inequidad social. Es afrontar colectivamente retos y destino. No hay otra manera. El problema es que esa perspectiva se aleja de nuestras comprensiones con espantosas deficiencias en saber el cómo (savoir faire). Se presume que tales ingenierías debieran ser provistas por los centros de poder, formales y no, pero en nuestro caso no ha habido ese adeudo. Los gobiernos no trabajan con planes de futuro ni con sentido desarrollista. Lo hacen con ejecuciones materiales y atenciones casuísticas, reactivas y oportunistas, esas que generan réditos políticos compensables a corto término.
Cada Administración trae sus propias visiones, compromisos, gente y negocios. Al pasar cuatro o cinco gobiernos, lo que nos queda es un Estado más grande, una deuda pública más alta y los mismos problemas estructurales. A la postre, cambiamos gobiernos para mantener estabilidad macroeconómica, una paz social aparente y consolidar el crecimiento de los mismos sectores. Nos transamos por eso. Hasta ahí nos dejan.
Parece mentira, pero los gobiernos han eludido las grandes reformas, conscientes de que cualquier proyecto de futuro, que es el que precisa la nación, tiene sus riesgos políticos presentes. Así, es más fácil recurrir al financiamiento externo que reformar una estructura fiscal inicua para equilibrar el presupuesto, aumentar los ingresos y calificar el gasto. Un buen gobierno es el que tiene los cojones de marcar y asumir esa agenda. Lo sigo esperando.
¿Y qué decir de los núcleos no formales de poder? A esos les aterra la idea de que las cosas puedan descarrilarse y perder el control. Por eso califican cualquier inconformidad como derrotismo de presunta inspiración ideológica. Para esas instancias, los que criticamos las fracturas del sistema somos desadaptados. El libreto original es el progreso liberal como expectativa de un bienestar sustentado en la prevalencia de sus inmutables mandos. Aceptan cambios siempre que no alteren el cuadro de sus dominios. No ceden ni una pulgada. Para ellos, las cosas siempre estarán mejores sin hacer nada para cambiarlas.
Al parecer, unos seguirán portando un pasaporte barato y otros abordando una yola maltrecha al filo de la noche. Todos igualmente provocados por el apremio de dejar atrás un país de progreso sin visión de desarrollo. Una despedida más cierta que la promesa del regreso…