La agropecuaria debería volver a ser prioridad
En algunos lugares del país, escasos, se observa que cada pulgada de tierra está cultivada, sin maleza alguna; por ejemplo, las situadas en el eje Moca-Salcedo-Tenares. En otros se camina y solo se ven eriales, repletos de malas hierbas y arbustos rastreros. ¿A qué se debe tal contraste? En alto grado a la calidad del suelo y la de sus cultivadores.
Una tierra óptima es un privilegio brindado por la naturaleza. Por eso, cuesta entender que las mejores se estén convirtiendo en asiento de varillas y de cemento, arruinadas para siempre en su uso agrícola. Un suelo de media o baja calidad puede ser aprovechado si se cuenta con recursos económicos y con conocimientos y motivación.
Hubo una época en que en el mundo se hablaba de la necesidad de expandir la frontera agrícola para asegurar la alimentación de la población creciente. Las acciones se encaminaban hacia el logro de una agropecuaria de elevada productividad. Ocurrió la revolución verde, amparada en el avance de la ciencia y de la tecnología y en el consecuente uso de fertilizantes y agroquímicos.
En el país la escuela agrícola de Moca jugó un papel fundamental. Luego llegaron otras escuelas, institutos, universidades. Sirvieron no solo como incubadoras de talentos, es decir de profesionales agropecuarios, sino también como lugares de experimentación y de demostración, a modo de escaparates. Los aspirantes a productores agropecuarios pudieron asistir a esos centros para ver, aprender, copiar, aplicar conocimientos. Y eso produjo un vuelco en la productividad, en la rentabilidad, y convirtió en empresarios a algunos propietarios.
Ahora ni siquiera se menciona la palabra extensión agrícola. Pero en aquella época significaba la conexión entre lo que se aprendía en estas escuelas y su aplicación en los predios agrícolas. Era la manera de llevar los conocimientos al campo, extender su aplicación al universo de las parcelas. La idea era simple. Si usted sabe, pero no comparte lo que aprendió ni logra aplicarlo, entonces su conocimiento lo carga consigo, pero no es práctico, tiene poco camino, escaso vuelo.
De un tiempo para acá no se tienen muchas noticias acerca de actividades dinámicas de largo recorrido llevadas a cabo en centros de investigación o de demostración agropecuarios. ¿Acaso existen?, se preguntarán algunos. Se tiene la creencia de que sí, vegetan, diluidos. A pesar de eso, algunos realizan labor admirable, contracorriente, sin que sus frutos se expandan a la velocidad deseada.
La idea de que los centros de conocimiento agropecuario debieran estar activos, en labor incesante y dinámica febril, no parece compatible con lo que se observa o se divulga. De la misma manera la creencia de que los agrónomos situados bajo el paraguas público institucional debieran estar permanentemente en el campo haciendo labor de extensión, choca con la percepción de que se encuentran amontonados ocupando escritorios o sillas en despachos provistos de aire acondicionado.
Y no es su culpa, sino de los tiempos. ¿De los tiempos? Por eso dicen que no faltan timbales en algunas fiestas. A gritos se siente la necesidad de extensión masiva in situ, es decir de retornar a la consigna de “todos los agrónomos al campo”, si es que alguna vez la hubo, con planes y apoyo material a cuestas, acompañada de políticas de estímulo al productor agropecuario que mejoren y consoliden la rentabilidad, así como de inversión visible y masiva en infraestructuras.
El agro es proclive a encontrarse inmerso en retos de difícil solución. Bien se conoce que es vital para la sobrevivencia humana, a pesar de lo cual las tendencias dominantes en países subdesarrollados no solo limitan las oportunidades de que prospere, sino que lo condenan a la irrelevancia.
En este momento crítico de elevada inflación y alteración en los flujos de suministros, el mayor reto que enfrenta la agropecuaria es lidiar con costos de insumos disparados, junto a precios políticos de decepción, sin que haya precios mínimos de soporte en finca que alivien la situación.
Se advierte ya que algunos productores, espantados por la elevación de los costos y la ausencia de premio en la venta de su cosecha, están regresando a aquella época en que se esperaba sentado a que la semilla germinara y produjera según le conviniera, con costos y productividad bajas. Si esa actitud se generalizara, la escasez sobrevendría y los precios se estirarían, en paradoja cruel, pues tal apaño indeseado para el colectivo compensaría al productor de la merma en la cantidad, aunque dañaría al consumidor y al empleo.
El dilema no es pequeño.