“Recordad siempre que somos inocentes”: la cruzada de un hijo de la Guerra Fría por limpiar el nombre de su madre, Ethel Rosenberg
El viernes 19 de junio de 1953 fue una de esas jornadas sofocantes y húmedas de Nueva York. Robert y su hermano Michael estaban en casa de unos amigos. Esa tarde les dejaron jugar en el jardín hasta que la oscuridad impedía ver bien la pelota. No fue un premio, sino pura piedad: a sus padres, Julius y Ethel Rosenberg, los frieron en la silla eléctrica ese día y por ese orden en la cárcel de Sing Sing. Empezaron un minuto antes de la puesta de sol, que marca el inicio del sabbat. El Gobierno de Estados Unidos los mató, acusados injustamente de participar en un complot para robar el secreto de la bomba atómica para la Unión Soviética, pero al menos tuvo cuidado de no infringir la ley judía.
Robert, que tenía seis años, no se enteró de la noticia inmediatamente; tampoco sabía aún lo que significaba morirse. Su hermano mayor, Michael, de 10, le dijo al cabo de una semana: “Mamá y papá no van a volver a casa”.
Hoy, Robert es un abogado jubilado, un izquierdista de 74 años con modales y principios de otra época. En 2003, en el 50° aniversario de su tragedia, escribió Una ejecución en la familia. Son las memorias de una vida extraordinaria que, tanto tiempo después, traduce al castellano la editorial Libros Corrientes. Ofrecen un valioso testimonio sobre uno de los episodios más infames de la Guerra Fría y pueden leerse como una historia política de Estados Unidos desde la perspectiva de un hombre marcado. La nueva edición incluye un epílogo del autor que cubre los últimos 19 años. “Me tomé aquel libro como la oportunidad para contar por fin mi historia y de dar publicidad a mi fundación, que desde 1990 ayuda a hijos de activistas encarcelados en Estados Unidos, que aún hoy pasan por experiencias parecidas a la nuestra”, explica desde su casa en Northampton (Massachusetts) Robert, que pidió celebrar la entrevista por videoconferencia, por temor al coronavirus.
Cuenta que han pasado muchas cosas en estas dos décadas y que el caso no está cerrado para ellos: la revelación de los últimos documentos secretos tras la muerte de los principales testigos de cargo, David (fallecido en 2014) y Ruth Greenglass (2008), hermano y cuñada de Ethel, les ha llevado a pelear en Washington por la exoneración de su madre. Y ahora, añade Robert, se están planteando “exigir que se difunda el material sobre el caso que aún no es público”, pese a que han transcurrido 69 años desde aquel día de junio.
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Tras la ejecución, la única pena capital por conspiración para cometer espionaje aplicada por Estados Unidos en tiempos de paz, ambos crecieron como víctimas anónimas de la Historia. El matrimonio formado por Abel y Anne Meeropol, izquierdistas judíos sin relación con los padres biológicos, les brindó un hogar cuando ni siquiera los miembros de su propia familia se atrevían a acogerlos. Los muchachos se cambiaron el apellido por el de Meeropol, que aún conservan, y hasta 20 años después no dijeron a casi nadie quiénes eran realmente.
Cuando la policía irrumpió en el apartamento de los Rosenberg en el Lower East Side (Nueva York) en busca de Julius, el pequeño Robert estaba durmiendo, mientras Michael escuchaba por la radio un episodio del Llanero solitario. Corría el verano de 1950, acababa de comenzar la Guerra de Corea y Stalin ya poseía desde el año anterior su bomba atómica (y Washington sólo hallaba una explicación posible para eso: que les hubieran robado el secreto mejor guardado de la historia militar). El senador Joseph McCarthy andaba señalando a los comunistas estadounidenses como la gran amenaza interior. Y sí, los Rosenberg habían abrazado el marxismo a finales de los años treinta.
Esa noche se llevaron a Julius, acusado de conspiración para cometer espionaje. Un mes después, vinieron a por Ethel. El matiz de la conspiración es importante para Meeropol: “Es más fácil de probar que el espionaje mismo; basta, por ejemplo, con demostrar que se produjo una llamada de teléfono”. En junio habían detenido con los mismos cargos al hermano de ella, David Greenglass, también comunista, que trabajó durante 18 meses como maquinista para el ejército en el proyecto de Los Álamos, en Nuevo México, donde un equipo dirigido por Robert Oppenheimer dio a luz a la bomba atómica al final de la Segunda Guerra Mundial. El FBI consideró a Greenglass parte de una trama de envío de secretos nucleares a Moscú. Para salvarse en parte (le cayeron 15 años, y cumplió nueve) y para salvar a su esposa (que no pasó ni una noche a la sombra), admitió su culpabilidad y delató a su hermana y a su cuñado.
El juicio estuvo plagado de testimonios contradictorios y otras irregularidades. El jurado sufrió una enorme presión; les hicieron creer que eran la última línea de defensa del estilo de vida americano. Las acusaciones contra Ethel eran especialmente endebles (que estuvo presente en reuniones para cometer espionaje y que mecanografió las notas escritas a mano por David que describían la bomba), pese a lo cual, la sentencia la describe como una mujer que, a sus 37 años, anteponía el comunismo a sus dos hijos, y acabó retratada en el imaginario colectivo como una pérfida líder en la retaguardia solo porque era tres años mayor que su marido.
En el proceso hubo un testigo, un químico llamado Harry Gold, cuya condición de mentiroso compulsivo quedó probada después; un agresivo fiscal adjunto, Roy Cohn, que estaba haciendo méritos para convertirse en uno de los personajes más siniestros de la caza de brujas del macartismo (y de la historia reciente de Estados Unidos); y un montón de funcionarios (entre ellos, J. Edgar Hoover) que, pese a las dudas, decidieron seguir adelante. Cuando terminó, el 70% de los estadounidenses, influido por la cobertura mediática, creía que el matrimonio merecía morir.
Aquella ejecución no solo definió la vida de esa familia; el caso ha inspirado casi tantos libros como el asesinato de Kennedy y proyectó una larga sombra sobre la cultura estadounidense que llega hasta hoy (y no solo allí: también es un ingrediente destacado del recién editado Osos, átomos y espías. Historias sorprendentes de la Guerra Fría, del español Pere Cardona).
El rastro de los Rosenberg está por todas partes: desde la obra de teatro Angels in America, de Tony Kushner, que fue llevada a la televisión por HBO en 2003 en una versión en la que Meryl Streep interpreta al fantasma de Ethel, hasta Sylvia Plath, cuya única novela, La campana de cristal, tiene este famoso comienzo: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York”. (La familia adoptiva también aporta su pedigrí de cultura popular: Abel Meeropol es autor de Strange Fruit, el himno contra el linchamiento que popularizó la cantante de jazz Billie Holiday).
Además, tan pronto como en 1971, E. L. Doctorow, que acostumbra a introducir personajes históricos en sus novelas y aún no se había convertido en el titán de las letras estadounidenses que acabó siendo, publicó El libro de Daniel, en el que imaginaba la vida del hijo mayor de los Rosenberg tras la ejecución. En él, el pequeño de la familia no es un niño, sino una niña, que además se suicida (a Robert, que respeta al escritor, le molesta que sus lectores “lean el libro en clave de realidad, cuando es ficción”: lo encuentra “problemático”).
Dos años después de aquello, ya no hizo falta recurrir a la imaginación literaria para contar su historia: en 1973, la prensa local encontró a los jóvenes y los sacó por la fuerza del anonimato. Al año siguiente, publicaron We Are Your Sons, en el que acompañaron un centenar de cartas escritas en la cárcel por sus padres de un texto de cada uno de ellos. También demandaron al FBI y a la CIA para obtener la desclasificación de 300.000 documentos sobre el proceso, lo que sentó un verdadero precedente en la aplicación de la Ley de Libertad de Información.
Convertidos de nuevo en los hijos de los Rosenberg, pasaron las décadas siguientes haciendo lo que su madre les pidió en la última carta que les envió desde la cárcel, tres días después de que se vieran por última vez en Sing Sing: “Recordad siempre que somos inocentes”.
Y entonces, en 1995, desclasificaron los papeles del proyecto Venona.
Nacido en 1943 de la desconfianza de Estados Unidos sobre las verdaderas intenciones de la URSS —su aliado contra Hitler, con quien Stalin había firmado en 1939 el pacto Ribbentrop-Molotov de no agresión—, Venona fue un programa para descifrar los mensajes en clave intercambiados con el consulado soviético en Nueva York con un código doblemente encriptado, en teoría, imposible de romper. Esos papeles demostraban que Moscú tuvo unos 350 espías en Estados Unidos, Julius Rosenberg y David y Ruth Greenglass entre ellos. Los tres tenían su nombre en clave: Antena, Calibre y Avispa. Ethel salía mencionada en los cables, pero carecía de alias. Eso, unido al hecho de que en uno de ellos se dice que “ella no trabaja”, venía a probar que no la consideraban una agente activa.
“Ahí nos quedó claro que mi padre se dedicaba al espionaje industrial militar”, recuerda Meeropol, que, como su hermano, tuvo que admitir entonces que había creído erróneamente durante décadas que Julius no era culpable de ningún delito. “Y para entender lo que eso significa conviene viajar en el tiempo, hasta los años cuarenta, cuando todas las industrias del país fueron militarizadas. No era un James Bond. Simplemente, pasaba datos sobre construcción de aviones, electrónica o radares y proporcionó información secreta a la URSS para derrotar a los nazis. De la bomba atómica no tenía ni idea. Estoy bastante convencido de que mi madre estaba al tanto, pero no participó activamente. Creo que está claro que acordaron que fuera así, para que ella pudiera quedarse en casa y cuidar de nosotros”.
En 2008, otro de los condenados en el juicio, un compañero de universidad de Julius llamado Morton Sobell (le cayeron 30 años, y estuvo 18 en Alcatraz) admitió en una entrevista con The New York Times que su camarada era espía, pero no pasó ningún secreto sobre la bomba, y que Ethel “conocía lo que hacía su marido”, aunque solo era “culpable de ser su esposa”. “Es evidente que ella sabía, pero no cuánto sabía”, explica la historiadora británica Anne Sebba, autora de Ethel Rosenberg: An American Tragedy (St. Martin’s Press, 2021), libro que por primera vez la trata a ella como una individualidad disociada del icono monolítico de los Rosenberg. “Sea como sea, no es un crimen estar al tanto de lo que tu marido hace, ni tampoco creer en ello. Su hermano dijo que la había visto mecanografiar, pero al salir de la prisión admitió que había mentido sobre eso”.
¿Estuvo entonces en la mano de Julius salvar a su esposa? “El propósito del Gobierno fue probar que había robado el secreto de la bomba atómica”, responde Meeropol. “Le estaban pidiendo que admitiera algo que no hizo, y que pringara a sus camaradas en eso que no hizo. Ninguno de mis padres habría sido capaz de algo así. ¿Y mi madre? Nunca habría traicionado a Julius, ella no era como su cuñada”. Meeropol cuenta que aún no está preparado para “perdonar” a sus tíos delatores, y que nunca sintió la necesidad de contactar con ellos.
Sebba, por su parte, no está “segura de que Julius hubiera podido hacer mucho por exculparla a ella”. “No sabía que el FBI manejaba información de Venona, así que no le constaba que tuvieran pruebas contra él. Creyó que la mejor manera de salir del atolladero era mantenerse en su inocencia. Estaban decididos a condenarlo porque sabían que era espía. Y una vez que acusaron a Ethel ya no podían dar marcha atrás, aunque el fiscal general definió esa decisión como un bluf”.
Los últimos elementos del cuadro que los Meeropol han conseguido completar hasta ahora provienen de los testimonios de los Greenglass ante el Gran Jurado, que instruyó el caso. Son confidenciales, según la ley estadounidense, y solo se hicieron públicos tras la muerte de estos. En esos documentos quedó definitivamente probado que las únicas personas que implicaron a su madre no dijeron nada sobre ella en el trámite previo, y que, solo después, cuando Ruth cambió de idea, acordaron incriminarla para no incurrir en una contradicción entre ellos que pudiera comprometerles. Eso, como mínimo, prueba que la pena capital se decidió sobre un delito de perjurio.
Por ese motivo, desde 2015, los Meeropol están embarcados en conseguir aislar el caso de su madre del de su padre para lograr exonerarla. La campaña que iniciaron entonces empezó con Obama en la Casa Blanca y quedó congelada con la llegada de Donald Trump al poder: resulta que uno de los grandes mentores del expresidente fue Roy Cohn, el fiscal adjunto que más ferozmente trabajó para mandar a sus padres a la silla eléctrica (murió en 1986, víctima del sida). Para Robert, que confía en que las cosas vayan mejor con Joe Biden (aunque entiende que hay “asuntos más urgentes”), es importante el matiz de la exoneración. Y no es una manía de abogado: “No nos vale con que la indulten”, dice. “Perdonas a una persona que es culpable, pero ella no lo era. Queremos limpiar su nombre”, sentencia. Casi 70 años después, ya no son precisamente aquellos chavales que jugaban a la pelota, y el tiempo de la justicia empieza a agotarse para ellos. “Una ejecución no tiene marcha atrás”, explica, “y el sistema de la pena de muerte está construido sobre la idea de su infalibilidad. Admitir que hubo un error socava el sistema mismo”.
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